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Lecciones de una carta

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en una imagen de achivo.

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Veinticuatro horas después de publicarse la carta que Pedro Sánchez ha dirigido a la ciudadanía, continúan los análisis que intentan explicar las razones que lo han llevado a adoptar esta iniciativa y otros que pretenden predecir su decisión final.

Me atrevo a afirmar, aunque quizás confunda deseos con realidades, que el presidente va a continuar con sus responsabilidades. Si lo dejara ahora, tanto el PSOE como el Gobierno de coalición y la ciudadanía que requiere políticas progresistas quedarían muy tocados. ¿Quién se atrevería a asumir sus responsabilidades en estas condiciones? Con este precedente y el envalentonamiento previsible de las derechas.

Además, los balances de las trayectorias políticas quedan muy marcados por sus últimos capítulos. Tenemos algunos ejemplos recientes en España. Hoy, todo el mundo destaca el factor humano, pero en pocos meses lo que quedaría en la memoria colectiva, si al final Pedro Sánchez dimite, sería una cosa distinta.

Más allá de especular y esperar al lunes, lo más útil en términos democráticos quizás sea intentar sacar las lecciones del momento que vivimos. Estos envites no se pueden encarar solo con el coraje de un dirigente político por muy avezado que esté a resistir. Todo apunta a que, con su carta, el presidente del Gobierno está emplazando a la ciudadanía a tomar la iniciativa en defensa de la democracia. 

No creo que eso pase por convocar una manifestación, una recogida de firmas más o una campaña de apoyo en las redes. La defensa de la democracia requiere de una reacción articulada y sostenida de la ciudadanía, porque uno de los factores con los que juegan los adversarios de la democracia es la debilidad de la sociedad civil organizada. 

Nos equivocaríamos si analizáramos este episodio como un hecho aislado y ligado exclusivamente a la persona de Pedro Sánchez. Para entenderlo debemos ubicarlo en un proceso más amplio que afecta a España, pero es global y que tiene significativos precedentes históricos. 

Desde hace años los sistemas democráticos, que por definición son imperfectos, vienen sufriendo un proceso de erosión en todo el mundo. Las causas son múltiples y complejas. Una de ellas es la negativa de algunos poderes a aceptar la voluntad libremente expresada por la ciudadanía en las urnas. En España se expresa claramente en las acusaciones de las derechas de “gobierno ilegítimo” y otras lindezas. 

No es un fenómeno nuevo ni local. La historia del siglo XX está llena de ejemplos. En España, en Chile y otros estados latinoamericanos, sin olvidar lo que sucedió a mitad de siglo pasado en los países en proceso de descolonización. Se repite durante el siglo XXI en Brasil, EUA, Portugal y España. Estos desacatos de los poderes a la democracia suelen acontecer en momentos de grandes disrupciones sociales y desconcierto de la ciudadanía como el que estamos viviendo. 

Es cierto que hoy la manera de doblegar la voluntad de la ciudadanía no son los golpes de estado militares. No, al menos en los países desarrollados. Los métodos son más sofisticados y de momento no encontramos la manera de denominarlos y eso dificulta su comprensión. Aunque quizás sea al revés. No son, como se afirma, golpes blandos, porque ni son un golpe puntual –son más bien procesos sostenidos–, ni son blandos –no lo es nunca un ataque democrático de esta magnitud–. 

Lo que si sabemos es que se ha pasado de actos militares que han utilizado la violencia para acabar con la democracia a estrategias que instrumentalizan la democracia desde dentro para vaciarla de contenido. En esta tesitura nos encontramos

Lo que si sabemos es que se ha pasado de actos militares que han utilizado la violencia para acabar con la democracia a estrategias que instrumentalizan la democracia desde dentro para vaciarla de contenido. En esta tesitura nos encontramos. 

La democracia es, sobre todo, un sistema de convivencia en el que cualquier poder, grande o pequeño, tiene frente a sí otros poderes que le hacen de contrapeso y lo limitan, evitando sus abusos. Si algo caracteriza esta etapa histórica es la existencia de poderes reales que se escapan a todo tipo de control y limitación. Sobre la falta de control democrático de los grandes poderes económicos, de base tecnológica, ya hablaremos otro día.

De los tres poderes tradicionales del Estado de derecho, el judicial no tiene en estos momentos contrapesos que impidan su extralimitación y abuso. A diferencia del legislativo y el ejecutivo, el judicial no tiene mecanismos de control externos, ajenos a él. Además, los sistemas de control internos, a través de la actuación ordinaria de los tribunales, que funcionan aceptablemente en situaciones de normalidad, quedan gripados cuando se entrecruzan con la política y los grandes intereses económicos. 

