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Si todo es personal, nada es político

River, una posta extrahospitalaria del plan de vacunación del Gobierno de la Ciudad.

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Podemos hablar y discutir y debatir acerca de los criterios comunicacionales, y por lo tanto políticos, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; esos que hicieron que el personal independiente de salud se fuera enterando a los tumbos, de casualidad, de a cachos, con inquietud, dudas y ansiedad, de que sería vacunado contra el Covid-19. De la nada, un día, por un grupo de Whatsapp de colegas, llega un audio avisando que era inminente la apertura de turnos. Fue ahí que abrimos la página del GCBA. El 29 de enero, un amigo escribe “ya están los turnos”. Cuando entré, ya no había más. Eso mismo le pasó a muchísima gente. Los turnos habían durado menos de cinco minutos. Algunos amigos y colegas lograron vacunarse esa primera semana de febrero. Me alegré, me emocioné.

El fin de semana de Carnaval comenzó a circular de la misma manera que el miércoles 17 de febrero se abrirían nuevamente los turnos. Cada uno  se ocupó de avisarles a esos amigos que, sabíamos, podrían no tener la información. El miércoles lograríamos un turno. En mi caso, a las 9:55 AM, con una amiga en el teléfono que me iba guiando -a mí no me figuraba la turnera y a ella sí-, conseguí un turno. El viernes 19 a las 10:45 en la cancha de River. Esa amiga ya estaba vacunada y asistió a los que no podíamos sacar turno. Esa escena fue repetida: ayudar a quienes estaban trabajando en el instante que se abría la opción o, simplemente, no podían. No era sólo una cuestión de manejo de la tecnología, el sistema es tan siniestro que es un permanente “ahora o nunca”.

Muchísimos compañeros iban consiguiendo, otros, no. Alegría y amargura al mismo tiempo. El sistema de turnos del GCBA comenzó a renombrarse. Era “el juego de la silla”, “los juegos del hambre”, “entradas para un recital de los Rolling”, “platea para Boca-River”, “Black Friday”, “sorteo de la colimba”, “tómbola ideada por los psicópatas de la ciudad”. Todos hacían referencia a la horrible dinámica a la que el GCBA tiene acostumbrada a su “clientela”. 

Hablemos de eso, discutamos, debatamos, pensemos. Hablemos de cómo el GCBA administra y gestiona “eficientemente” apoyado en criterios empresariales y administrando los recursos estatales como si fueran una mercancía destinada al mejor postor. Hablemos de cómo la dinámica a la que nos tiene acostumbrados Cambiemos abarca desde las vacantes para las las escuelas, hasta los turnos para vacunarse: un constante “para pocos”. Hablemos y discutamos y debatamos cómo esas dinámicas nos empujan a los habitantes de la Ciudad a calzarnos las vestimentas del más siniestro individualismo y meternos en una odisea en la que uno se ve a sí mismo empujando y dando codazos: no hay manera de no sentirse un poco miserable. A menos que uno sea un cínico.

Podemos hablar y discutir y debatir los criterios en las prioridades que estableció el GCBA para la vacunación. De por qué se pasa de una etapa a la otra sin haber concluido la vacunación de todo el personal de salud que trabaja en hospitales, de por qué y cómo los adultos mayores de 80 empiezan después y deben ser sometidos a esta misma dinámica darwiniana. Podemos hablar y discutir y debatir qué maniobras hubo para que el GCBA transfirieron recursos públicos a empresas privadas (Hospital Alemán, Hospital Italiano, etc) para que vacune a sus socios mayores de 80. También podemos discutir y debatir y hablar acerca del alto porcentaje de personal de salud (entre el 30% y el 40% según el propio Quirós) que decidió no vacunarse.

