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¿Separación de poderes?

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De entre las machaconas consignas de las que rebosan los argumentarios del PP y que luego repiten como un guineo sus altavoces institucionales y propagandísticos (perdón, “periodísticos”) sobresalen las asociadas a la defensa de la “separación de poderes”, de la “independencia judicial”, de la autonomía de las  Instituciones, y hasta de la autonomía de los medios informativos de titularidad pública, frente a una imaginaria “colonización” por parte del Gobierno y del “sanchismo”, para realizar “por la puerta de atrás” un cambio y un vaciamiento del Régimen Constitucional.

Si todos estos asuntos no fueran demasiado serios, sería para tomarse a broma toda esa ristra de consignas y de eslóganes.

El “principio de separación de poderes”, estructural y funcional del Estado de Derecho, nació en la historia política de Inglaterra como casi todas las grandes aportaciones anglosajonas a la cultura y a la realidad política y jurídica de Occidente. Primero realidad, luego teoría. Una realidad inspirada en el genio evolutivo,  pragmático y utilitarista británico que, en el campo del Derecho y de las Instituciones, siempre me pareció el más genuino heredero del de la Roma Clásica. Siempre me asombró cómo nunca destruyen las Instituciones sino que las conservan, aunque con otro rol e importancia, reforzando con el peso de lo tradicional la legitimidad al conjunto de ellas.

En todos los reinos europeos era patente la tendencia al fortalecimiento del poder monárquico a lo largo de la Baja Edad Media y en los primeros siglos de la Edad Moderna. Era la respuesta a nuevos retos y circunstancias de aquella época y se legitimaba -como ocurre con todos los sistemas políticos- por los logros de príncipes y monarcas en la seguridad interior de sus dominios (“la paz de los caminos”); en la defensa del reino frente a amenazas exteriores; en la homogeneización jurídica;  y en el progreso de la economía, que todos aquellos avances contribuyeron decisivamente a hacer realidad.

La eficacia, en todo tiempo y lugar, ha sido la gran palanca de consolidación y legitimación de un sistema político.

El Estado monárquico fue fortaleciéndose como el poder por excelencia, no sólo en el campo de la producción y aplicación del Derecho y en el paulatino acaparamiento del uso de la fuerza, sino también en el económico.

Esa concentración de poder y su sometimiento a la realeza y a los intereses de la aristocracia acabó convirtiéndose en un corsé para el desarrollo del capitalismo, a cuya expansión tan decisivamente contribuyeron los propios  monarcas renacentistas, y en un lastre para los intereses y expectativas de las nuevas clases burguesas.

Origen de la separación de poderes y del Estado de Derecho

La burguesía se fue haciendo cada vez más fuerte en Cortes y Parlamentos, a partir de las necesidades económicas de la Corona, a financiar con nuevos impuestos y “servicios” a sufragar por las ciudades, de los que la nobleza y el clero estaban exentos. Los principios “no taxation without representation” y en el ámbito ibérico “no pechos sin representación”, asentados secularmente en la sociedad europea como garantía de la propiedad privada (luego de la libertad y seguridad de las clases poseedoras)  frente a los expolios, cargas tributarias discrecionales y confiscaciones desde el poder, jugaron un papel crucial. Poco a poco se fue afirmando la autoridad del Parlement, fundamentalmente de la Cámara de los Comunes, como contrapeso al poder monárquico en los territorios de la Corona británica, donde el proceso absolutista promovido por los Tudor no llegó nunca a consolidarse.

Por otro lado, los jueces habían sido desde la Edad Media custodios de las libertades  y tradiciones jurídicas anglosajonas. De aquí proviene su prestigio histórico ante la sociedad británica. Y se enfrentaron a los intentos de la realeza de atraer a la jurisdicción real aquellos litigios en los que el monarca tuviera interés. El juez Coke, al retener su jurisdicción frente a la jurisdicción del Rey y al resolver el Bonham Case, marcó un precedente extraordinario y un hito histórico.

Con esos antecedentes. desde  de la Revolución Gloriosa (1688) el sistema político británico y su ordenamiento jurídico quedaron estructurados en la forma que, observada desde el Continente, fue convertida  en la Teoría del Estado de Derecho, asentada sobre la soberanía del Parlamento, la reserva a la Corona del Poder Ejecutivo (que aún se identifica como Gobierno de Su Majestad, aunque depende de la confianza del la mayoría de la Cámara Baja, porque también por la vía de la praxis se fraguó el Régimen parlamentario) sujeto al ordenamiento jurídico y la Independencia judicial, también y exclusivamente sometida al Common Law y a las Leyes (Acts) del Parlamento. De forma que el funcionamiento del Estado quedaba articulado  en un sistema de contrapesos, que actuaba como un freno y límite del poder situado dentro del propio aparato estatal. Le pouvoir arrête le pouvoir, teorizaría sobre esa experiencia histórica el barón de Montesquieu.

