Opinión - Perdón que interrumpa

Taxi driver: un viaje a la Argentina peronista en los años sesenta

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Cada 17 de octubre corren ríos de tinta que reescriben viejas escrituras. Escritura y movilización. Quienes movilizan saben la que toca lidiar esta vez. Las derrotas electorales tienen ese plus de ansiedad en los no peronistas que ganan: no le quieren ganar una elección al peronismo. Quieren decretar su caducidad histórica. Una pregunta recorre la historia argentina desde 1955: ¿cómo extinguir la experiencia peronista? Una experiencia que se ha hecho y rehecho desde adentro mismo del movimiento. Pero insisten y quieren un no va más

Desde 1983 que el peronismo no es estrictamente invicto en las urnas. Tuvo sus temporadas ganadoras con Menem, con Kirchner, y tras 2011 (esta última década) conoció más la lona que la victoria (2013, 2015, 2017, ¿2021?). Perón sí fue un invicto de las urnas. Y lograron su caída con un sangriento golpe que quiso terminar con la espada lo que las urnas no iban a cortar. Juan Domingo Perón pasó 17 años en el exilio –hasta la visita del 72–; es decir, pasó toda la década del sesenta sin pisar suelo argentino. Eso ocurrió durante nuestros años sesenta, como los aupó Oscar Terán. Viaje en el tiempo a ese tiempo. 

Un viaje en taxi a los sesenta

Esta semana subí a un taxi, bajé la ventana y me entregué al viento de la primavera en un viaje de media hora. Playlist de pandemia. Pero me tocó la clase de tacheros que ya te relojean por el espejito y ahí se vienen. Y así como él tendrá vista de lince para identificar un chofer de Uber a mil metros, uno pesca al vuelo a los que vienen de charla. Me saqué los auriculares. Su edad: alrededor de setenta años. Empezamos, pero de golpe me recordó una vieja encuesta que me puse al hombro en los años del conflicto del kirchnerismo con el campo en 2008. Mi pregunta de aquel tiempo en cada taxi que tomaba era sencilla: “¿En qué presidencia le fue mejor, señor?”. 

En aquellas respuestas había para todos los gustos. El taxista que valoraba las buenas intenciones de Alfonsín; el que nombraba a Menem en su inventario de beneficios (me compré la casa, el auto, viajé); por esos días ya había una especie de nestorismo originario de la gente común (“los primeros años de este hombre fueron muy buenos”); algunos nombraban los años de la última dictadura usando versiones de la muletilla de la bicicleta que dejabas en la puerta de la casa y no te robaban; y así. Era el 2008 y había crisis política (aún) sin crisis económica, y muchos se sacaban el gusto de volver a un clásico: el derecho a putear a un gobierno. Pero me quiero detener en una respuesta que entre los taxistas mayores se volvió recurrente (aún con sus variaciones) sobre la mejor presidencia… la respuesta: Onganía. “Vos naciste después… pero los años de Onganía”; “¿Le digo la verdad? La revolución de Onganía”; “La época de Onganía, maestro”; y así. Yo recordaba de mi viejo la expresión: “en la época de Onganía”. Esa unidad de tiempo: época, en su uso común y gráfico que nombra un ecosistema. “La época de los milicos”, “la época de Alfonsín”, “la época de Menem”. La época de Onganía.

¿Qué nombraban en Onganía? Una época más que un nombre propio pero, en palabras de Oscar Terán, sin ningunas de las “cuatro almas” que estaban ahí. “Ni el alma Beckett del sinsentido, ni el alma Kennedy de la Alianza para el Progreso, ni el alma Lennon del flower power, ni en alma ‘Che’ Guevara de la rebeldía revolucionaria”. A esas cuatro almas le faltaba el alma del taxista. Solamente en una memoria empapada en la lluvia como la de un taxista, sólo desde el invernadero de ilusiones y frustraciones de esa conversación peluda con un hombre al volante, la palabra Onganía, así, oscura, el nombre opaco de ese militar corporativista, quizás un dictablando a la luz de los futuros dictadores procesistas. En la penumbra de esos taxis podía ser desempolvado el nombre Onganía, pero bajo una idea del “sueño argentino” perdido. La Argentina de la movilidad.

Un hecho maldito más adentro del hecho maldito. Las mamushkas argentinas encontraban así, en este Onganiato, el hiato de la Historia donde algunos hacían las cuentas de los bolsillos grises, en esa larga era de “las masas sin Perón”, como diría Ernesto Semán en su necesaria historia del anti populismo, pero donde el movimiento peronista y el tirano prófugo funcionaban como camellos del Corán (tan así que es incluso el esplendor del poderoso Vandor: el del peronismo sin Perón). 

Esa década entera en que Perón no pisó suelo argentino y en que la Argentina peronista era aún, y aún en los pretendidos desguaces que hacían de ella, algo tan complejo de desarmar. El peronismo eran los huesos de un país igualitario. En el país del “shock autoritario” de Onganía, como diría, de nuevo, Oscar Terán, el peronismo (que no podía estar en la política) estaba en las cosas porque se había hecho algo tan argentino como la fuente de la que vino. Lo que vino después del intento de desperonización tenía a Perón en el pan arriba de la mesa. Desperonizar, tarea difícil.

