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CENSO 2022 Crónica
En el imperio de la estadística y la posverdad: contar la Argentina con un lápiz, una goma Dos Banderas y sin app

Censo 2022 en las islas del Delta

Alejandro Seselovsky

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A las siete y media de la mañana, sentado en el pupitre que será de Olivia o de Santino, frente a un pizarrón con restos del abecedario en minúscula cursiva, me entero que Cens.ar, la aplicación que estuvimos configurando estas últimas semanas, aprendiendo a usar, leyendo sus tutoriales, bueno, que está caída. Así que, en esta aula con aire a sudor de niño que vuelve del recreo, se nos reparte una noble bolsita con la que habrá que salir a la calle y censar. La bolsita te trae: un lápiz negro, una goma Dos banderas y un sacapuntas de color. Me tocó amarillo. No me gusta. Le pido al censista de al lado si no me lo cambia. Bien. Ahora mi sacapuntas es rojo. Otra cosa.

Después, los quince que estamos acá, como al resto de los censistas que están en el resto de las aulas de esta escuela sobre la calle Moldes, recibimos una bolsa más grande donde te viene: una pechera de papel símil tela, cuadrada, gigante, que te hace las hombreras de Leonardo Simons. Un cartoncito que tenés que llenar con tu nombre y tu DNI y será tu credencial. Un mapa de tu recorrido. Una planilla con las casas donde deberás tocar el timbre. Y otra planilla donde, a lápiz, deberás anotar provincia, localidad, comuna, sección, radio, segmento, lote, número de manzana, lado de la manzana, código de la calle, nombre de la calle, número de puerta, piso y departamento. Todos estos datos, 40 veces porque a cada uno de nosotros nos tocan 40 hogares.

Listo, ahora sí, nos, los censistas de la Juan Bautista Alberdi, munidos de nuestras herramientas, con la insigne dignidad de nuestras pecheras, salimos a contar la Argentina, a contar a los argentinos, de a uno. A golpe de lápiz, goma y sacapuntas. 

Llego a mi primer edificio: Ciudad de la paz al 2100. Timbre. Buen día, del Censo. Una voz en el portero eléctrico me responde: “Disculpá, esto es un Airbnb, ya mañana nos vamos”. Escucho el crujido latoso del tipo colgando el auricular. Quedo impávido frente al tablero. En el reflejo del bronce puedo ver toda mi desorientación. Es un poco penoso el sujeto que tengo enfrente: un censista con una planilla que tiene 500 cuadraditos y que no sabe dónde meter la cruz. Un censista que quiere estrenar su lápiz, y después quiere equivocarse para poder estrenar su goma, pero que quedó ahí parado, preguntándose cómo se censa un Airbnb.

Me siento en el cordón a considerar la situación. Los nudos de la pechera que me hice a los costados revientan y ahora lo que llevo puesto es un babebro que flameará con la ventisca de las esquinas. Pienso en llamar a Susana, mi jefa de radio, que quedó en la escuela preparando la recepción de datos para enviar al Indec. Le escribo. Me dice que banque porque está con otras consultas. Pienso que todos debemos estar llamando a Susana.

Abro mi planilla, que no es una planilla sino más bien un revistón de ocho hojas con una cantidad de opciones para completar que la vuelve un poco ingobernable. Encuentro el punto 4 que dice: marque el motivo por el que no se realizó la entrevista. Y abajo te muestra seis opciones. La vivienda es un consultorio, no. La vivienda está en construcción, tampoco. La vivienda se usa para vacaciones, fin de semana, como segunda residencia u otro uso temporal, ¡sí! Listo, me quedan 39 timbres.

El imperio de la estadística

En un mundo donde la Verdad es un artefacto en crisis que ha perdido razón categórica y en una era donde tuvimos que inventar el fact checking de escala industrial porque el sujeto y sus compuestos ha logrado imponerse por sobre la crasa materia, bueno, nos queda el número, esa cueva donde ir a refugiarse de la posverdad y la muerte de la certidumbre.