En el Estado de las Autonomías, como en los regímenes federales contemporáneos, a esa división (“vertical”) del poder, se añade su reparto territorial (“horizontal”) en entidades que participan en el ejercicio del poder legislativo, expresión ordinaria  de la soberanía. Son las Comunidades Autónomas, cuya existencia y competencias garantizadas por el bloque constitucional (a estos efectos, Constitución y Estatutos de Autonomía, refuerzan aún más los mecanismos de pesos y contrapesos, esencia  del Estado de Derecho.

Concentración del poder económico y político y degeneración del Estado de Derecho

Pero en  el Mundo de la Globalización, los grandes poderes económicos y financieros de ámbito estatal o transnacionales condicionan la vida de las personas tanto o más (pero sin someterse a controles de la ciudadanía) que los propios Estados. De forma que el Estado democrático y social, en aquellos pocos y ricos países del Primer Mundo donde se desarrolló a lo largo del S.XX, es el único baluarte en el que pueden esperar amparo  y atención muy amplios sectores de la ciudadanía.

Por su parte, los grandes poderes económicos pretenden condicionar a sus intereses las prioridades políticas y el uso de los Presupuestos estatales, es decir al Estado. Bien indirectamente, y mecanismos de presión no les faltan (medios informativos bajo su control, desinversiones,fuga de capitales, evasión de impuestos, deslocalizaciones…), o logrando situar al frente del Gobierno a sus propios representantes y agentes políticos.

Cuando esto  ocurre, la concentración del poder es tan abrumadora que hablar del principio de separación de poderes se convierte en una frase vacua y hasta en una broma macabra.

El principio de separación de poderes sigue siendo la columna vertebral del Estado de Derecho y, especialmente, de su versión contemporánea  sustentada en la democracia y el pluralismo político, que conlleven  la posibilidad real de la alternancia en el poder.

Pero esa separación de poderes se convierte en una mascarada y en una cáscara hueca si se concentran en las mismas manos gran parte del poder económico y el  poder estatal. Y más aún , si en la gestación o como fruto de esta concentración de poder,  se desvanece el pluralismo informativo, sustento de una opinión pública libremente formada y de una democracia que merezca ese nombre.

Ejemplos hemos tenido ya en la reciente política española (de la que a mí Canarias me ha parecido avanzadilla y laboratorio de pruebas desde el interminable ciclo político inaugurado en 1987, y algo sé de lo que estoy hablando) y en las Comunidades Autónomas con gobiernos del PP en solitario o en coalición (esos sí que son socios) con la extrema derecha. Es decir, con los auténticos herederos-del-franquismo, aunque según algunos parecieran haberse esfumado  con la desaparición del General. Justo al contrario, en la jerga del PP, que los “herederosdeETA”, ya extinguida y derrotada por la democracia, vienen siendo omnipresentes y sanguinarios.

Amalgamados en manos de los mismos sectores el poder económico, el poder e influencia de los medios de comunicación privados y los de titularidad pública (y ya sabemos cómo se las gastan, ¿o no Feijóo? ¿O no, Ayuso? ¿O no, Clavijo, pa´ no  ir tan lejos?), la mayoría parlamentaria, el Poder Ejecutivo y el control “por las buenas o por las malas” del Gobierno del Poder Judicial, ¿de qué estamos hablando, cuando desenvainan y blanden el principio de “separación de poderes” como arma contra un Gobierno progresista y legítimo?.

De un mero latiguillo, en la boca y en la pluma de malintencionados o de personajes que no saben de lo que hablan.

De entre las machaconas consignas de las que rebosan los argumentarios del PP y que luego repiten como un guineo sus altavoces institucionales y propagandísticos (perdón, “periodísticos”) sobresalen las asociadas a la defensa de la “separación de poderes”, de la “independencia judicial”, de la autonomía de las  Instituciones, y hasta de la autonomía de los medios informativos de titularidad pública, frente a una imaginaria “colonización” por parte del Gobierno y del “sanchismo”, para realizar “por la puerta de atrás” un cambio y un vaciamiento del Régimen Constitucional.

Si todos estos asuntos no fueran demasiado serios, sería para tomarse a broma toda esa ristra de consignas y de eslóganes.