Vuelvo al taxi del comienzo, a la primavera de 2021. Al tachero que mete charla. El hombre muerde el anzuelo porque en año electoral, con crisis y Pandemia, no se necesita mucha entrada en calor para hablar de política. “¿Sabe dónde me crié?”, me dice para fijar domicilio, “a tres cuadras de Tecnópolis”. Y ahí nomás me despotrica contra todos los políticos. Pero ahí nomás yo vuelvo sin rodeo a mi vieja pregunta. “Dígame una cosa, ¿cuál fue la mejor presidencia?”. “Le digo la verdad. Le voy a decir una época que no vivió, y en la que me compré el terreno, me hice la casa y tenía trabajo.” Me dice: “los años de Onganía, querido”. La caricatura cruel e injusta del “tachero facho” que escaló con los años perdió un punto de vista: qué ningún otro trabajo depende tanto e inmediatamente su rentabilidad del orden público como éste.

Los sesenta son tacheros y nouvelle vague. La canción de Manal señalaba en 1970 un nacimiento: “Porque hoy nací”, el lento blues que se escucha como un mantra, la cadencia recuerda a la lírica temeraria de los Doors en The End. Los hijos que entran lento al cuarto de los padres con un hacha en la mano. “¿Por qué mi nombre no soy yo?” canta Manal la profecía de una generación que –muchos– se iban a cambiar el nombre por un nombre de guerra. Estaban por venir los años de bautismo. Una generación que no se sentía culpable de nada, nacidos entre el humo de Auschwitz y el humo de una Plaza de Mayo bombardeada. Manal, trío bestial, enjuagaba el blues en la niebla del Riachuelo y de esa copulación hacía su metafísica. ¿Por qué funcionó tan bien el blues local? Porque era la nueva lírica de un tango sin pasado. Manal ponía los suburbios como boca de lobo pero con la voz y la instrumentación de tres chicos que se codeaban con las vanguardias en el Instituto Di Tella. Vayamos a mirarlo a Javier Martínez en la película “Tiro de gracia”, ese retrato de las fronteras de la bohemia. Entre los jóvenes que cumplían su sueño de la casa y el trabajo, el sueño revolucionario de otros jóvenes. Líneas paralelas. Había que leer “El diario del Che en Bolivia”. El diario se vuelve sombrío en una descomposición orgánica del cuerpo, del grupo, la profecía del hundimiento de una experiencia guerrillera que no encontraba pueblo, que se volvía su propio fantasma. El 24 de septiembre escribió el Che: “Llegamos al rancho denominado Loma Larga, yo con un ataque al hígado, vomitando, y la gente muy agotada por caminatas que no rinden nada. Decidí pasar la noche en el entronque del camino a Pujio y se mató un chancho vendido por el único campesino que quedó en su casa: Sóstenes Vargas; el resto huye al vernos.” Los 60 se hunden en los 70. Rolando Rivas con hermanos guerrilleros. Llega la hora del destino sudamericano para la juventud radicalizada. Pero no hay setentas sin sesentas. Años sombríos, años dorados. 

Una historia de la época de Onganía: Fontana 

Del viaje en taxi me bajé y recordé un viejo amigo abogado, baqueano del barrio de San Nicolás, el doctor Fontana. En los años sesenta hizo el camino de púber a joven, de patear la pelota a tirar piedras. Pero Fontana tiene una anécdota de su profesión que trae la Historia al año 92. Dice así. 

Un día le cae en el estudio el caso de un martillero. Era un hombre mayor, de apellido Domínguez, que venía jaqueado por deudas, juicios, ejecuciones. Tenía 74 años, había enviudado y se había casado con otra mujer de 30 y pico. Llamaba la atención quizás lo desparejo de la pareja: no sólo se llevaban edad, también se veían demasiado distintos. Él vivía en una situación de falta de recursos que no se condecía con la cantidad de inmuebles que tenía. Pero casi todos estaban ejecutados o hipotecados o al borde del remate. 

Cuando lo contrata como abogado a Fontana lo hace para salvar todo lo que pudiera de ese patrimonio. Según le contó, él había estado cuidando a su primera mujer muchos años, ella estuvo muy enferma, y había tenido que ir “malvendiendo propiedades” para soportar la situación con solvencia. Decía que había empezado a hacer su fortuna allá por los años 60. Después, entra en una bicicleta que luego le resultó infernal. Y que le llevó años. 

Vuelve a casarse y la nueva mujer toma las riendas: trata de salvarle el patrimonio. Fontana empezó a tener una relación bastante fluida con Domínguez. A veces iba a su casa, un caserón en la avenida Juan B. Justo. Era un hombre extraño. Todo lo que decía era coherente, pero siempre con alguna referencia que lo sorprendía. Por ejemplo: con respecto a la estabilidad de la moneda, mencionaba una forma de tasación que se había aplicado antiguamente. O hablaba del peso moneda nacional, una unidad de medida antigua. “Yo recuerdo esa denominación de cuando era chico”, dice Fontana. O había ciertos términos que mencionaba en relación a todo lo patrimonial y edilicio que estaba desactualizado. 