Estos abusos del poder judicial y su instrumentalización se simplifican con la denominación de lawfare. Pero creo que estamos ante algo más amplio y complejo. Hace tiempo que los tribunales superiores, también el Constitucional –que no es propiamente poder judicial–, han olvidado el principio de autocontención en el ejercicio de sus funciones. Lo que los ha llevado a entrometerse en las tareas propias del legislativo en su función de elaboración y aprobación de leyes. Incluso a auto arrogarse deberes que nadie les ha encargado, como el de “salvar el Estado”. Esto es lo que sucedió, en el marco del procés, en 2017 y continúa aún hoy.

El lawfare no es, como en ocasiones se afirma, guerra judicial, sino guerra jurídica. Se trata de la instrumentalización del sistema judicial como mecanismo de acción política para atacar, neutralizar y, en ocasiones, como sucedió con Mónica Oltra, acabar con el adversario político. 

En algunos casos se cuenta con la complicidad de jueces o tribunales y en España tenemos múltiples ejemplos en la última década. Pero no siempre es así. La colaboración que siempre resulta imprescindible para que exista lawfare es la mediática. Las denuncias falsas no tendrían ningún efecto político si no fueran acompañadas de la cooperación necesaria, en muchos casos protagonista y determinante, de un medio de comunicación. 

La endogamia entre política y medios es tan vieja como el periodismo. También la figura del director de un medio queriendo marcar la agenda política, incluso la actuación de un determinado partido político u organización social. Es la conocida erótica del poder de los editoriales que, al parecer, produce momentos orgásmicos. 

Pero lo de ahora es de mucha más trascendencia. En contra de lo que se afirma, esta perversión de la democracia no se limita al mundo de algunos digitales, especialistas en fakes. Estos seudo medios y falsos periodistas solo son la expresión más degradada de un trastorno democrático mucho más profundo, en el que participan medios de los considerados “solventes”. Y no solo dentro de la M-40. En Catalunya también cuecen habas y en Barcelona a calderadas. Se trata de un fenómeno que hunde sus raíces en la doble crisis que sufren los medios de comunicación, de función social y económica. 

Nos equivocaríamos mucho si fijáramos la mirada del momento en la situación y decisión personal de Pedro Sánchez. Estamos ante uno de los grandes retos de nuestra sociedad y requiere un enfoque y respuestas colectivas. Sea cual sea la opinión que se tenga sobre las intenciones de este movimiento del presidente, deberíamos aprovechar la oportunidad que nos brinda su carta para sacar lecciones y adoptar iniciativas políticas y también cívicas. 

Tenemos identificadas algunas reformas institucionales que permitirían reforzar la democracia, especialmente las que tienen que ver con la lucha contra la corrupción y los abusos de poder. No es fácil trasladar las ideas del papel a la acción política, pero hay medidas que no debieran ser complicadas. Por ejemplo, reforzar los mecanismos de transparencia y la protección de los denunciantes de corrupción. O limitar, exigir criterios objetivos de distribución y hacer trasparentes la financiación de medios de comunicación con recursos públicos. Se trata de evitar la colonización partidista de los medios y su utilización en la guerra sucia que practican algunos de ellos. 

El anuncio que debiera hacer Pedro Sánchez el lunes es el compromiso con una agenda de reformas con el objetivo de reforzar la democracia y su calidad. Y un emplazamiento a todas las fuerzas políticas y a la sociedad a pactar su contenido. 

No todo son reformas legales, necesitamos un mayor coraje cívico y también reforzar a las organizaciones sociales de la sociedad civil. 

La ciudadanía deberemos asumir también nuestra responsabilidad. La instrumentalización de los tribunales y los medios de comunicación en estos procesos de persecución política cuentan a su favor con una cierta complicidad de amplios sectores de la ciudadanía. Una mácula que no queremos abordar porque nos resulta a todos mucho más fácil culpar a políticos, partidos e instituciones. Obviando que estos abusos cuentan con la complicidad de amplios sectores de la ciudadanía a los que les parece bien que eso suceda cuando afecta a otros, especialmente si estos otros son adversarios políticos o no son de los “nuestros”. 

La democracia se debilita cuando la sociedad es débil en sus funciones de control de los poderes de todo tipo. Por eso la prioridad hoy, si queremos protegerla de quienes quieren golpearla desde dentro y de los “idiotas” que se desentienden del bien común, es reforzar la sociedad civil organizada. Esta es quizás la gran lección que nos deja la carta de Pedro Sánchez.

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