Otra opción es ser funcionales a esa lógica del mercado, del sálvese quien pueda y, en lugar de debatir y discutir y pensar, irnos contra cada uno de los individuos. Actuar del mismo modo en que actúa el GCBA: con una lógica ferozmente individualista y personalista. Agredir y violentarse con la población a la que está destinada la vacuna en cada etapa y creer que ahí está la razón por la cual “mi abuelito” no recibe la suya. Creer, como nos quiere hacer creer esa ideología, que el problema y la salida son individuales. Que si cada uno de los matriculados independientes renunciamos a la vacuna, esas vacunas van a ir a parar a alguien que la “necesitaría” más. Esa lógica, esgrimida desde posiciones supuestamente progresistas, es la misma que hizo que en su momento se acusara a los “runners” -llamarlos así ya era todo un gesto en el que se cifraba el estigma- de propagar el virus. Tiene que haber un culpable o, como señala la psicoanalista Carina González Monier: “la causa de la época es que alguien tiene que ser responsable por mi dolor”. Es, acaso, el mismo gesto estigmatizante que recae tantas veces sobre los docentes cuando se los adjetiva “vagos”. Son prejuicios, estigmas, atribuciones que pueden provenir de izquierda o de derecha, son construcciones de un otro que se terminan solidificando ahí donde es más difícil pensar, ahí donde uno duda todo el tiempo. Eso es lo que puede llevar adelante un gobierno con sus políticas cuestionables, tanto como una persona que se siente parte de una población inclusiva, abierta y tolerante a la diversidad. Las agresiones y la violencia hacia los que trabajamos en salud de manera independiente en la Ciudad (que en muchos casos también se desempeñan en escuelas, instituciones, hospitales)  provinieron de ambos lados. Desde periodistas reaccionarios que no se ahorraron ningún lugar común, hasta comentarios en las redes de quienes dicen ser parte de minorías. Hubo bastante violencia excluyente proferida en lenguaje inclusivo. Esa, para mí, es la que más duele. Entre tantas sandeces que se dijeron, hubo una que me hizo pensar bastante: “Los psicoanalistas no tocan a los pacientes ni con un palo”. Ahí advertí que todavía hay quienes ni siquiera saben el modo en que se contagia mayormente el virus: no es por cualquier contacto, sino más que nada por la emisión de aerosoles, sobre todo al hablar -últimamente toco el brazo de los pacientes al salir o al entrar a modo de saludo porque ya sabemos que eso no contagia-. Y hablar es básicamente lo que se hace en una sesión. Muchos de los que trabajamos en salud mental estamos atendiendo presencialmente desde que en la ciudad se habilitaron los consultorios. Muchos colegas fueron implementando, a lo largo del año pasado, distintos modos de esa presencialidad por no contar con el espacio suficiente en los consultorios (ir a caminar a un parque, sentarse en una mesa afuera en un bar, etc.), y muchísimos otros están esperando vacunarse para poder volver a la presencialidad. Porque en muchísimos casos, la presencialidad resulta indispensable y eso sólo lo podemos saber los que estamos ahí: como pacientes o como analistas. No se trata de si es o no posible analizarse por zoom, sino de cómo la presencia de los cuerpos se hace imprescindible, en muchos casos, para atravesar un padecimiento.

No faltaron los prejuicios de siempre alrededor del psicoanálisis, esos que existen desde su fundación misma. En esos casos, siempre me acuerdo de esto que dijo Freud: “concurren ustedes para su esparcimiento a una reunión social (y no tiene por qué ser precisamente en Viena); al poco rato la conversación recae sobre el psicoanálisis, oyen a las gentes más diversas pronunciar su juicio, casi siempre con el tono de una impertérrita seguridad. Por lo común, ese juicio es de menosprecio, con frecuencia un denuesto, y en el mejor de los casos una burla. Si ustedes son tan incautos como para dejar traslucir que entienden algo sobre ese tema, todos los acosarán pidiéndoles información y explicaciones; al poco tiempo podrán convencerse de que esos juicios severos se habían formulado antes de toda información, que apenas si alguno de esos opositores ha tomado alguna vez en sus manos un libro analítico o, si lo ha hecho, no sobrepasó la primera resistencia en el encuentro con el nuevo material”.