Se podía hablar de temas económicos y judiciales, que era exactamente lo que lo preocupaba, pero él siempre hacía referencias a que había un gobierno militar (cuando no lo había) o se refería a personas de la vida pública que se habían muerto, pero los daba como vivos. Todo esto a Fontana le empezó a llamar la atención. ¿Era una forma de humor, un estilo, usaba esos nombres en desuso como metáforas? 

Este tipo tenía la característica de que escribía muchísimo. Todo lo que quería decir lo escribía en una letra particular y chiquita en papelitos. Y llevaba esos papelitos con instrucciones que dejaba para ir resolviendo y negociando. Algunos eran disparatados por completo, no tenían correlación de valores ni de las tasas de interés o de los mecanismos judiciales de esos tiempos. Eso lo llevó a Fontana a sospechar cada vez más de su estado mental. Y un día lo corroboró, porque con todas esas referencias, por ejemplo, a vehículos viejos que ya no tenían vigencia, se dio cuenta que siempre se refería al pasado y nunca al presente. “Habíamos empezado a tener ciertas discordancias y diferencias. Un día que quedamos un momento a solas con su mujer y le pregunté si él estaba bien. Ella me decía que sí, que no me preocupe, ¡hasta me habían hecho un poder ante escribano público! Era un hombre en aparente estado de lucidez y era coherente en las cosas que decía. Lo que había era una disociación entre el día que él vivía y las referencias que él hacía. Tenía separado espacio y tiempo.” 

Fontana solía hacerle informes sobre el estado de los juicios para que él los leyera tranquilo y después diera su opinión. Se sentaban a charlar y sacaba los papelitos. Y en uno de esos que Fontana guardó decía: “Fontana me dice que con el señor Ratto tengo que negociar. Yo no estoy de acuerdo. Ahí no hay que negociar nada. Para mí Fontana está loco”. Ya era evidente: Domínguez estaba loco. “Tan así –me dice Fontana– que me puse a investigar y encuentro que había una acción de insania contra él. Encuentro una pericia psiquiátrica concluyente, decía: se trata del caso de una persona que se ha quedado congelada mentalmente en el tiempo, más concretamente en los años 60. ¡Por eso sus referencias! La pericia psiquiátrica determinó que este hombre vivía en esa época de su vida, por eso cuando él hablaba de su profesión de martillero, que ya no ejercía, él hablaba como si estuviera activo. Cuando él hablaba de registraciones o averiguaciones que había que hacer en los registros públicos de inmuebles, él se refería a archivos de aquellos tiempos. ¡De veinte o treinta años antes!”.

Ahí tuvo la explicación de esta disociación entre tiempo y espacio. Él vivía con coherencia su vida cotidiana en la ciudad de Buenos Aires, en esos primeros años 90, pero su mente se había quedado en los 60. Esa era su última relación vivencial fuerte, activa, y ahí se quedó. Si Fontana se refería al tipo de cambio, de moneda, al funcionamiento de los mercados, contestaba con referencias a bancos que ya no existían. Esa pericia en un expediente civil en el palacio de justicia explicaba todo. 

“Dream is over”, cantó Lennon en 1970 para sellar el final. Bifo Berardi –quien vivió los sesenta como nadie– escribió: “Más que un año, 1968 es el nombre de una disposición mental que de hecho prevaleció en el mundo a lo largo de dos décadas”. Epoch making, punto de quiebre o de giro, a los sesenta le pusieron las garras todos: Fukuyama, Bifo Berardi, Houellebecq, la lista sigue. Finalmente Fontana se desvinculó profesionalmente, supo que la mujer continuó alguna actividad en defensa de Domínguez, utilizando la pericia psiquiátrica. “Lo que pasaba era que esa pericia incluso podía anular la legalidad del matrimonio porque si algún familiar planteaba la nulidad podía usar la pericia, que era anterior al casamiento con esta mujer tan joven.” Domínguez al tiempo murió. Esa mujer lo conectaba a la justicia de su causa: le recordaba quiénes lo habían traicionado y por qué también tenía derecho a quedar en el tiempo. Esos años 60 eran en los que Domínguez, y millones como él, todavía iban ganando el partido. Permanecía congelado en la memoria de un tiempo en que no pudieron con él. 

Pero entre el recuerdo de los taxistas y Domínguez que nunca quiso cambiar de década, está la quinta alma de los sesenta: los que no hicieron Historia pero la tienen encima. La década entera en que fue proscripto, en que Perón no retorna. Si los cincuenta son una década de gobiernos peronistas y los setenta más brevemente también; los sesenta son el jamón del sándwich… Pero el peronismo estaba tan en las cosas que Perón vuelve, la juventud (los hijos de los que brindaron su caída y vieron llorar a “las indias” en su casa, como escribió Sábato) y la izquierda nacional se hacen peronistas, y todo lo que sabemos saldrá de ese encuentro. Así, también en este contexto, viene bien releer el viejo deseo recurrente de extinguir al peronismo. Y lo que no supieron ver: dónde queda vivo aquello que dan por muerto. 

MR