¿Por qué seguimos con estos niveles de inflación?

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La inflación alta, acompañada de violentos cambios en los precios relativos, provoca angustia, incertidumbre, incrementa el riesgo de las inversiones, perjudica especialmente a los perceptores de ingresos fijos (asalariados, jubilados, beneficiarios de planes sociales), obliga a destinar esfuerzos a cubrirse –redituables individualmente, pero ineficientes para el conjunto social–; prácticamente garantiza que el país siga sin perspectivas de crecimiento económico sostenido. Bajarla es imperativo. Para eso, lo primero es entender sus causas. 

A corto plazo, la inflación es multicausal: en cada episodio de aceleración inflacionaria puede haber varias fuerzas que la impulsan, con distinta importancia cada vez.

Hay quienes afirman que la inflación tiene una sola causa: el exceso de emisión monetaria, pero hay varios ejemplos de fuerte emisión que no aceleró la inflación. Por ejemplo, en 2003 la circulación monetaria creció 62%, luego de haber aumentado 81% en 2002. A pesar de esa enorme expansión del efectivo en poder de particulares, la inflación se desaceleró de 41% en 2002 a menos de 4% en 2003. Otro ejemplo, más cercano: entre marzo y julio de 2020 la circulación monetaria creció 8,5% mensual (el mayor ritmo para un período de 4 meses en lo que va del siglo), mientras la inflación se desaceleraba a 2% mensual, y sólo regresó a niveles previos a la pandemia (sin superarlos) a partir de octubre.

Por otra parte, hay casos de aceleración de la inflación no asociada a emisión monetaria; por ejemplo, durante 2018 la circulación monetaria se frenó, desde 33% hasta 5% anual; a pesar de eso la inflación se aceleró, desde 25% hasta 48% anual. Y en los primeros meses de 2019 la inflación siguió en alza, llegando en mayo a 57% anual, el mayor nivel desde febrero de 1992, a pesar de la política de contención monetaria del Banco Central.

Suelen explicarse estas divergencias alegando que la emisión demora en hacer su efecto sobre la inflación, pero no parece haber un “período de demora” fijo. Tampoco parece claro por qué, por ejemplo, la emisión realizada en 2002 tendría efecto inflacionario varios años más tarde.

Otra explicación monocausal afirma que la inflación se debe a nuestra estructura económica, ya que gran parte de los precios son establecidos por empresas monopólicas u oligopólicas, que los suben continuamente para aumentar o no perder en la distribución del ingreso. Y, como los precios tienden a no bajar, cualquier cambio en los valores relativos se traduce en aumento en el nivel general de precios. Pero la realidad es que la estructura económica argentina no es muy diferente de la de otros países sudamericanos; si ellos no tienen inflación alta, esa estructura no puede ser el problema.

Es posible que en Argentina los mercados sean menos competitivos, debido a que para los compradores es más difícil comparar precios, porque cambian continuamente. La estabilidad favorece la comparación y la competencia, mientras que la inflación contribuye a una distribución del ingreso más concentrada, a favor de empresas formadoras de precios. Quienes no pueden fijar sus precios unilateralmente pierden en la distribución. Esto nos habla de retroalimentación de la inflación, pero no nos explica su origen.

El IPC se desaceleró en los primeros meses de la actual gestión, desde una suba promedio mensual de 4,2% en los últimos 5 meses de 2019, hasta 2,1% entre enero y julio de 2020. Pero luego volvió a acelerarse: desde octubre hasta mayo fue 3,8%.

El gobierno ha enfrentado el problema con varias herramientas:

  • Redujo la cantidad de dinero en términos reales: frente a una inflación del 49% anual, la circulación monetaria creció sólo 30% anual.
  • Desaceleró los aumentos del dólar oficial, que desde febrero sube menos que la inflación (entre mayo de 2020 y mayo de 2021: 38%).
  • Autorizó ajustes de tarifas de gas, electricidad, transporte, medicina prepaga, etcétera, bien por debajo de la inflación. Así, los “precios regulados” en el IPC subieron 33% anual.
  • Realizó o renovó acuerdos de precios, intimó a empresas para que aseguren el abastecimiento de sus productos y suspendió las exportaciones de carne vacuna, intentando que sus precios bajen por reducción de la demanda.

Por ahora, si bien la inflación bajó desde el pico al que llegó en marzo, los resultados parecen insuficientes y, en algunos casos, implican “patear” inflación para adelante, al crear artificialmente atrasos de precios relativos que en algún momento podrían recuperarse. Pero para el Gobierno la prioridad es bajar la inflación ahora.

