Opinión

La ciudad en bici: el descontrol que puedo tolerar

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Debo ser la última persona en la ciudad de Buenos Aires (o en el planeta) que se compró una bici para desplazarse por la calle, pero finalmente lo hice. Toda la vida dije que me daba miedo; la verdad es que no me daba miedo, a mi mamá le daba miedo, y a mí me daba bronca no animarme a despegarme de esa versión de la ciudad que había aprendido. Siempre me dio la sensación de que había algo muy específico en ese temor heredado: algo clasemediero, algo femenino, algo judío. Mi mamá tampoco maneja, aunque no le tiene miedo a los autos: hemos estado juntas en automóviles manejados a 200 km por hora que a mí me daban terror, y a ella no le producían nada, porque las geografías que nos armamos en la cabeza no son coherentes ni se basan solamente en información comprobable. Pero el hecho es que mi mamá tampoco maneja, fuimos históricamente una familia de mujeres sin medios de locomoción y siempre tuve una lista de envidias distribuidas en torno de eso, mitad reales y mitad imaginadas. A los varones, por la facilidad con la que se deslizaban por el mundo en cualquier medio de transporte; a las chetas, porque en general aprenden a manejar muy chicas y se mueven en el campo y la ciudad con la confianza de quienes se saben dueñas de algo; incluso a las chicas de sectores más vulnerables que mi clase media porteña, porque aunque sus situaciones siempre son más precarias y en la realidad corren peligros mayores no necesariamente les enseñan ese miedo al mundo motivado por la pacatería y el clasismo de la pequeña burguesía, esa idea de que las mujeres son de cristal y el peligro las acecha en cada esquina, en la forma de un agresor furtivo o un camión que dobla mal. Era toda una madeja pesadísima de neurosis que podía romperse con una decisión muy simple: conseguir una bicicleta y salir a la calle. 

Lo primero que me sorprendió fue lo fácil que era, hacerse parte del tránsito de esa manera. Hace casi diez años intenté aprender a manejar un auto; el proceso, que nunca terminé, implicaba clases, exámenes, registros y trámites. Para andar en bicicleta, en cambio, solo había que andar en bicicleta. Me recordó esa sensación adolescente de explorar zonas a las que una no pertenecía, lugares en los que pensabas que todos estaban más cómodos que vos, solo para descubrir que (por suerte) nadie iba a decirte nada; al menos si eras una chica blanca más o menos limpia y bien vestida como yo, el epítome del sujeto socialmente percibido como inofensivo. Avanzando en la bicisenda, yo era invisible; eso es lo que siempre amé de la ciudad, de la calle, de los bares, de los lugares públicos. No es algo que siempre se consiga, como mujer, pero a medida que cambian las épocas y pasan los años (yo alguna vez pensé que el acoso callejero había bajado mucho, hasta que me tocó caminar dos cuadras detrás de una chica de catorce o quince años y descubrí que un poco es cierto, y otro poco solamente me salí yo de la población objetivo), lo siento cada vez más; e incluso de chica, la mayor parte del tiempo, lo sentía cuando caminaba por barrios en los que nadie me conocía. 

Como todas las cosas que una piensa que son especiales, este sentimiento tampoco lo era. En su libro Ciudad feminista; La lucha por el espacio en un mundo diseñado por hombres, la geógrafa feminista Leslie Kern habla de la libertad paradójica que sienten las mujeres en esa gran ciudad que a veces no las incluye y que les enseñan a temer. Lo que más me gustó del libro es la precisión con la que señala esas paradojas, sin aceptar la infantilización de las mujeres (no tenemos miedo por estúpidas) ni tampoco la celebración acrítica de cualquier sentimiento femenino (no tenemos miedo porque de verdad acechen oscuros violadores en cada esquina). Las mujeres pueden sufrir situaciones de violencia en la calle, aunque tienden a sufrirlas en sus casas, en mucha mayor proporción, y esas situaciones pueden alimentar el miedo; sin embargo, eso no quita que el miedo que nos educan para tener a los “lugares oscuros” y a los “extraños peligrosos” (que en general tienen descripciones codificadas en torno del racismo y el clasismo) es un mecanismo de control. Y eso tampoco hace menos cierto el hecho de que, desde el nacimiento de las ciudades, las mujeres nos lanzamos a ese mundo de posibilidad que representaron para nosotras: Kern menciona Villette, una novela de Charlotte Brontë menos leída y adaptada que Jane Eyre pero que es un perfecto retrato decimonónico de la ciudad como un espacio para la aventura femenina. También habla de Virginia Woolf, quizás la más famosa flâneuse, para quien caminar sin ser vista por las calles de Londres era el más grande de los placeres. A mí me hizo acordar a la activista lesbiana Ilse Fuskova, nacida en Buenos Aires en 1929, y el texto suyo que cuelga impreso en Los galgos, unos de los bares a los que yo voy cuando quiero estar sola en la multitud: “La libertad de pasear sola”

