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QUÉ ESCUCHAR

El músico que jamás se llamó Amadeus

El actor Tom Hulce como Mozart, en "Amadeus", el film de Milos Forman.

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Una risa maniática. Un compositor envidioso y despreciado. Un Requiem encargado por un mensajero misterioso. Y un nombre falso. Cada uno de esos elementos trascendió ampliamente el mundo de la película de Milos Forman estrenada hace cuarenta años. Antonio Salieri –un compositor sumamente respetado, incluso por Mozart– se convirtió en un símbolo de la falta de talento y de la envidia, y hasta en personaje de una canción de León Gieco (“Los Salieris de Charly”). Y Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart devino Amadeus, un nombre que jamás usó y que debe su existencia a la edición parcial de su obra realizada en 1798 –ocho años después de su muerte– por la editorial Breitkopf & Härtel.

A Mozart no le gustaba su nombre. El delirio latinista de su padre le parecía gracioso y bromeaba diciendo que su apellido debería ser Mozartus. Leopold, sin embargo, cuando anunció el nombre del futuro Amadeus, en una carta al editor Johann Jakob Lotter, escribió: “... el niño se llama Joannes Chrisostomus, Wolfgang, Gottlieb”. “Gottlieb” significa “amor a Dios”, lo mismo que Theophilus –latinización de la palabra griega– y que Amadeus. Pero el compositor, que frecuentemente tradujo o adaptó sus nombres, lo hizo precisamente para evitar los artificiosos rasgos latinos. En Italia, alrededor de 1770, utilizó ocasionalmente el nombre Wolfgango Amadeo y, mientras estuvo en París, firmó algunas cartas como Amadè. Lo más cerca que estuvo del nombre que le dio la historia –y la película de Forman– fue en su acta de casamiento con Constanze Weber, en 1782, donde figura como Wolfgang Amade Mozart.

El guion de Amadeus había sido escrito por Peter Shaffer, como adaptación de una obra de teatro propia. En 1984, el film fue candidato a once premios Oscar, de los cuales ganó ocho –­entre ellos mejor película, mejor director, mejor actor, mejor actor secundario y mejor guion adaptado– y un año después se alzó con seis Globos de Oro –mejor película, mejor director, mejor actor y mejor guion–. La rivalidad con Salieri fue un recurso teatral para encontrar un conflicto: la risa del joven Wolfgang tal vez fuera exagerada, pero se acercaba mucho a la verdad. O, por lo menos, a una verdad que la obra de Schaffer y Forman insinúa con claridad: que para Mozart la comedia y el drama estaban a muy poca distancia una del otro y que, en realidad, sólo se trataba de dos maneras de mirar las mismas cosas.

La relación del Gran Arte con la risa siempre fue conflictiva. Hasta el punto de hacer que un bibliotecario ciego llegara al crimen con tal de mantener el ocultamiento que la iglesia había hecho de la parte perdida de la Poética de Aristóteles, aquella en que hablaba de la comedia. El nombre de la rosa, la novela policial y medievalista de Umberto Eco, era una especia de gran chiste erudito empezando por su mención “borgiana” a un texto perdido y encontrado en una librería de viejo de Buenos Aires y, por supuesto, al nombre del bibliotecario ciego, Jorge de Burgos. Pero, sobre todo, desarrollaba allí –algo que se sorteaba, con buen criterio, en la adaptación cinematográfica de Jean-Jacques Annaud, ­en la que también actuaba F. Murray Abraham, el Salieri de Amadeus– las ideas de Mijail Bajtin acerca del origen de la novela moderna. La tradición lo situaba en la épica, siguiendo precisamente a Aristóteles. Y Bajtin, en cambio, lo ubicaba en la comedia; en la literatura carnavalesca. Allí donde aparecían muchas voces distintas. El teórico ruso hablaba de polifonía y encontraba su genealogía en el arte bastardo. Mozart, con su risa enloquecida pero, fundamentalmente con su obra, había expresado lo mismo.

Bastaría como prueba la manera en que, en la carátula, caracteriza su ópera Don Giovanni, de 1787: “drama jocoso”. Pero hay una explicitación aún más clara en el primer movimiento de la Sinfonía Nº 41, escrita el año siguiente. Y es que si después de Don Giovanni Mozart escribió tres óperas más, en el caso de la Sinfonía Nº 41 esta fue la última, como si hubiera pensado que ya no había nada más para decir en ese campo. ¿Qué es lo que sucede allí? Que Mozart transgrede la forma convencional de los primeros movimientos de sinfonías, cuartetos de cuerdas, tríos, quintetos y sonatas –una forma que él había contribuido a cristalizar y que se conoce, genéricamente, como Forma Sonata–. Y esa transgresión está plasmada de tal manera que, además, se burla de las diferencias entre lo “alto” y lo “bajo” y entre lo “serio” y lo “buffo”.

