Opinión Pura espuma

La biopic de Dios, ese Sueño Bendito e imposible

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Las biopics despiertan el costado policial de la contemplación. Son ruedas de reconocimiento basadas en la aceptación o el rechazo del parecido, por lo que poco a poco empuja al género hacia los abismos de la imitación y la parodia que se filtre entre sus fallas. 

Un caso aterrorizante de cómo se le rinde culto a la calcografía es la escena de Bhoemian rhapsody (2018), de Brian Singer, en la que se restaura plano por plano los festejados “¡eo!” de Freddy Mercury en el Live Aid de Wembley de 1985. ¿Para qué? Tal vez para evitar, mediante el hábito antiartístico del copismo, el vértigo de la composición libre.

Ya veníamos controlando desde el principio de la película, con la ficha odontológica en la mano, si Rami Malek (ganador del Oscar al Mejor Actor por “parecerse” a su personaje) tiene más o menos dientes que Mercury. Porque si miramos una biopic no es para ver en qué se parece el personaje histórico a su delegado dramático sino en qué se diferencia.

Se busca con denuedo el error. El garrafal y el que solo puede detectar la erudición. Pero como ese punto de vista judicial hace fuerte al Espectador Maestro tirado en su chaise longue, lo dejaremos de lado. ¿Dónde no hay errores? ¿Y quién podría achacarlos si no en nombre del conmovedor perfeccionismo de quienes no lo toleran? 

Maradona – Sueño bendito, la serie de Alejandro Aimetta, Roger Gual y Edoardo de Angelis, tiene tantos errores que contarlos implicaría una tarea de hostigamiento sobre lo que por definición nace imperfecto, para caer en el cansancio propio del policía que corre al ladrón. 

Es cierto que del catálogo de desaciertos históricos de la serie se desprende que la fecha de muerte de Perón ocurre cuatro o cinco años más tarde de lo que dice el cementerio de la Chacarita en el que yace su cuerpo sin manos. ¿Y? Tranquilos, cronógrafos del pelo en el huevo. Rélax: ¿qué son cuatro o cinco años en un planeta que tiene 4500 millones? ¿Y qué tiene de irreparable que en el encuentro entre Diego y Claudia del club Villa Parque chapen con “Abrázame” de Julio Iglesias de fondo en vez de hacerlo, como ocurrió en la “vida ”real“, con ”Te propongo“, de Roberto Carlos?  

Más razonable sería cuestionarle las escenas de fútbol protagonizadas por actores sin dones para simularlas. Pero ¿acaso hubo un golpe ortodoxo, uno solo, aunque fuese malo, en el Jake Lamota compuesto por Martin Scorsese y Robert De Niro para Toro salvaje?

En los primero cinco capítulos de Sueño bendito orquestados, como buena oferta industrial, por una máquina que arroja a los espectadores como hombres bala a las redes de la adicción, se mueven las fichas de la sobreoferta: pobreza, dictadura, amor, racismo, drogas, sexo y canciones. Se apunta a la totalidad, y no a la totalidad posible (la totalidad de algo) sino a la totalidad del todo. Con el espíritu expansivo de El secreto de sus ojos, de Campanella, catálogo de Avón del cine que tiene un producto para cada espectador, la serie sobre Diego trabaja con ansiedad la conquista de todos sus nichos.          

Pero hay bondades, y no nos importan que crezcan en la irregularidad. Cada tanto, un gran momento. A lo que hay que agregarle una generalidad notable, esa especie de cubismo en el que entran los regímenes narrativos extensos cuando un personaje es varios. La rotura de la unidad es unan bendición de cualquier biografía. Lo prueban los cuatro Maradona, los dos Don Diego, las Dos Tota, los dos Coppola, etc. En estas delegaciones de un cuerpo en otro se ve, como en ningún otro proceso, el río de la vida.

La apertura del primer capítulo, con el Maradona de Juan Palomino cayendo a la postración de la sobredosis en Punta del Este, es la elección de un drama de fondo que el tiempo biográfico de Diego va a refrendar varias veces: velan, velamos por él. Es un cuerpo del que se espera alguna reacción. Allí están todas las geografías de su mapa. 

La serie ocurre en la intimidad de esa pausa: una cantidad de sueños en el interior de una realidad, si se entiende por realidad la vida mortal, aún la de los reyes o los dioses como Maradona. Quizás esa sea la respuesta de la serie a la pregunta sobre qué contar de la persona que más vivió y más murió de todas las que hemos conocido como espectadores de este mundo.

Por lo tanto, no es el rendimiento desparejo de los actores, ni sus grandes momentos dramáticos, ni los subrayados innecesarios de la realidad histórica sobre la ficción, ni los inserts documentales, ni las tediosas lecciones de las placas finales contándoles (suponemos que no a los argentinos) los cuentos de la memoria social lo que nos envuelve y no nos deja escapar. Es, más bien, el halo de Maradona, su fuerza mítica intacta y la esperanza de ver en él, por fin, un hombre, lo que nos ateneza. Es, en dos palabras, su nombre.

Ese efecto es lo que acumulan estos cinco capítulos. Un efecto de vida. Hubo una persona llamada Diego Maradona que vivió entre nosotros. Y de esta serie no nos importa el principio de selección de sus aventuras, ni que sean las conocidas o la ignoradas, las inventadas o las descubiertas, si lo que nos llega es la fuerza que estaba en él.

En el “segundo” Maradona, encarnado en Nicolás Goldschmidt, vemos al principio las diferencias de aspecto entre el actor y Diego. Hay en la transferencia de uno a otro una especie de imperfección, si es que juzgamos los hechos de las biopics por los parecidos, como si la composición de un personaje pudiera hacerse mediante un retrato robot. Pero que la fuerza del Maradona “vivo” irrumpa en su compositor, para que sepamos que él está ahí.

Es imposible encontrar un staff de actores argentinos tan matizado y frondoso como este. No lo encontraríamos ni en la cena de los Martín Fierro. Es el aspecto “profesional” de la serie. En otro, es una manifestación de la cultura del amor (el amor a él) que Maradona formó como una segunda argentinidad. ¿Qué actor argentino, por no decir que argentino no actor, no alucinó con representar “algo” del teatro que nos dio Maradona durante 45 años? Esa compañía sentimental abre un pozo de Alicia, y allí caemos todos: los actores y nosotros.    

 JJB