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COLUMNA NÓMADE

Ahora me llaman nadie

El actor irlandés Andrew Scott en una escena de Ripley.

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En la vida nos preparan para poder “ser alguien”. Pero qué pasa cuando alguien quiere ser nadie. O mejor aún, después de ser alguien –una leyenda en la comunidad, una figura representativa en algún deporte, alguien celebrado en un barrio– trata de desaparecer. O tiene fantasías de desaparición, que no tienen nada que ver con la idea de quitarse la vida, sino de entrar en algún programa protegido de testigos de esos que te dan en los Estados Unidos mientras te pagan todo y te ponen otro nombre. Pero tenés que haber hecho algo –delatar, por ejemplo, atestiguar contra alguien poderoso– incluso para eso, para conseguir una plaza en un barrio alejado del FBI.  

Recuerdo una película del género del spaguetti western dirigida por Tonino Valeri y cuyo productor –algunos dicen que también la codirigió– era Sergio Leone. Contaba la historia del vaquero Jack Beauregard –encarnado por Henry Fonda– que decide abandonar América porque quiere enterrar la leyenda de justiciero que lo perseguía. Piensa viajar a Inglaterra e iniciar allá una nueva vida. Para tomar el barco a Inglaterra tiene que viajar a New Orleans y es en este tramo del viaje donde se encuentra con alguien que simplemente se llama Nadie y que es encarnado por Terence Hill, el famoso Trinity de las películas de vaqueros. Este Nadie es un admirador de Jack y encuentra la forma de que su admirado vaquero desaparezca de una manera romántica. La película llegó a los cines en el 73 como Ahora me llaman nadie.  

En Tom Ripley, el personaje de Patricia Highsmith, encontramos otra vez esa obsesión por ser nadie de una manera tenaz. Ripley falsifica todo y parece no tener extimidad. Puede ocupar otras identidades con una solvencia extraordinaria, básicamente porque su cara es difícil de recordar: Ripley es ese compañero de colegio que mirás en una foto vieja y no tenés idea de quién pueda ser. No tiene rasgos notables, no tiene una voz singular, casi parece que sale movido en las fotos y por lo general no aparece en el centro de nada sino que siempre está en la periferia. Como maneja a la perfección el arte de ser nadie, sabe que, como sucede en los cuadros de Caravaggio, todo se configura según cómo pegue la luz sobre cierta escena, sobre cierto rostro. Pero todo le cuesta mucho. Cuando Ripley asesina para sacarse de encima a esos que quieren que sea algo, tiene que subir y bajar infinitas escaleras con los cadáveres, limpiar la sangre que dejan los restos, ir una y otra vez a borrar huellas, buscar documentos, mover cuerpos. Es de alguna manera Sísifo empezando una y otra vez a cargar la piedra que usó para matar a alguien de un buen golpe en la cabeza.  

A Borges le encantaba un relato de Nathaniel Hawthorne que contaba la historia de un antepasado de Ripley: Wakefield. Un hombre que decide irse de la casa donde vive con su esposa para alquilar una casa a la vuelta y desaparecer primero durante una semana, después durante un mes hasta que finalmente pasan diez años. Wakefield quiere ser nadie para poder ver qué siente su mujer cuando asume que quedó viuda. Suele pasar de manera impertinente frente a la puerta de la casa, vigila a la mujer de lejos y se promete que en breve volverá. Pero algo creció en él la primera noche que pasó sólo y eso no va a parar. Hasta que después de diez años, Wakelfied se cruza de golpe con su mujer en la calle y ninguno se reconoce. Hawthorne, escribe: “En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor –y los sistemas entre sí, y todos a todos– que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar. Corre el albur de ser Wakefield, el paria del universo”. Cuando uno entra en la rueda de un sistema judicial, entra en un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables. Por eso Kafka es un hermano de Hawthorne.  

Adrián Dárgelos acaba de publicar un libro que se llama La voz de nadie. Hay ahí un trabajo contra la voz personal, esa que sólo balbucea sentido común. Entre las muchas personas que uno puede ser, alguien decide desertar del ejército de la personalidad, y deja poemas como éste: En el único lugar/ en el que todavía queda oro,/es entre las páginas de un libro/El secreto de la tristeza / de las primeras cosas/ presente en todo/ imposible/ entender de una sola vez/el camino/ donde convertirse en nadie. 

 

FC/DTC

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