Y ojalá sea la última vez que haya que hablar de esto

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Cuando ya nadie esperaba nada del 2020, llegó la legalización del aborto. Yo estaba en la plaza del Congreso cuando sucedió. Del último discurso, el de José Mayans, ya no escuché casi nada, mitad por la calidad del sonido donde yo me encontraba (notablemente peor que el del discurso anterior, de la senadora Anabel Fernández Sagasti, supongo que por azares del destino y del Zoom) y mitad porque la multitud había empezado a aplaudir, impaciente, sabiendo que ya no había ninguna chance de que se modificara el resultado y sólo nos quedaba esperar que terminara ese señor compungido como el canto de cisne de una época, un hombre triste y solo diciendo un discurso que nadie oye y que nada puede producir. Escuchamos los votos emocionadas, ya con los pañuelos en la mano, y lloramos cuando las pantallas anunciaron ES LEY, así, en verde y en presente del indicativo. Nos abrazamos unos minutos y saltamos, pero en menos de media hora nos estábamos yendo. La desconcentración fue fácil y rápida: la mayoría estábamos muy atentas a las medidas de prevención, no vi gente que se quedara bailando o compartiendo cervezas, y además, estábamos realmente muy cansadas.

Estuve pensando en este cansancio, que va mucho más allá de la noche del martes y la falta de sueño. Creo firmemente que a todas las mujeres el feminismo nos da mucho más de lo que nos cuesta. Cada una tiene su historia: si yo no me hubiera hecho feminista y no hubiera tenido el apoyo de las mujeres de mi familia para abandonar la religión en la que nací, hoy tendría una vida profundamente infeliz. Otras mujeres no habrían tenido las amigas que tuvieron; otras no habrían logrado salir de un vínculo destructivo, o conseguir un empleo que les permitiera algún grado de independencia económica, o un aborto ilegal pero seguro. Historias ‘de éxito’ feministas hay infinitas. Pero en un mundo machista, ser feminista también tiene costos. Cuando digo que estamos cansadas, creo que muchas estamos cansadas de esto.

Estuve pensando en este cansancio, que va mucho más allá de la noche del martes y la falta de sueño. Creo firmemente que a todas las mujeres el feminismo nos da mucho más de lo que nos cuesta

Quienes piensan que ‘el feminismo está de moda’ quizás no sospechan que constantemente las mujeres, y quienes se salen de la heteronorma, chocan contra paredes en una sociedad donde las estructuras de poder de la política y del capital todavía son patriarcales. Nos hemos tenido que pelear por hablar de salud sexual y reproductiva en contextos en los que no querían que habláramos; nos hemos tenido que pelear cuando, trabajando en organizaciones con niños y adolescentes, nos negábamos a condenar una conducta no heterosexual y rechazábamos considerar que fuera algo ‘digno de una conversación con los padres’. Nos hemos tenido que pelear para llevar nuestros pañuelos en instituciones educativas, en empresas, en medios de comunicación. Nos hemos peleado para defender a una compañera de un destrato o de una guarangada, o para defendernos a nosotras mismas. Nos hemos peleado en asambleas y en diversos contextos políticos para hacer valer nuestros reclamos, para que las demandas feministas no fueran la nota al pie; para que ningún abuso fuera tolerado en nuestros espacios, para que no nos dejaran pintando los carteles, para que nuestros colectivos políticos tomaran posición sobre los temas que nos importaban. Nos peleamos con amigos, con miembros de nuestras familias, con parejas, con compañeros de agrupación, de trabajo. Debe haber miles de ejemplos más; yo hablo solo de cosas que me pasaron a mí y a mis amigas en los últimos diez años. O sea, en ese mundo donde se suponía que el feminismo estaba de moda. 

Si yo no me hubiera hecho feminista y no hubiera tenido el apoyo de las mujeres de mi familia para abandonar la religión en la que nací, hoy tendría una vida profundamente infeliz

Dimos todas esas peleas, y muchas veces no las dimos; porque es agotador. Incluso las luchas que se ganan son agotadoras; incluso las luchas que se ganan te dejan la reputación de loca, de pesada, de esa que quizás esta vez hayas obtenido lo que querías pero eso hace que no te vuelvan a llamar. Y por supuesto, no siempre (y no todas) podemos darnos el lujo de romper todo. Hay cuentas que pagar, hay vínculos que no estamos dispuestas a romper, contactos que te sería demasiado caro perder. Una elige; a veces, en realidad, ni siquiera elige una. Y otra cosa que no decimos muy seguido: las luchas que no damos también cansan. Ese proyecto que se abandona porque ya sabés que no van a escucharte; esa discusión que dejás pasar porque te guardas el crédito para otra lucha que sabés que vas a tener que dar más adelante y es más importante; esa persona con la que dejás de hablar porque no hay transformación posible y ya no podés con tanta violencia; ese trabajo que dejás porque no soportás más el acoso o la indiferencia. Las luchas que no se dan se acumulan en el cuerpo, tanto o más que las que se ganan y se pierden.

Dimos todas esas peleas, y muchas veces no las dimos; porque es agotador. Incluso las luchas que se ganan son agotadoras; incluso las luchas que se ganan te dejan la reputación de loca, de pesada

Sara Ahmed, en su libro Vivir una vida feminista, habla de esto cuando analiza la figura de la “feminista aguafiestas”. Ahmed reivindica esa posición, la de la feminista enojada que renuncia al placer de agradar, que se niega a comulgar con la alegría generalizada cuando esa idea de felicidad corre a expensas del sufrimiento de otras personas. Pero Ahmed reconoce: no podemos ser siempre la aguafiestas, porque no es gratis. Porque a veces nos agota, nos duele, nos hace sentir que lo que perdemos es demasiado valioso. Me gusta este reconocimiento: creo que las feministas somos valientes (debemos serlo), pero me alivia también afirmar que a veces sencillamente no podemos, o sentimos que no podemos, y que eso no nos hace peores, o menos feministas. Ser vulnerables y sensibles no nos hace menos valientes; necesitar descansar no nos hace menos valientes. Ahmed no usa estas palabras, pero yo lo pienso como una reformulación antiviril de la valentía. Ser valientes es poner el cuerpo; y quien pone el cuerpo, inevitablemente, se lastima

Hay mucho por hacer: falta tanto para que América Latina sea toda feminista. Aquí mismo estamos preparadas, con todo armado para cuando lleguen las ofensivas judiciales, las dificultades de implementación, las infinitas luchas cotidianas e invisibles que va a implicar hacer valer esto que conseguimos. Pero nos merecemos esta alegría, nos merecemos esta fiesta, y este pequeñísimo descanso. Legisladoras, funcionarias, militantes y todas las que viven vidas feministas en sus casas, en sus escuelas, en sus universidades, en sus pueblos y en sus barrios: alcen sus copas, o tómense un té.