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La muerte del talento español

Colas y aglomeraciones en Capital Fest de Talavera. (Archivo)

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Para vencer, la planificación por sí sola no basta. Uno debe improvisar.

Isaac Asimov

Les cuento lo de la muerte de la esencia de nuestra sociedad ahora, no porque no haya reparado en ello antes sino porque en este su momento de asueto van a darme la razón. Lo venía sintiendo desde que acabó la pandemia. Un nosequé que me amargaba un poco las salidas, algo que me inquietaba en mi relación con el mundo. No era solo esa masificación inaudita de todo -¿de dónde sale tanta gente?, ¿dónde se metían antes?, ¿es que nadie puede parar ya en casa?- sino una sensación más difícil de aprehender que empezaba a convertir la ciudad que amo en un ente más incómodo de vivir, más difícil de entender. Esa sensación no era individual. Hablando con unos y otros -taxistas, compañeros, gentes en las tiendas- comprobé que no era la única que sentía que algo le había pasado a Madrid tras el embate de la epidemia que la había vuelto más antipática. Según fui viajando me di cuenta de que no era un fenómeno exclusivo del foro sino común a muchos lugares, incluso a los especialmente queridos. 

Lo que sucede, apreciados lectores, es que durante la emergencia sanitaria asumimos cuestiones imprescindibles para la supervivencia que han sobrevivido a la emergencia. Suena lioso, pero es palmario. La más importante de ellas es el fin de la improvisación en los planes, la rigidez de la reserva, la necesidad absoluta de prever con tiempo dónde comer, dónde beber, qué ver o dónde ir, tal vez incluso a quién amar. Si no me equivoco, el único sitio en el que no hace falta citarse son las tiendas y eso apurando mucho, porque también las hay que con la afluencia de extranjeros para comprar Tax Free exigen también una reserva de hora para pasarse. Te sacan un riñón y además haces fila, el colmo del tonto. 

¿Dónde ha quedado ese deambular sin rumbo para descubrir, de pronto, un rincón en el que el deseo te impele a permanecer un rato más, un restaurante que coquetea con tus ganas de sentarte a disfrutar y charlar, una exposición o un monumento que a pesar de estar al lado un día cualquiera sientes el deseo irrefrenable de visitar? Así descubrí yo, por ejemplo, hace más de un cuarto de siglo el Museo Sorolla, que languidecía olvidado muy cerca de mi casa, sin publicidad, sin colas y hasta sin seguridad, pero esa es otra historia. Hasta que un día, al pasar, me entraron unas ganas locas de meterme al patio mediterráneo que lo rodea a resguardarme del sol oyendo el murmullo del agua y, al rato, decidí penetrar en su oscura penumbra para quedar encantada bajo la luz del valenciano en su pintura. ¿Creen que ahora eso es posible? ¿Saben hasta dónde llegan las filas? No he intentado siquiera mirar con cuántos días hay que sacar entradas. Sucede con El Prado, donde era tan fácil perderse un día de labor por la mañana; antes, en un tiempo olvidado en el que la vida era fácil y alegre y feliz y contaba con un arte especial para disfrutarla. Ese arte de la improvisación que también acompaña a la música o al teatro o a un buen bailaor de flamenco. Improvisar es vivir. La vida es pura improvisación. 

Hasta ahora. 

¿No les aburre tener que saber un lunes si querrán cenar fuera el jueves o el domingo? Una cosa es establecer una cita con las amistades y otra no poder errar con tu pareja y decidir, así, de pronto, en un golpe de ganas, quedarte a comer o a cenar o a tomar algo porque tú lo vales, porque te apetece, porque la vida está hecha de pequeñas cosas. De todas las “experiencias” que dicen que venden, nos han matado la más enriquecedora. Que si el turno, que si la reserva, que si no quedan plazas, que si tiene que irse porque llegan otros. Adiós a las sobremesas, hola a la mercantilización. La dictadura hostelera, la llama un allegado. Hay restaurantes que estudian incluso pedir la tarjeta de crédito para hacer un cargo si se anula con poco tiempo la reserva o simplemente no se acude y, la verdad, una cosa es ser educado y llamar cuando no piensas acudir y otra es la coerción de reservar con tres meses de antelación y con cargo adicional por anulación sobrevenida. ¿Estamos locos? Estamos... o están. 

Sucede que no somos suecos ni norteamericanos, que lo nuestro no ha sido nunca “calentar agendas” -así le dicen ahora- sino sacarnos planes de la manga, improvisar, vivir al día, montarnos la jarana cuando nos lo pedía el cuerpo y tener siempre opciones para darle hueco a la vida. Ahí fuera hay gente reservando las vacaciones de un año para otro por si no queda sitio; parejas cerrando las bodas con dos años de antelación -¡ay, madre, cuántos ni llegarán!-, gente que hiperplanifica por miedo a perderse algo, ese estúpido acrónimo FOMO, sin saber que así se pierden ellos y pierden la espontaneidad, la salsa de la vida. Matamos a golpe de ansiedad el talento español por antonomasia, el de improvisar, el de vivir al filo, el de hacer de nuestra capa un sayo. 

Parece que la juventud tiene miedo al vacío del calendario, a ser el pardillo sin planes, a quedarse a verlas venir no se sabe cuándo. La rigidez sólo produce fracturas. Fluir es el mejor consejo. Ya veremos, dijo el ciego y nunca vio, pero tampoco lo hubiera hecho de haberse decidido con mucha antelación. 

Hastío de redes sociales espoleando a la peña a ir a los mismos sitios a la vez para no quedarse sin estar. Uno puede vivir perfectamente sin eso. No te tomas ese tiramisú, ni comes en ese restaurante, ni te haces la foto en esa calle ¿y qué? Al menos serás libre para vagar, para improvisar, para esa espontaneidad que es la chispa de la vida. No voy a ningún sitio que exija hacer fila ni reservar con un plazo exagerado. Es una opción personal, lo sé, pero es mi lucha por recobrar la incertidumbre, el capricho, el talento de la vida a salto de mata, o sea, la vida tal y como llega. Comerse la vida a bocados, sin reserva previa. El que lo probó, lo sabe.

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