El hambre y las ganas de comer

Asco es el otro

27 de mayo de 2025 06:45 h

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Tendemos a adoptar el asco como una respuesta definitiva. Una reacción incuestionable y para siempre. Si te dio asco el mondongo, lo más probable es que procedas a evitarlo toda tu vida. No importa que mientras tanto cambies seis veces de zapatillas y cuatro de pareja, que dejes de escuchar a Nicki Nicole por Charly o abandones el tejido por el remo en canoa. Hay más chances de que siga vigente un tatuaje de “Odio el mondongo” en tu brazo que uno con el nombre de tu novio. Ver comer mondongo a otras personas también te dará un poquito de asco y, aunque no lo digas en voz alta, vas a poner cara de que ojalá evolucionaran todos y sacaran eso de tu vista. 

Adoptamos ese aire de superioridad cuando de repugnancia se trata. Lo que nos genera rechazo se nos hace más que cuestión de gustos. No es que el cilantro no nos agrade, sucede que ES un asco. Ante la afronta de que alguien lo disfrute, oscilamos entre el desconcierto y la franca impaciencia. Cómo te va a gustar eso. Si ES un asco.

En general, como de todo. Por inclinación natural: aunque no reacciono bien a las novedades en general, me gustan las comidas “raras” desde chica y siempre respondí con cierta fe ante las posibilidades nuevas en la mesa. También porque aprendí, con los años, que funciona. Cuanto más abrís el juego y probás, más natural se te hace incorporar un sabor diferente, una textura inesperada. Un archivo amplio de experiencias gastronómicas (en especial si se formó cuando eras chico) ayuda a asociar lo nuevo con lo conocido, a interpretarlo con herramientas acopiadas. Me llevo bien con las achuras, con las especias, con el agridulce. Sé que tengo un largo camino por recorrer con el picante, pero avanzo a paso lento y seguro. Cada vez lo disfruto un poco más. 

Cuando perseverás en entender un sabor hasta que termina por gustarte, todo el proceso de reticencias se diluye o se omite entero, con el paso del tiempo. Mis aires de condescendencia aparecen con las personas mañosas para comer, mucho más que con la comida en sí. Pero después de tanta jactancia, me descubro haciendo lo mismo que todos. “El mate de coco no es mate”, son palabras que suelto con demasiada facilidad. Todo lo relativo al mate saca a relucir el enano fascista que hay en mí: el mate no es dulce, no lleva boldo ni menta, no se ceba regándolo como una maceta. Porque así, bueno, así es un asco.

La semana pasada, en mis redes sociales, hablamos de la palta: cuando es época, en Misiones cosechan tantas que ya no saben qué hacer con ellas. Sugerí recetas: desde las más obvias, como el guacamole, hasta otras más raritas, como una mousse de chocolate. Así supe que la mitad del país la conocía como postre, de pequeños (con azúcar, miel o un chorrito de oporto) y sólo descubrieron que podían consumirla salada ya grandes, al viajar, casarse; en fin, exponerse a otros modos. Esto es así en muchas provincias del norte argentino, pero también en Patagonia o en el Conurbano, entre descendientes de italianos, por ejemplo. La otra mitad de la gente conoce la palta salada desde el vamos, y por supuesto quedó igual de shockeada al conocer la versión dulce (que es la más común en Paraguay y en Brasil, también). Ambas mitades, como es obvio, reaccionaron a pleno asco cuando descubrieron la alternativa. Muchos hicieron la transición al otro equipo, con el tiempo; pocos lograron mantener el consumo de las dos versiones en paralelo. Necesitamos elegir un bando y ser fieles a él, por lo visto. 

En la peli Intensamente hay un personaje (una emoción de la pequeña protagonista, Riley) que se llama Asco. Asco no solo se ocupa de rechazar todo lo que le parece repulsivo, sino de evitar el suicidio social de Riley: que nunca sea ella la asquerosa, la desagradable, para los demás. Me pregunto si a un adulto también se lo representaría con estas dos facetas unidas en un mismo mecanismo sensible. Quizás sí. El asco tiene todo que ver con nuestra vida social y aspiracional. Si te gusta algo que para los demás es repelente, sos un quemo. Eso explica, también, por qué no funciona todo al revés. Porque podría, ¿o no? Podría ser al revés. Podríamos considerar nuestro asco, socialmente, como una debilidad, un hándicap. “Te pido mil disculpas, no soy capaz de apreciar este mondongo que ha de ser maravilloso para alguien con menos limitaciones”. Pero el asco se nos pega al odio mucho más que a la fragilidad. Aunque haya ascos más aceptados que otros, nunca nadie se siente vulnerable por su repugnancia. Todo lo contrario: el asco es un territorio de autoafirmación.

El rechazo por los alimentos nuevos y desconocidos se llama Neofobia. Es una palabra que se popularizó entre las mamis porque cuando los bebés empiezan a comer suelen tener esa respuesta ante cualquier comida extraña que se les presente. Y claro, extraño para un bebé puede ser desde una zanahoria hasta una frutilla. Los pediatras aconsejan volver a presentar esos alimentos, no una sino varias veces, de distintas formas, sin presionar pero sin dar por sentado que los chicos jamás los van a aceptar. Y funciona. La mayoría de las veces, tarde o temprano, cualquier infante vuelve al pie y devora brócolis y mandarinas que hasta ayer lo asqueaban.

Un problema más grande son los adultos. Los que llevan más que semanas, décadas de rechazar alimentos y se convencieron de que no les gusta nada por fuera de lo conocido y aprobado. Los pediatras que tratan casos fuleros de neofobia en chicos saben que hay buenas chances de que el nudo empiece por los padres. No te tiene que gustar todo para enseñarle a comer a tus hijos, pero tu relación con la comida importa. Y tu forma de relacionarte con lo que no comés es fundamental. Si lo que no te gusta “es un asco”, el panorama se complica.

Nos producen asco ciertas comidas y también ciertos modos en la mesa. Un enorme repertorio de acciones nos dan repelús: masticar con la boca abierta, hablar con la boca llena, chorrear, escupir, chupar un hueso, lamer el plato, usar los dedos, mancharse la ropa, sorber. ¿Es cultural? Claro. Entre los orientales, buena parte de esa lista es aceptable. Eructar y hacer ruido al comer son señales de satisfacción para pueblos enteros. También es cultural que te dé asco comer tripas: las texturas viscosas y gelatinosas son revulsivas para nosotros y apetecibles para ellos. 

Pero volvamos a hurgar acá cerca. Escarbemos entre nosotros, que revoleamos los ojos si alguien nos muestra la comida en su boca o saca la lengua por fuera de ella. Cuéntenme, sean sinceros. Cuando comen solos, en la mesada, una porción de pizza fría con la vista perdida en el tubo de la cocina, ustedes, ¿nunca lo hacen? Cuando miran una serie tirados en la cama cuchareando algo dulce, ¿no usan la cuchara de chupetín, aunque sea sin darse cuenta? Digan más, ¿no lo gozan un poquito? No es común sentir asco de uno mismo. El asco es el otro. En tiempos de total desconcierto y franca hostilidad ante las preferencias ajenas –su estilo de vida, sus gustos, su voto- optamos por montar en cólera como primera medida. Elegimos autoafirmarnos por la negativa: es medio difícil saber qué queremos, en la vida, en política o para cenar; pero estamos muy seguros de que eso ajeno, no. No nos gusta. Peor. Nos da náuseas. Más que el eructo o el mondongo, nos asquea el otro, arrojándonos su radiante diferencia en la cara.

MC