Para validarse un artista no presenta su obra, presenta sus views. Infobae anuncia su número de visitantes únicos como si eso hablara de la calidad de su periodismo y no de, por ejemplo, su número de visitantes únicos. El Chino Darín fabrica el meme de “si la defino la limito” y hoy la Argentina se define y se limita por el 6 por ciento de su inflación de abril y el 58 por ciento de su inflación interanual. Cecilia Todesca puede decir en la mañana de las radios que ese número obedece a un contexto inflacionario mundial, pero eso no convierte a 6 en 5, sigue siendo 6.

En un mundo donde la Verdad es un artefacto en crisis que ha perdido razón categórica y en una era donde tuvimos que inventar el fact checking de escala industrial, nos queda el número, esa cueva donde ir a refugiarse de la posverdad

El algoritmo no se equivoca. Stalkeo tuiteros de Rosario Central después de que le ganamos el clásico en cancha de ellos y un mes después me llegan todas despedidas de Marco Ruben. El algoritmo no sabe de mi goce íntimo, no concibe lo que siento cuando leo al pueblo canalla abriendo fuego sobre la pobre criatura conocida como Killy González. Solo sabe que leo cosas de un club y me envía más cosas de ese club. El aglortimo es estúpido, pero no se equivoca porque cruza variaciones secuenciales, ordenadas y numéricas, y los números son la Verdad.

En la segunda mitad de los noventa, cuando empezamos a conectarnos a Internet, creíamos que el boom tecnológico que ya asomaba terminaría robotizándonos, transformándonos en autómatas corte ¡meh! Veinticinco años después, las redes son un hervidero de pasiones al pedo, una olla de odios y contraodios -que no debieran ser confundidos con el amor; una democracia boba y sobregirada donde a nadie le importa la verdad, la verdad que se mate, acá lo que importa es el Yo.

Frente a este panorama desolador, dame los números, abrigame de estadísticas, salgamos a censar.

Códigos

El segundo timbre que toco es el del encargado, que debió haber sido el primero para informarle que el Censo ha llegado a su edificio. Pero el encargado no está porque, claro, hoy hay un Censo Nacional y para que eso sea posible hay que declarar feriado en todo el territorio. Y como es feriado el encargado no trabaja, pero entonces ¿Cómo censás al encargado? Van dos timbres y esto ya es un pantano.

Sale la chica de las suplencias, que viene muy de vez en cuando y no conoce a los vecinos. No tiene idea de cuántos consultorios, oficinas comerciales o unidades vacías hay distribuidas en estos nueve pisos, lo que hubiera ayudado al tenue proceso de cuantificación que estoy arrancando. No importa, vamos por los timbres que hagan falta.

Hola, del Censo. Hola, sí, ya bajo.

Tenemos una recomendación de no entrar ni a los edificios ni a las casas. Parece una recomendación saludable, pero la señora que viene caminando desde el fondo del pasillo viene abrazándose sola y con los hombros en la nuca. Me abre y me dice: pasá que me congelo.

Ahí, en el palier, me canta rápido sus números del censo digital que lleva anotados en un papelito. Esta operación es la ideal porque evita toda la entrevista. Solo hay que hacer dos preguntas más: cantidad de mujeres que habitan el hogar, cantidad de hombres, muchas gracias, que tenga buen día. Siguiente.

Las formas en que las personas entregan su código de censo digital es amplia y expresa toda nuestra diversidad. Bajan y te abren. Bajan pero pero no te abren, te pegan el teléfono al vidrio de la puerta y esperan que lo copies. La pantalla del teléfono se oscurece, tenés que avisarle que lo vuelva a poner. Te hacen subir y te lo dicen con la puerta entreabierta, en algunos casos sin sacar el pasador. Te hacen subir, te hacen pasar, te invitan a sentarte, van a buscar el código, escuchás ruidos de cajones, vienen, te lo dictan, te acompañan hasta abajo.Te lo cantan directamente por el portero eléctrico. 

Todo de golpe parece haberse facilitado. Pero no.

Buen día, del Censo. Sí, pasá.

