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'Skins': auge y caída de los chicos rudos

Trevor Basil en el centro de la icónica fotografía de Derek Ridgers tomada en Housnlow y que sirve de portada para el libro de Carles Viñas 'Skinheads. Historia global de un estilo'

Ignacio Pato Lorente

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Es casi primavera del 64 cuando la cantante jamaicana Millie Small toca la cima de las listas británicas con su versión ska del tema My boy lollipop. Es el primer éxito del estilo en la ya exmetrópolis. Es también una consecuencia cultural de la migración caribeña que, principalmente desde Jamaica, ha llegado a una Gran Bretaña en reconstrucción y con trabajo vacante por las bajas de la guerra. En Londres y otras ciudades, los hijos de la clase obrera blanca ya andaban desde los cincuenta buscando afianzar la propia personalidad dentro, eso sí, de un grupo relativamente homogéneo. Infundir respeto, repudiar valores adultos y sacarle buen partido a las calles y las noches. Los teddy boys —por el diminutivo de su estilo dandi 'eduardiano'— dejaron paso a los mods. Elegantes, orgullosos y con lemas como “vida limpia bajo circunstancias difíciles”, cuando suena en todas las radios My boy lollipop, los mods están cerca de sufrir un cisma. Por un lado, los más individualistas trendy mods. Del otro, unos hard mods que reaccionan a lo que interpretan como una banal huida hacia el elitismo y el hippismo radicalizando su estética y sentido de pertenencia a la clase trabajadora. A diferencia de los teds, los mods sí han sentido fascinación por el imaginario del pandillero duro y misterioso importado de los chicos procedentes de los bajos fondos jamaicanos: el rude boy. Está por nacer el estilo que el historiador Carles Viñas (Barcelona, 1972) ha documentado en su ensayo Skinheads (Bellaterra, 2022).

“El estilo skin nace de una fusión multiétnica. Las personas que habían migrado desde Jamaica y otras islas aportan la banda sonora original, una estética determinada y unos hábitos y jerga concreta. Los jóvenes británicos, su espíritu barrial de clase obrera. El encuentro se produce en salas de baile y conciertos, allí interactúan”, indica Viñas. Los primeros skins aparecieron en torno a 1967. Todavía no se llamaban así: eran peanuts, eggheads o lemonheads, por el perfil de la cabeza, hasta que la prensa usó la palabra skinhead en 1969. Para entonces, ya eran bien conocidos en Gran Bretaña esos chicos aficionados a hablar con palabras del patois jamaicano y el cockney londinense y a vestir botas Dr. Martens, pantalones Levi’s, camisas, tirantes y chaquetas Harrington. “Es una estética en evolución aunque no lo parezca. Está el estilo original con prendas de los años sesenta y el pelo corto pero nunca afeitado. Será a finales de los setenta cuando la estética se radicaliza y aparece el corte al cero, botas de tallaje más alto, pantalones desteñidos con lejía o cazadoras bomber”, señala Viñas.

Aquellos primeros skins estaban escuchando mucha música: Desmond Dekker, Laurel Aitken o Symarip, uno de cuyos clásicos, Skinhead moonstomp, hace referencia al paso de baile más conocido del estilo, el que pivotando sobre los talones simula caminar sobre la luna. Para Viñas, “la música es uno de los pilares del estilo, uno de sus elementos de cohesión y atracción referenciales. El folclore jamaicano se mezcla con el rhythm and blues y da lugar al ska. Después el rocksteady, cuando el ska se ralentiza. O el reggae, que aporta un mensaje más religioso y hace a algunos skins volver a las raíces. La banda sonora skin acabará siendo muy plural”.

La Gran Bretaña que, más que verlos llegar, se encuentra con esos chavales, es un país que ha conseguido capear la posguerra de la llamada generación de las ruinas. Los primeros skins tenían una casi nula vinculación con la política y sentían un franco desafecto hacia los políticos. “Sobre todo ocurre con el laborismo, del que los skins entienden que ha traicionado los valores de la clase obrera. Hay una lectura de la academia británica que me parece acertada. Los skins surgen como reivindicación de la clase obrera británica cuando esta inicia su proceso de descomposición. Asumiendo un poco la caricatura del obrero tratan de reivindicar la raíz social y cultural cuando el espíritu de comunidad y solidario de clase se empieza a desintegrar. Por otro lado, es un estilo que se presume transgresor, rebelde, que impugna el sistema pero sin ser una contracultura porque no aporta alternativa, simplemente repudia el sistema. Asume estética y valores de orden y disciplina. Esta es la paradoja que se oculta tras el estilo”, apunta Viñas sobre aquellos chicos tan insumisos como tradicionalistas.

El estilo apareció en un país que compaginaba el florecimiento de su capital, la swinging London, como meca artística y cultural, con un creciente fortalecimiento de posiciones racistas simbolizado en un célebre discurso del diputado conservador Enoch Powell. Apoyándose en la Eneida de Virgilio, el tory aseguró que, como en la profecía de la Sibila, veía “el río Tíber espumeante de sangre” augurando violencia por la según él inasumible presión migratoria sobre Gran Bretaña. “El discurso de Powell incendia el consenso hasta entonces existente. Es aquí cuando empieza el problema del racismo visible, que tiene mayor proyección mediática”. En paralelo, esa misma prensa jugó lo que Viñas define como un papel dual en el tamaño de las filas skins. “Desde el desconocimiento o la voluntad de generar alarma social los medios proyectan el fenómeno. Amplifican las acciones de una minoría que comete actos racistas y vandalismo, lo que hace que otros jóvenes se sientan seducidos por ese estilo. Pero también hay otros que, hastiados, lo abandonan”.