¿Por qué se aceleró la inflación? Se pueden citar varios motivos:

Exceso de demanda sobre la oferta en algunos bienes. Durante el otoño de 2020 se retrajeron tanto la oferta como la demanda. Al reactivarse la actividad, en algunos sectores (como la construcción) la demanda subió rápidamente, sin que la oferta reaccionara al mismo ritmo, provocando escasez y subas de precios. En parte, se vincula con nuestra “cultura de inflación”: gran parte de las empresas, ante un exceso de demanda, tiende más a aumentar los precios que las cantidades ofrecidas.

¿Por qué reaccionó tan rápido la demanda? Durante la “cuarentena dura” creció la incertidumbre, que llevó a recluirnos en nuestras casas y comprar sólo lo indispensable. Al aliviarse las restricciones, se normalizaron las compras y quienes ahorraron durante el encierro buscaron invertir lo ahorrado; por ejemplo, en bienes o en construcción.

A la salida de la cuarentena hubo un fuerte aumento de la producción, pero aun así la oferta se quedó corta frente al aumento de la demanda ¿Por qué no reaccionó a la misma velocidad? En parte, porque algunas empresas durante la cuarentena interrumpieron su actividad y volver a poner en marcha la producción no siempre es inmediato. En algunos casos se quedaron sin stocks de mercadería y debieron recomponerlos. Además, muchas empresas no dispusieron de todo su personal para funcionar plenamente, por la continuidad de la pandemia y el aislamiento obligatorio de casos confirmados y sus contactos. Y, en algunos casos, la implementación de protocolos anti-Covid implicó la necesidad de una reingeniería de procesos y/o mayores costos de producción.

Además, por la escasez de divisas, se implementaron restricciones a las importaciones, lo que limitó su oferta y llevó al encarecimiento de bienes e insumos importados.

Aumento en precios internacionales de alimentos, metales y energía. En la medida en que se exportan e importan, la suba de sus precios tiende a trasladarse al mercado interno.

Según el Banco Central, el promedio ponderado de los precios internacionales de materias primas de exportación del país aumentó 74% entre mayo de 2020 y mayo de 2021. Parte de eso fue el “rebote” luego de la caída que tuvieron en los primeros meses de 2020; pero, más allá de ese efecto, entre octubre y mayo el aumento acumulado (en dólares) fue de 51%. Traducido a pesos, 89% en ocho meses.

El precio internacional de la carne vacuna también aumentó. Las estadísticas de comercio exterior indican que el valor por tonelada de la carne vacuna exportada desde Argentina bajó con relación al año pasado, pero probablemente se deba a una mayor subfacturación de exportaciones. Si se declaran precios menores a los que realmente se obtienen con las ventas externas, evadiendo impuestos y controles cambiarios, se estará más dispuesto a pagar más en el mercado interno, lo que presiona los precios al alza.

Inercia inflacionaria/ reacomodamiento de precios relativos. La alta inflación se suele dar acompañada de bruscos cambios de precios relativos. Los sectores cuyos precios o salarios quedan rezagados pujan por subirlos, tratando de recuperar lo perdido, aunque sea en parte, y eso ayuda a prolongar la inflación en el tiempo.

Por ejemplo, el costo de “Educación” del IPC en el Gran Buenos Aires se redujo entre marzo de 2020 y febrero de 2021, probablemente afectado por el hecho de el servicio no se prestaba en forma plena. En marzo de 2021, con la perspectiva del retorno presencial a las aulas, aumentó 30%. El aumento anual es inferior al de casi todos los otros rubros; pero su parcial recuperación en marzo pegó fuerte ese mes, contribuyendo a que haya sido el de mayor inflación de los últimos 20 meses.     

La percepción de alta inflación tiende a formar expectativas de que, hacia adelante, habrá más inflación alta, lo que lleva a “naturalizarla”, llevando a una especie de indexación de hecho. Esto es especialmente cierto en mercados donde los vendedores tienen cierta libertad para fijar precios, aprovechando las dificultades de los compradores para comparar precios en un contexto inflacionario. Así, la inercia que hay en regímenes de alta inflación potencia las otras causas de corto plazo y extiende en el tiempo sus efectos.   

Adicionalmente, el aumento de la cotización de los dólares paralelos en septiembre y octubre generó expectativas de devaluación del dólar oficial y, por lo tanto, de aceleración de la inflación, dado que el dólar funciona como una guía para las expectativas inflacionarias. Además, proveía una excusa para subir precios de productos importados (más allá de que el verdadero motivo fuera otro). Desde fines de octubre los dólares paralelos bajaron, o aumentaron bastante menos que la inflación. Pero el efecto sobre los precios es asimétrico: lo que subió por expectativas de devaluación, luego no tiende a bajar.

