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COLUMNA NÓMADE

No comas la nieve amarilla

Kevin Costner es John Dutton en Yellowstone.

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De un tiempo a esta parte vimos cómo los juguetes para los niños eran en realidad ansiolíticos para mover las manos transpiradas, apretar algo esponjoso para la ansiedad, combatir el aburrimiento preparándolos para cuando llegue el momento de su primer celular. Yellowstone, la serie escrita por Taylor Sheridan y protagonizada por Kevin Costner es una saga para combatir la ansiedad de los adultos. Ese tipo de nerviosismo que surge en las personas que piensan que siempre el día va a ser malo, malísimo. Y experimentan un goce en eso. Personas que podrían rubricar ese verso notable de Juana Bignozzi: “A veces tengo miedo de que seamos felices”.  

¿De qué trata Yellowstone? Es una mezcla de El Gran Chaparral con algunos toques de Sucession y algo de Faulkner. Una familia que tiene un rancho monumental en una zona hermosísima de Montana y que viene luchando por generaciones para mantenerlo. Es un western moderno. John Dutton (Kevin Costner) es el patriarca –voz aguardentosa, pocas palabras– y lo rodean sus hijos Kayce, Jamie y Beth, más un equipo de vaqueros en el que sobresale Rip, un capataz capaz de hacer todo por su jefe, incluso casarse con la hija. Creo que en el tercer o cuarto capítulo a Dutton se le muere un hijo, como aperitivo. Dutton llora solo en el granero. Pero supera la pérdida rápidamente –no sólo porque es un hombre duro– sino porque el aceleracionismo de la serie no tiene tiempo para largos duelos.  

Ahora lo sé: un capítulo de Yellowstone es la película que le obligan a ver al “drugo” Alex, en la Naranja Mecánica, para regenerarlo.   

Lo más impresionante de la serie es cómo los sucesos de capítulo en capítulo saltan a los tumbos y siempre hay algo que mueve a la escena, algo malo: puede ser un víbora en un caño donde el hijo de uno de los vaqueros está escondido, matan a una india en la reservación, tratan de violar a Beth y molerla a palos en su oficina o unos hermanos sanguinarios deciden tirar comida envenenada para el ganado durante la noche. En el envase de cada capítulo hay como seis o siete desgracias aseguradas, eso resulta en una catarsis hipnótica y la promesa de que todo siempre puede ir peor aun cuando suceda sobre los hermosos campos –de una belleza casi sobrenatural– de Montana. La serie tiene olor a alfalfa, huevos revueltos y café hervido.  

Y también están los hermosos caballos, galopando de un lado a otro. Resistiendo la dominancia de los vaqueros. Mostrando la aberración estética que es el centauro.  

Jamie (Wes Bentley), el hijo adoptado que al principio de la serie trabaja como abogado del padre, es el único que no es vaquero. Y resulta el personaje más complejo de todos. Tal vez porque sea el punto de almohadillado –como dice Lacan– en torno al cual se mueve el tapiz trágico de Yellowstone. A Jamie lo odian todos, incluyéndose él. Porque en una serie donde todos hacen un alarde de la identidad, él no sabe exactamente quién es, no tiene idea de porqué decidió ser abogado, sólo –suele decir– quiere proteger a la familia. Cuando en realidad tendría que estar preocupado por protegerse de esa familia.  

Alrededor de las fogatas a veces se acercan los lobos, pero estos son más buenos que Lassie comparados con los personajes de Yellowstone. En una escena Costner –interpretando a John Dutton, el patriarca– dice antes de bajar de su camioneta: “Por favor Dios, dame un día sin tantas desgracias”. Pero para los Dutton, que pelean por la tierra que a su vez le robaron a los indios y que a su vez quieren robarle las corporaciones a ellos (¿habrá un Farmacity o un Mercado Libre en la última temporada de Yellowstone, tratando de comprarles el rancho?) no existe el día perfecto al que le canta Lou Reed. A menos que el Diablo haya meado en la nieve. 

 

 FC/DTC

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