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Opinión

Rodolfo Galimberti. Diecinueve años (y un mes) no es nada

Rodolfo Galimberti

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Murió en febrero del 2002, con 52 años. Era de mayo del ’47. O sea que hoy tendría 73, para 74.

No me puedo imaginar su aspecto a esa edad: 74 años. Es como pensar en Atila, barrigón y con el pelo matizado, entretenido con el barniz de su ocaso, mientras vocifera: “¡Quiero oír la letanía de la sangre de los hombres!”.

Hay un momento misericordioso en la vida de los seres humanos: es cuando el espíritu y el organismo se aparean. El espíritu tiene deseos, se encrespa, busca su satisfacción. Y el cuerpo, puntual y fiel, lo secunda en su impulso vital.

Con los años llega la declinación física, el apocamiento del metabolismo y el cambio en los olores personales, pero por débil y achacosa que sea la carne, el alma permanece leal a los recuerdos y a la memoria de los deseos, y busca, sigue buscando, se desasosiega, rastrea al placer.

Todavía más tarde, incluso se acaba el interés por la satisfacción. Queda el recuerdo de los recuerdos, y eso es la vejez. Mucho mejor, lo dice Sándor Márai, en “El último encuentro”.

Me cuesta ver a Galimberti merodeando por esa fronda, atontado por el vértigo de la zona incierta en la que todavía se es joven en el alma, y se empieza a ser viejo a la vez. ¿Él, merced de la fuerza de gravedad de los años? Ni modo.

Tal vez sea por el exceso, que fue una característica de su vida. La voracidad fuera de norma, las unidades de energía embistiendo a los receptores antagonistas, los almidones y los azúcares en una desordenada e incontrolable muchedumbre. Así fue el curso de sus años, desde que era un chico, cosa que –en algún sentido– jamás dejó de ser.

Los límites son la alcancía íntima de la fragilidad humana. ¿Habrá empezado la conciencia de los bordes cuando el hombre descubrió el fuego? No lo podría decir, y no es tan importante ahora. Lo que importa, son los rasgos primordiales de Rodolfo: la voluntad y la fuerza, como herramientas de un cerebro turbulento y el espíritu de un niño precoz. De lo que hacía y de lo que decía porque, conforme pasaban los años, decir fue resultando su modo predilecto de hacer las cosas, siempre a su modo. Fue un perro persiguiendo a un auto, con el que no hubiera sabido qué hacer en caso de alcanzarlo.

¿Un niño precoz? Claro. Absolutista, ejercía su gobierno sin límites ni restricciones más que consigo mismo, sin soberanía que no fuese la de su antojo no contrariado. Conquistador, fue suave en las formas cuando pensó que las tentaciones que lo atraían merecían pecados como él. Inacabado: siempre le faltaba algo más, y por lo tanto impiadoso, ya que la crueldad es el placer que se obtiene cuando el otro sufre, y él era capaz de hacer sufrir con voracidad, para ser quien quería. También despótico, temerario, tímido, desprendido y pudoroso. Todo esto mezclado y en simultáneo, catapultado por su voluntad y su fuerza. Una excepción, un prodigio, una distracción de la naturaleza. Nunca conocí a alguien igual, no habrá otro ni siquiera parecido.

Tenía el magnetismo de un niño arbitrario o de un enorme gato perezoso. No había forma de enfrentarlo, salvo que lo hiciera alguien con parecido desdén por la vida, lo que sucedió una vez en mi presencia. Fue durante una fiesta absurda, en la que había fiscales, gigolós de alcurnia, marineros de paso, mártires en ciernes, jueces, damas de ocasión. En realidad, aquella noche desatinada, todos nosotros éramos invitados de ocasión.

Estaba Mariano, un amigo entrañable que defendía la legalización de las drogas, cosa que Rodolfo detestaba, como a casi todo lo que no entendía o no quería entender. Empezó a jeringuear con que Mariano lo miraba mal. Tanto, que llegó el momento en que fue hasta su mesa, y se lo preguntó. “Te miro mal”, le dijo Mariano a media voz, sin pestañear, “… porque no entiendo cómo alguien puede ser tan pelotudo”. Hubo un enorme revuelo, del que pudo salir mucha gente lastimada. Mucha.

