Crece la intolerancia. Cómo tolerarla es lo que le preguntaría a Fernando Tola, veterano filólogo, indólogo, políglota y traductor de filosofía y religiones de la India al castellano, si lo tuviese a mano. Nacido en Lima en octubre de 1915, Tola falleció un 18 de julio hace justo siete años, a los 101. Su compañera de toda la vida, Carmen Dragonetti, veinte años menor, también se fue de esta existencia un año y medio más tarde. Tola había cursado el secundario en España, Francia y Bélgica, donde aprendió inglés, alemán, francés, latín y griego, para luego añadir el dominio del sánscrito, pali, chino, tibetano, japonés y persa antiguo, entre otras lenguas. Doctorado en Letras en la Universidad de San Marcos, se instaló con Carmen en Nueva Delhi en 1964. En tiempos de peregrinaje hippie al Oriente, ambos se pusieron a estudiar y traducir los mayores clásicos budistas e hinduistas al castellano en forma directa y a realizar ediciones críticas de esos libros, una labor filológica exigente, señalando los sentidos y formas en que los distintos términos fueron usados en diversos textos, porque “no es posible una investigación seria en temas orientales basada en traducciones ajenas sin estudiar uno mismo los originales”, decía Tola cuando lo conocí, en 2008. En esos días estaba por cumplir 94 años.
Lo recuerdo con su figura leve, corbata y sombrero oscuro, andar ligero, erguido, elegante, recibiéndome en su departamento del barrio de Belgrano amoblado por libros en varios idiomas. Los de autoría suya y en coautoría con Dragonetti, casi todos sobre religiones y filosofía de la India, ocupaban cuatro largos estantes de una pared vecina al escritorio: eran unos cuarenta, publicados en Argentina, México, España, Italia, Gran Bretaña, EE. UU., Alemania, Japón e incluso en la India, en inglés. Entre ellos, primeras versiones de los Yogasutras de Patanjali, el Dhammapada y el Udana de Buda, el Rig Veda y el Bhagavad-Gita, ese diálogo de 700 estrofas entre Krishna y Arjuna en el campo de batalla, traducidos del pali o del sánscrito. Carmen contaba con una beca Guggenheim en su currículum. Fernando había sido profesor titular de Sánscrito y Filosofía de la India en la Facultad de Filosofía de la UBA. Ambos fueron investigadores superiores del Conicet y fundaron el Instituto de Estudios Budistas en Buenos Aires.
“Sentimos una gran admiración por la figura de Buda, su personalidad, su humanidad, pero no somos budistas” me advertía Tola. “Por honestidad intelectual, no podríamos serlo. Como investigadores en religiones y filosofías tenemos que esforzarnos en evitar que las propias creencias y preferencias religiosas, políticas o filosóficas nos induzcan a deformar y distorsionar el hecho de la cultura que hemos elegido como objeto de estudio”. Toda una actitud. Después de ese encuentro me dieron más vergüenza ajena muchas de las llamadas “investigaciones” en el ecosistema mediático argentino, un campo minado por mercenarios y enfermo de banalidad, prejuicios e ignorancia.
En conversaciones y entrevistas con Tola y Dragonetti aprendí el valor de la tolerancia y la libertad intelectual cultivada por la tradición filosófica india, en las antípodas de la deriva ultraderechista que viene sufriendo ese país en las últimas décadas. Tolerancia es para alguna gente una palabra antipática, devaluada tal vez porque sugiere cierta asimetría en la relación social, pero en la India, según Tola, la aceptación histórica de sistemas ortodoxos con enormes diferencias entre sí (dualistas, monistas, teístas, ateos, idealistas, escépticos, deconstruccionistas, atomistas, etc.) habría sido una muestra de esa apertura expresada legalmente en los tratados de derecho hindúes que estipulaban que los soberanos debían proteger a todas las sectas y creencias, incluidas las que no respetaban al hinduismo ni a la casta de los brahmanes, tratándolas de acuerdo con las costumbres propias de cada una y asegurándose de que ellas pudiesen mantener esas costumbres. Por eso, pese a que el poder político casi siempre fue detentado por elites que adherían al hinduismo, no era habitual ejercer violencia contra adherentes de otros puntos de vista, observaba Tola: “Buda aparece en la sociedad hindú del siglo VI a.C. negando las castas y casi todos los fundamentos de la filosofía y la religión hinduista, desde el alma individual a la idea de Dios, y sin embargo no es combatido. Muere a los ochenta años en su casa rodeado de todos sus discípulos sin haber sido nunca perseguido”.
Hoy ocurre todo lo contrario. El extremismo fundamentalista dentro de la mayoría hindú ha declarado la guerra a la “vieja India” multiétnica y multi confesional, alentando crímenes de odio hacia otras minorías religiosas, como la islámica. También la marginación de los budistas en la gestión del templo Mahabodhi en Both Gaia, Bihar, fundado en el siglo III en el lugar en el que se cree que Buda tuvo su iluminación, es otra consecuencia de la construcción identitaria en torno al hinduismo como credo hegemónico que impulsa un gobierno al mismo tiempo neoliberal, populista y ultranacionalista, aliado de Trump y Netanyahu.
Para Tola, la tolerancia históricamente en la India se basó en la idea de que la razón humana es incapaz de llegar en forma total y definitiva a la verdad absoluta y que cada sujeto sólo puede adoptar un punto de vista parcial y dependiente de su ubicación: uno nunca podría ver al objeto en su totalidad, desde todos sus lados y partes opuestas, como en la conocida leyenda de los ciegos y el elefante. Un perspectivismo que, a diferencia del relativismo, incluiría el respeto a los diversos puntos de vista y también la intención de estudiarlos para expandir e incrementar el propio conocimiento, como gestos de apertura activa hacia lo diferente.
Una actitud ejemplar y opuesta a la de estos tiempos apestados de fanatismo y brutalidad. Me cuesta digerir, soportar esa marea de intolerancia. Estúpida humanidad: ojalá hubiera más gente como Fernando Tola y Carmen Dragonetti.