Se ha planteado también que la inflación podría haberse acelerado por incertidumbre sobre la política económica, ante:

  • La sanción de un presupuesto 2021 con metas no congruentes entre sí: aspira a una disminución de la inflación, pero con un déficit del Gobierno Nacional muy grande que se financiaría con mayor emisión monetaria;
  • La creencia de que en el Gobierno Nacional hay posiciones encontradas, cuyo resultado es que el rumbo económico no sea claro (entre otras cosas, habría impedido hasta ahora que se logre un acuerdo con el FMI).

Pero esta “inflación por incertidumbre política” es una hipótesis difícilmente comprobable. Recordemos que hace un año hubo quienes pronosticaban un desastre por la fuerte emisión monetaria y la falta de plan económico explícito del gobierno; desastre que no ocurrió, al menos en los términos pronosticados.       

Los factores enumerados previamente son de corto plazo, lo mismo que lo serían aumentos bruscos del dólar o las tarifas, que estuvieron presentes en otras ocasiones, pero no en los últimos meses. Tampoco hubo aumento de la emisión monetaria, que “ponga dinero en los bolsillos de la gente”, estimulando la demanda de bienes y presionando al alza de sus precios. Ni un aumento de salarios: lejos de liderar la inflación, han retrocedido en términos reales.

En países con alta inflación durante un tiempo prolongado, bajarla en forma sostenible generalmente insume varios años, principalmente por la inercia inflacionaria. Así, el corto plazo condiciona el mediano plazo.

¿Y en el largo plazo? Observando cuáles países logran éxito en la lucha contra la inflación y cuáles no, tiendo a pensar que la clave está en evitar la “dominancia fiscal”, que se da cuando hay déficits fiscales y cuasi fiscales que, más tarde o más temprano, deben ser financiados por emisión monetaria. No sirve prometer que no se financiará el déficit fiscal con emisión monetaria, si el financiamiento se reemplaza por deuda que crece en forma insostenible, como ocurrió en la convertibilidad y en el gobierno de Mauricio Macri. Se requiere reducir el déficit de largo plazo (en las recesiones puede aumentar, si las cuentas fiscales mejoran cuando hay expansión económica) al punto que pueda ser financiado con deuda pública sin que la misma ingrese en un sendero de aumento insostenible. Y hacerlo sin forzar el retraso de precios claves, como el tipo de cambio, que tarde o temprano terminan tomándose revancha, trayendo inestabilidad económica. Ni desprotegiendo a los sectores de menores recursos, lo que podría llevar al rompimiento de equilibrios sociales.    

Sin éxito contra la inflación, tampoco despegamos en cuanto a crecimiento, calidad y cantidad de empleo y disminución de la pobreza, en el contexto de un mundo donde, más allá de interrupciones puntuales surgidas de la crisis financiera (2008-2009) y sanitaria (2020), tiende a crecer sin inflación alta.

¿Por qué fracasamos en lograr estabilidad fiscal? En primer lugar, no hay acuerdo sobre el diagnóstico. Hay quienes dicen que el déficit fiscal no es dañino, que la emisión monetaria no produce inflación. Pero creo que lo central ha sido la incapacidad política de manejar el conflicto distributivo: todos los sectores quieren una porción mayor del ingreso, y entonces pujan por mayores gastos que los favorezcan y menores impuestos que los graven. Cuando los gobiernos no tienen la capacidad o la voluntad de recaudar lo que necesitan para financiar el gasto público, para no enfrentarse con un sector en particular, lo que hacen es financiar el déficit con emisión monetaria. Esta emisión no es la única causa de la inflación, pero le provee combustible, imprescindible para que se mantenga en el largo plazo.  

Aunque estuviéramos todos de acuerdo en que la sostenibilidad fiscal es una condición necesaria, ¿qué gastos se reducen y/o qué ingresos fiscales se aumentan para lograrla? La emisión monetaria o el endeudamiento pueden conseguir, a corto plazo, que el costo del déficit fiscal se invisibilice. En cambio, si subimos los impuestos o reducimos los gastos, habrá sectores perjudicados que resistirán. Pero la gran mayoría de los países tiene finanzas públicas sostenibles en el largo plazo y ha tenido éxito en disminuir la inflación a menos de 10% anual. Para llegar a eso, el camino por delante es difícil, pero hay que emprenderlo. 

FE