Desde el comienzo de los setenta y hasta 1976 los skins prácticamente desaparecieron. Entonces llegó el punk. “Y el revival de la música jamaicana gracias a que grupos británicos versionan sus temas de la anterior década. La mezcla de eso con el punk da lugar a una revitalización del estilo skin, que estaba de capa caída, aguantando solo en algunas ciudades del norte, en las Midlands o en Escocia”, sostiene Viñas. En los estadios de fútbol también se volvieron a ver skins. “Dos elementos explican la vinculación entre skins y fútbol. Uno es que es el deporte de preferencia de la clase obrera británica. Además, Inglaterra ganó en casa la copa del mundo del 66. Justo en el momento en que apareció el estilo, el fútbol estaba de moda”, señala el historiador. Pero esta vez había una diferencia entre estos skins de grada y los de hacía casi diez años. Esta vez sí estaban politizados. “Hubo un intento de captación de la extrema derecha que tiene que ver con la desidia y el menosprecio de la izquierda hacia el fútbol, con el discurso de que aliena a los jóvenes. Eso generó un vacío que fue aprovechado por la extrema derecha, que penetró en ámbitos inéditos hasta entonces, primero los estadios y después los conciertos. El éxito en algunos estadios fue notable”. Especialmente en los del Chelsea, Millwall, West Ham, Leeds o Birmingham. Competían entre sí por ver quién comandaba la clasificación de las aficiones más racistas que realizaba Bulldog, la revista de las juventudes del National Front.

Los directos de algunos grupos fueron otro campo en disputa política. Para Viñas, “hubo una operación orquestada, sobre todo del National Front y del British Movement, para a través de la música aumentar su base de apoyo social”. La presencia provocadora de skins ya directamente neonazis en conciertos y las consecuentes peleas entre seguidores de los grupos llegó a acabar en la práctica con carreras como la de los punks Sham 69. Otras bandas se opusieron explícitamente a la invasión de la extrema derecha. Fue el caso de las encuadradas en el estilo 2-Tone con su ska hipervitamínico: The Selecter, Madness, The Beat, Bad Manners y, sobre todo, The Specials. “Esas bandas fueron fundamentales a la hora de dar un empuje antirracista. La mezcla de etnias en componentes de estos grupos proyectaba la realidad social de Gran Bretaña. Fueron cruciales para frenar la irrupción de los cabezas rapadas neonazis”, defiende Viñas.

La polarización, y con ella la tensión y la violencia, volvía a favorecer uno de los rasgos del estilo. Su exaltación de una masculinidad no especialmente inclusiva. “Las mujeres juegan un papel secundario, sobre todo inicialmente. Replican la estética de los chicos. Esto va cambiando un poco y las skingirls crean su propia estética, por ejemplo con el corte de pelo estilo chelsea”, indica Viñas. Sectores skins que veían el punk como mera estética de clase media impulsaron el género oi!, que endurecía sonido y contenido bajo la premisa de conservar un cierto espíritu proletario. La extrema derecha ya había creado su escena paralela y su propio frente musical con el rock anticomunista o RAC, un hervidero neonazi con el grupo Skrewdriver como principal estrella. Para mediados de los ochenta, el estilo había prendido internacionalmente y, en respuesta a la ofensiva ultraderechista y para salvaguardar la esencia mestiza originaria, se creó en Nueva York el movimiento de skinheads contra prejuicios racistas, SHARP por sus siglas en inglés. En su difusión también juega un papel la música. Tras un viaje a Estados Unidos, Roddy Moreno, cantante del grupo galés de oi! The Oppressed, lo popularizó en Europa.

“La politización fragmenta el estilo skin. Entramos en una espiral acción-reacción desde que irrumpe la corriente minoritaria neonazi. Algunos skins creen que se debe ir más allá de SHARP, que se definía como apolítico, y que hay que posicionarse. Es entonces cuando nace RASH, los skinheads comunistas y anarquistas con el símbolo de las tres flechas recuperado de la resistencia anti-nazi de los años treinta”, señala Viñas, que el año próximo publicará el segundo volumen del ensayo. En él abordará una década especialmente oscura en nuestro país, cuando la violencia de cabezas rapadas de extrema derecha se recrudeció en las calles y los skins pasaron a ser sinónimo de nazis en los medios. Por eso la portada de este primer volumen la protagoniza un orgulloso skin negro, Trevor Basil. “Ese estereotipo está arraigado en el imaginario ciudadano. Creo que tiene mucho que ver con identificar quiénes son los racistas. Vincular el racismo con los cabezas rapadas hace que el resto se exima de ello. Es un mecanismo autorregulador de conciencias decir ‘yo no soy racista, lo son los que llevan botas, tirantes y van rapados’. Son los llamados folk devils, los demonios populares. Aquí, cuando pasaron de moda los skins, les tocó a las bandas latinas”, sostiene Viñas.

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