Todo esto lo descubrí, ya lo dije, de adolescente, pero la bicicleta me permitió un reencuentro, toparme con algo viejo en una experiencia nueva. Andar en bicicleta implicó hacerme parte del tránsito, verlo de otra manera: como peatón (¿peatona?) solo veía las fallas del tráfico, los accidentes, los malos entendidos. En bicicleta, en cambio, lo que me maravillan son los casos de éxito: las miles de veces que sí sale bien esa comprensión mutua y silenciosa de señas y movimientos que hace que no choquemos en todas las esquinas. Hace un par de columnas hablé de comunidades, porque es un tema que me obsesiona, y pensando en el modo en que logré integrarme a la bicisenda a pesar de los camiones de carga y descarga y de la gente que va zigzagueando muchísimo más rápido que yo me acordé de una frase de Blanchot en la que pienso muy seguido, “la comunidad de los que no tienen nada en común”. El tránsito, finalmente, se parecía a eso, a la metáfora definitiva de la comunidad de los que no tienen nada en común; en la que hay relaciones de poder, violencias y rispideces y una empresa compartida que no es ni trascendente ni coercitiva, la de lograr desplazarnos en un mismo mundo sin matarnos. Que a los autos les conviniera no chocarme tanto como a mí me convenía no ser chocada me parecía un pequeño milagro de la armonía del cosmos; pero bueno, a mí desde siempre me sorprende cualquier cosa que no salga mal por defecto.

Sé, de todos modos, que no estoy andando en una Buenos Aires cualquiera. Aunque la cuarentena ya no sea la de otro tiempo, es enero, y muchísima menos gente está yendo a trabajar al Centro que en un enero de otro año. Por algo soy la última en subirme a la bici: cuando pensaba que el libro de Kern es de 2019 me preguntaba qué diría ella de lo que el coronavirus hizo con nuestras ideas sobre la seguridad. La clase media volvió masivamente a la calle; muchas amigas mías me cuentan que ahora caminan de noche o se juntan en plazas de noche y de pronto ya no les parece tan peligroso como hace un par de años el espacio público. Supongo que el feminismo también tiene algo que ver; es interesante. Sé que hay discursos feministas que amplifican el miedo y subrayan nuestra condición de víctimas, insistiendo con los peligros que nos esperan como si la ciudad fuera un campo minado; también sé que a los medios les encanta sensacionalizar ese discurso, porque la versión del “feminismo” que mejor les viene es la del acoso callejero, la de encerrarse en la casa y lo doméstico, la de las blancas palomitas contra los facinerosos. Creo que no solamente no son los únicos que circulan, sino que además, la conversación sobre violencia tiene efectos insospechados: hablar no siempre nos hace sentir más expuestas. Sentir que la violencia se reconoce como tal puede ser empoderante, puede impulsarnos a salir más, a hacer más, a tener menos miedo. 

Kern habla también de que incluso ella, que se dedica a estudiar la geografía urbana desde una perspectiva de género, tiene aprendizajes en el cuerpo que no se puede sacar: la necesidad de controlar la burbuja de espacio en torno de sí misma. Mientras aprendía otra forma corporal de vincularme con la ciudad pensé en esas lecciones que le deben haber quedado en el cuerpo a mi mamá, que judía miedosa y todo fue la persona que cuando yo tenía ocho años me llevó al circuito KDT para que aprendiera a andar en bicicleta; y que se tomaba dos colectivos para hacer una guardia que una compañera le había conseguido en Lomas de Zamora, porque había riesgos que sí tenía que correr, y quizás le quedó de ahí la necesidad de ahorrarse otros, como el de andar en bicicleta por la calle. Puedo armarlo en mi cabeza en términos de lujos que yo puedo darme, pero quizás prefiero pensarlo en términos de elección; elegir el descontrol que cada una puede soportar.

TT