Por entonces, Rodolfo tenía uno de esos coches verdes, que huelen a combustible y tiran humo espeso. Se fue de la fiesta por Figueroa Alcorta hasta que, en un semáforo, una nena le pidió dinero. Sería las tres o cuatro de la madrugada. Él le dijo que no tenía edad para andar con esa pollerita, a esa hora, por la calle y sola. De un modo que no admitía réplica, la invitó a subir al carro de combate y la llevó a la casa, en la villa 1-11-14. Después, vino a la mía, y nos quedamos hablando hasta que salió el sol. Contándonos cosas; nos gustaba hablar del pasado.

Así como lo amaron hasta la abnegación, lo odiaban y le temían horrorosamente. Y esa pasión adyacente, el miedo, era el componente principal del odio que la anegaba. A nadie le gusta saberse cobarde, y no todos tramitan esa comprobación del mismo modo. Él tenía su listado de hits, y en ese elenco figuraban personas que sabían que estaban, y que trataban de evitarlo por todos los medios. Fui testigo de algún casual y fatal entrecruzamiento, deseado unilateralmente: recuerdo el color de la piel de quien lo odiaba, el sudor en el comienzo de la calva, los ojos hiperactivos detrás de los quevedos de miope, buscando la mejor vía de escape, las manos inoportunas que no encontraban un lugar donde hubiera sosiego.

Le dijo las cosas más inconcebibles a aquel pobre imbécil, un gallo desplumado, que palidecía frente a la peor de sus cóleras: la fría, la inaudible detrás de las palabras, más real que la presencia de la muerte. El desdichado sigue vivo, y delatando.

Siempre me pregunté por qué su vida no había dado lugar a una película o una serie. Un director como David Fincher, como Burton, como Chris Nolan. Y luego, el actor que lo represente. Sería necesario llegar a parecerse a él para poder sentir algo de lo que sentía. ¿Cómo poder interpretar a alguien que extralimita las normas y los patrones? Rodolfo escondía las cartas, jugaba al filo; el actor hubiera debido hacer lo mismo: llevarse hasta el límite y a veces traspasarlo, para encarnar al personaje.

Para prepararse en el papel del Guasón, en “El caballero de la noche”, Heath Ledger se aisló del mundo durante un mes. Probó sin desmayos hasta encontrar un color en la voz y una actitud. Entrenó como un deportista de alta competencia, con la misma inflexibilidad: un atleta de la exageración. Buscó inspiración en los viejos comics, en Sid Vicious, en “La Naranja Mecánica”. Hizo repertorios sobre sus gustos, elencos sobre sus odios. Galimberti hubiera sido el único actor adecuado para sí mismo. Sólo Galimberti podría haber hecho de Galimberti.

¿Quién hubiera podido derrotar a Galimberti? Galimberti, ¿quién más? Así fue en la vida real. Los síntomas empezaron cinco días antes, un miércoles. El dolor en la espalda era la exteriorización de la dolencia que lo mataría. Probó con el mármol del piso, con las agujas de una acupunturista, con la plancha caliente sobre su costado. Era él combatiendo consigo mismo, el mejor contendiente que podía tener. El único que le ganó en ese tipo de combate. Cuentan que Salvador Allende envió a su buque escuela, el “Esmeralda”, a La Habana. Fidel lo recibió en el puerto. Más tarde le dijo a su Capitán: “En producción no somos muy buenos, pero si hace falta pelear, cuenten con nosotros. En eso, somos los mejores”. Ése tipo de razonamiento.

Que siga teniendo 52 años, en plenitud e inmóvil, para consuelo de los que lo queremos. Es mejor verlo así que yendo al médico, preocupado por el inicio de su tratamiento contra las várices. Y para descanso de los que lo odiaron, que –desde su muerte– respiran aliviados.

RB 

 

 

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