Podemos pensar y debatir y discutir absolutamente todo. Porque pensar es, para mí, un modo de resistirse a los prejuicios, esos que tenemos indefectiblemente, esos que nos atraviesan. Pensar es resistirse a quedar aplanados y aplastados. Pensar es ir en contra de toda expectativa, incluidas las expectativas de decir lo que sabemos que es “bueno” decir. Pensar es no dejarse tomar por lo seguro, es arriesgar algo de sí, no sin incomodidad. Porque, como sostiene Florencia Angilletta, “apoyar lo bueno y condenar lo malo nunca es un acto político; la política comienza cuando se hace cargo de los conflictos y de las decisiones que supone”. Si en lugar de pensar y debatir y discutir, nos violentamos y agredimos personalmente a los otros, se termina por despolitizar la cuestión. Si en lugar de pensar y debatir y discutir, le vomitamos de manera personal al otro nuestras propias fantasías y prejuicios, nuestro veneno, nuestra desesperación, nos sacamos de encima la incomodidad que implica pensar y la posibilidad de seguir exigiendo, a quienes corresponde, lo que creemos que es más justo. Si en lugar de pensar, atacamos de manera personal e individual a aquellos a los que toca, en cada etapa, la vacuna, y además suponemos que esa vacuna se le está quitando a otro al que se la “merece” más, caemos en estereotipos que nos ciegan (aplausos al personal de salud pero demonización si hacen huelga, llamar “abuelitos” o “nuestros viejos” a los mayores, decir que los padres que quieren la presencialidad en las escuelas es porque se quieren sacar de encima a los hijos, etc). La vacunación no puede entrar en esa maquinaria que estipula quién se “merece” la vacuna. Eso no es discutir prioridades sanitarias ni políticas públicas. No hagamos lo que tanto se hizo en el invierno: exigir que renuncien a los respiradores quienes no pensaban como nosotros. No practiquemos la persecución al otro y menos aún disfrazada de bien común y de altruismo.

Me gusta mucho pensar con otros. Desde que se desató la violencia desenfrenada y se puso en escena la mezquindad y la miserabilidad de muchos hacia el personal de salud mental, mantengo conversaciones con amigos, compañeros de trabajo y colegas. Darío Charaf, Águeda Pereyra, Julián Ferreyra y muchísimos otros -que también intervinieron en las redes interceptando esos discursos violentos-, más o menos coincidimos en que exigirnos a cada uno de nosotros un “acto ético” e individual es retrotraer una cuestión de Estado a un asunto privado, personal. Violentarse con un trabajador de la salud mental al que le toca vacunarse porque así lo dispuso una política de Estado, es ser funcionales a la lógica individualista, es no advertir que estamos atravesados por ese disciplinamiento. Es sostener la ilusión de que la desigualdad a la que nos tiene mal acostumbrados el capitalismo, podría revertirse individual y personalmente.

Hacer pasar por ético un gesto así es autopercibirse héroe de una tragedia que, justamente, no tiene héroes. Agarrarse a la silla de la épica y creernos seguros todo el tiempo de que estamos obrando “bien” es obturar el debate, es aturdirnos de sentidos, esos que nos impiden seguir pensando. Quizás no se termina de dimensionar, acaso no sea el momento para hacerlo, el acontecimiento radicalmente inédito que estamos atravesando y que trastoca la vida de todos; que hizo desaparecer el mundo tal y como lo conocíamos. En grados distintos, sí. Pero nadie está a salvo, nadie -personas de 80 años a los que no les pasa nada y jóvenes sanos que mueren, es incalculable lo que el virus hará en cada cuerpo-. Lo que el psicoanálisis me enseñó es que todos los sufrimientos importan, no hace falta medirlos. No se puede establecer qué padecimiento es más importante. La pandemia afectó el mundo y la vida de cada uno de nosotros. Ese mundo ya no está, ni pareciera que vaya a regresar. Eso angustia muchísimo, sí. Y esa angustia a veces se traduce en enojo, en hostilidad hacia los otros. No hay jerarquías de merecimiento. No nos creamos exentos del dispositivo feroz: ese que señala quiénes se merecen o no la vacuna. La vacuna tiene que llegar a todos, es un derecho. Pero nos quieren hacer creer que es un privilegio, he ahí la trampa en la que caemos una y otra vez. Por eso mismo, cuando ese derecho se convierte efectivamente en un privilegio, se entienden las reacciones de bronca que se suscitan. Poco después de que el personal de salud independiente de la ciudad fuera objeto de las más despiadadas críticas por haber acudido a su turno para vacunarse, estalló el escándalo de los que no habían seguido ningún turno y para los que sí “pertenecer tiene sus privilegios”.

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