El señor alquila, tiene 68 años, es restaurador de muebles y me pregunta si hay preguntas sobre ser gay porque él sí es gay. Le digo que no. Amabilísimo, me dice: yo no tengo problemas.

Empiezo mi primera entrevista del día. Las preguntas de mi planilla son las mismas preguntas de la versión digital: si cocina con gas o con electricidad, si usa agua de red pública, si tiene descendencia afroamericana o de raza negra, si ha trabajado más de una hora en la última semana.

El señor es claramente blanco y puede decirse de él que fue rubio. Cuando le pregunto si se reconoce parte de algún pueblo originario, con un tono distinto al resto de sus respuestas, una octava por encima digamos, me dice: tengo sangre paraguaya. Frente a la contestación afirmativa, paso entonces al ítem siguiente: ¿de qué pueblo originario se siente parte?

-Guaraní.

Perfecto. Me voy de su casa pensando qué habrá respondido diez años atrás. No recuerdo si en el Censo anterior la pregunta de los pueblos originarios estaba incluida, pero en cualquier caso ¿Qué curva cultural se ha formado desde entonces hasta hoy, qué nuevo paradigma y flujo de conciencia existe sobre este punto y cómo ingresó en este caballero en particular y en las personas en general, que ha sucedido con la comunicación de ciertos asuntos para que un rubio del barrio de Belgrano se declare Guaraní?

Sobre la calle Amenábar, o tal vez fuera Echeverría, una casa con jardín tiene un changuito de hacer las compras, de los de tela con tapita, que está parado justo detrás de las rejas. En el frente, una hoja arrancada de una agenda con fecha abril 18 informa el código del censo digital varias veces repasado en rabiosa birome negra. No hay manera de saber cuántas mujeres ni cuántos varones viven en esa casa, así que esos datos no serán transferidos por niguna planilla, pero el censo lo hicieron y como querían irse esta es la forma que encontraron de informarlo.

Empiezo a ver cantidad de porteros eléctricos con papelitos pegados que informan piso, departamento y código. Para mucha gente esperar al censista no es plan. Para otra, sí. Una chica baja, me da el código y me regala un huevito Kinder. Me tocó el muñequito de un unicornio celeste. Lo atesoraré por siempre.

Otro departamento, otra mujer que me hace pasar. Tiene 51 años, vive con la mamá y me dice que no tengo por qué saber cómo se llama. Le digo que es verdad, así que solo anoto su nombre de pila o lo que ella me dice que es su nombre de pila. Igual con su señora madre. Cómo en el caso anterior, responde todas las preguntas con una llanura monocorde hasta que le pregunto por su eventual pertenencia a los pueblos originarios. Me dice que tiene una tía en Córdoba. Nos quedamos un segundo en silencio esperando que la respuesta termine de volverse un sí.

Listo, es un sí.

Nuevamente, la afirmativa me envía a la pregunta de qué pueblo originario se siente parte. Me dice que no sabe. Le digo que si es de Córdoba serán Comechingones. Debe ser, me dice. Anoto: co. Me. Chin. Gón. Salgo. Afuera no me esperan las sierras cordobesas me espera la Plaza Noruega. Vale igual.

Fondo

Son las cuatro de la tarde y ya estamos todos de regreso con nuestras planillas completas en la escuela de la que salimos hoy temprano. Empieza, ahora sí, el trabajo realmente agotador. Con un lápiz que ha perdido un treinta por ciento de su volumen, hay que corroborar cada casillero, sumar los hombres, las mujeres, establecer los subtotales, sumar todo, establecer el total y preparar el informe por planilla que viajará al Indec para que, en unas horas, tengamos un número provisorio de cuántos somos y, en unos días, un número definitivo. Contar la Argentina, borrando con un ángulo de la goma, bien chiquito, artesanal, donde entró el número que no era, soplando sobre lo recién borrado, volviendo a escribir. Contar argentinos, de a uno, a punta de lápiz negro, buscando, en el fondo de los números, un poco de eso que ya no sabemos ni dónde buscar. Solíamos llamarlo la Verdad.

 

 AS/SH

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