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A ver si el PP acepta la realidad de España

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, con el candidato de su partido a lehendakari, Javier de Andrés.

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Hace años, cuando aún no habían entrado las teles privadas en España, circulaba un chiste sobre un programa de debate en TVE que registraba crónicamente una audiencia insignificante. En uno de los debates, el presentador cedió el micrófono a uno de sus reporteros para que informara a los televidentes cómo estaba “el pulso de la calle”. “Uno a favor, uno en contra”, informó muy serio el periodista. El presentador dio paso abrupto a la publicidad, fue a zancadas donde estaba el reportero y le gritó iracundo: “¡En porcentajes! ¡Cuántas veces te tengo que decir que en porcentajes!”.

Evidentemente, no es lo mismo decir que un 50% está a favor y un 50% en contra que admitir que solo has recibido dos llamadas del público. Esta diferencia entre porcentajes y números absolutos la entienden muy bien los partidos políticos, sobre todo a la hora de valorar ante los medios de comunicación los resultados electorales. Cuando la realidad de los números absolutos (véase escaños) no es todo lo alentadora que se quisiera, siempre queda el recurso de hurgar entre los datos del escrutinio hasta dar con algún porcentaje amigable que permita transmitir a la galería un mensaje de optimismo. “Hemos subido en más de 2,45 puntos porcentuales respecto a las últimas elecciones”, proclamó la secretaria general del PP, Cuca Gamarra, ante la prensa tras los comicios vascos del domingo. En efecto, subieron del 6,78% de los votos totales en 2020 al actual 9,23%; réstense ambas sumas y se obtienen los 2,45 puntos de diferencia.

Gamarra habría podido también alardear de que el número total de votos del partido se disparó un 60,2%, al pasar de 60.650 de hace cuatro años (en coalición con Ciudadanos) a los 97.149 de ahora, lo cual también sería cierto. Sin embargo, y aun reconociendo que el PP mejoró sus resultados, la cruda realidad que queda después de desbrozar la manigua de porcentajes es que apenas obtuvo siete de los 75 escaños del Parlamento vasco, que solo sacó uno más que en las elecciones anteriores, que quedó en cuarto lugar en número de votos y escaños y que sigue sin pintar en las dos comunidades –la otra es Catalunya– que, con tozudez inquebrantable, desbaratan una y otra vez en las urnas la pretensión del PP de encarnar la unidad de España.

El PP tuvo momentos mucho mejores en Euskadi. Bajo el mandato de Aznar llegó a ser en dos ocasiones el segundo partido en esa comunidad, lo que consiguió en buena medida atizando el clima de confrontación entre el nacionalismo español y el vasco con los asesinatos de ETA como telón de fondo. Aquel ambiente de polarización extrema dejó descolocados a los socialistas. En los comicios de 2001, el PP obtuvo unos resultados que difícilmente volverá a igualar: 326.933 votos y 19 escaños. Pero ni siquiera esas cifras inusitadas le sirvieron para convertirse en un actor decisivo en la política del País Vasco. No encontró ningún socio que se aviniera a tejer una alianza de gobierno. Y con el paso del tiempo aquel voluminoso suflé popular se desinfló.

Más alla de números y porcentajes, el problema de fondo del PP es que nunca ha entendido la pluralidad de España. O la entiende, pero se resiste a aceptarla, como lo dejó en patética evidencia Feijóo al considerar que su victoria en votos en las generales le daba acceso automático a la Moncloa. Le ocurría en la época de Aznar, cuando ETA mataba. Y le ocurre ahora, cuando ETA ya no existe. Su única vía de aproximación a Euskadi es la confrontación, intentando relativizar la singularidad del pueblo vasco y denigrando a las fuerzas políticas que representan posiciones soberanistas. La actitud agresiva hacia los nacionalismos vasco y catalán, muy distinta a la conllevancia que predicaba Ortega y Gasset, entronca con la arcaica noción unitaria de España de la derecha, pero responde también a la estrategia mucho más prosaica de cosechar apoyos electorales en los otros territorios del Estado mediante la agitación permanente del espantajo antiespañol. El PP dedicó parte de su campaña de estas elecciones a presentar a EH Bildu como una prolongación de ETA y a exigir al candidato de esa formación, Pello Otxandiano, que reconociera que ETA fue una organización terrorista. La artillería, dirigida desde Génova, apuntaba no solo a los comicios vascos, sino, sobre todo, a las alianzas que garantizan en Madrid la gobernabilidad de Pedro Sánchez, que es lo que importa a Feijóo. Muchos medios, incluso progresistas, asumieron el mismo marco narrativo. Por supuesto que sería deseable que el mundo abertzale ajustara por completo sus cuentas con el pasado. O que el Sinn Fein, por citar un caso próximo, lo hiciera en el caso del IRA, lo que no ha impedido la normalización y pacificación de Irlanda del Norte. O, para no salir de nuestras fronteras, que el propio PP, fundado por seis exministros franquistas, condenara de manera solemne e inequívoca –no agazapado en una ambigua proposición no de ley como hizo en 2002– el golpe de Estado del 36 y la feroz dictadura, lo que no ha impedido que en España haya una democracia consolidada.

En su lectura de las elecciones vascas, el PP ha vuelto a demostrar que no entiende, o no acepta, la realidad de España. Para su secretaria general, el excelente resultado de EH Bildu es fruto del “blanqueamiento” de la formación que ha propiciado Pedro Sánchez en Madrid. Esta interpretación no es sólo un insulto para los más de 340.000 votantes abertzales, por relacionarlos implícitamente con el terrorismo, sino una demostración más de cómo el centralismo madrileño desdeña la existencia de dinámicas políticas propias en los territorios, sobre todo cuando se trata de Euskadi y Catalunya. Esas dinámicas se manifiestan con especial nitidez en las elecciones municipales, en las que los electores suelen votar sin mayores interferencias de la política estatal. Un vistazo a las cuatro últimas elecciones locales muestra que EH Bildu (en 2011, Bildu-EA) fue el segundo partido más votado en todas, con un porcentaje de voto que oscila entre el 23,4% y el 29,2%. En 2015 estaba el PP en la Moncloa, con lo que los buenos resultados de la formación abertzale no se podrían atribuir a un supuesto blanqueamiento. Lo que ocurría, simplemente, era que la realidad de Euskadi estaba cambiando y el PP no sabía, o no quería, verlo.

Pronto son las elecciones catalanas. Es posible que el PP tenga también tras esos comicios porcentajes interesantes que mostrar. Pero, una vez más, como ha sucedido en el País Vasco, comprobará que algo sigue sin encajar en su pretensión de encarnar la unidad de España.

       

 

   

  

  

 

   

  

 

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