La Forma Sonata es considerada el non plus ultra de la abstracción. De la “música pura”. Y, sin embargo, es una forma dramática. Es la adaptación musical, de manera casi literal, de una pieza teatral: la presentación de dos personajes (exposición de un primer y un segundo temas contrastantes entre sí) y conflicto (desarrollo),más una reexposición, donde los dos temas (o personajes) han conciliado de alguna manera (esta vez suenan en una misma tonalidad, o con la misma escala) y un final feliz (la coda). Una forma que, por otra parte, aparece y va primando sobre otras en una época de gran expansión de la alfabetización, y en que los libros y el teatro comienzan a ser consumos habituales de los habitantes del burgo, los burgueses.

En esta última sinfonía de Mozart, luego de una especie de obertura, bastante marcial –que es, también, una alusión a lo teatral–, aparece el primer tema y, en el minuto 1:31 de la versión dirigida por John Eliot Gardiner, se enuncia el segundo. A los 2:10 hay un corte y comienza un pasaje que remite al espíritu de la obertura y debería ser el enlace al desarrollo. Pero no. Allí, en el minuto 2:42, aparece un tercer tema, desde la nada. Y no es cualquier tema. Es el de un aria de ópera doblemente “bajo”. Proviene, en efecto de un aria para la voz de bajo. Es, además, un aria cómica. Pero eso no es todo: es un aria bastarda. Ilegítima, sin padre. Mozart la escribió para una ópera ajena. Su título era “Un bacio di mano” y la compuso a pedido para Le gelosie fortunate de Pasquale Anfossi (el mismo tema fue plagiado más adelante por Gaetano Donizetti, seguramente sin saber que era de Mozart, para un dúo del segundo acto de El elixir de amor).

A partir del minuto 3:14 se repite toda la exposición. No había discos y casi toda la música se escuchaba por primera vez, o sea que había que repetir los temas para que luego, en el desarrollo, se los pudiera recordar. Y cuando el desarrollo comienza (6:26), lo hace, luego de una muy pequeña transición, justamente con el tema bastardo que, a poco de presentado nuevamente, se convierte en sujeto de una fuga, la más abstracta, la más pura, la más matemática de las formas. Mozart dice allí lo mismo que en Don Giovanni –y que en la risa de Amadeus– y que Eco afirma en El nombre de la rosa ­como había dicho antes Bajtin: no hay novela ni drama sin comedia. Ni lo alto existe sin lo bajo. “Hegel diría que la historia se repite”, decía Karl Marx en el comienzo de El18 Brumario de Luis Bonaparte. “Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Mozart fue más radical: todo es un drama jocoso.

Apostillas al nombre de la risa 

Así como el fenómeno de Los tres Tenores no aumentó en nada las ventas de discos de ópera alguna ni de ninguno de los tres cantantes por separado, la explosión de ventas del álbum con la música del film Amadeus no provocó ningún efecto comercial sobre la obra de Mozart. No hubo más gente que sacara entradas para las representaciones de sus óperas o los conciertos con sus composiciones o que adquiriera otros discos con su música. Lo mismo había sucedido con su Concierto para piano Nº 21 –el segundo movimiento se había utilizado como música de la película sueca Elvira Madigan, dirigida en 1967 por Bo Widerberg y hasta había discos que habían rebautizado la obra como “Concierto Elvira Madigan”– o con el movimiento lento del primer sexteto para cuerdas de Johannes Brahms que muchos identificaban como “la música de Los amantes” en referencia a la película de Louis Malle. En el plano local sucedió algo similar con la música del teleteatro Pobre diabla, con Soledad Silveyra y Arnaldo André. Nunca en ninguna parte el bueno de Arthur Rubinstein vendió tanto con su interpretación del Concierto Nº 1 de Fréderic Chopin, aunque lo que sonaba en la televisión no era exactamente eso. Se trataba de una adaptación realizada por el inefable Alain Debray, uno de los seudónimos comerciales de Horacio Malvicino.

Resulta más interesante reparar en el efecto indeleble que ciertas músicas tienen sobre algunas imágenes –o lo contrario–. Y, en dos casos, el responsable involuntario es Richard Strauss, con el impactante comienzo del poema sinfónico Así habló Zarathustra. La primera, como drama, en 2001 Odisea del espacio. La segunda, como farsa, en la primera escena de Barbie, de Greta Gerwig, que, por supuesto remite a Stanley Kubrick.

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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