Opinión

La revolución del “lawfare”

0

El así llamado “lawfare” suele ser tratado como si fuera una novedad. Sin embargo, a menos que confundiéramos el término—que sin duda es una creación reciente—con el fenómeno que pretende describir, hay buenas razones para creer que no hemos inventado nada. Algo similar se puede predicar sobre el fenómeno de la inflación, que obviamente es anterior a la creación del término.

Si por “lawfare” se entiende un proceso penal llevado a cabo en contra de nuestros enemigos políticos, en el cual existe un solo resultado posible—a saber el que los declara culpables—, es muy difícil negar que el lawfare se remonta por lo menos hasta el proceso a Luis XVI, el juicio que da comienzo a la era contemporánea, iniciado en noviembre de 1792 y terminado en enero de 1793.

 En su primera intervención durante el proceso, Saint-Just declaró: “Nosotros no tenemos que juzgar al rey; tenemos que combatirlo”. Esto se debía a que “no se puede reinar inocentemente”: “Todo rey es un rebelde y un usurpador”, a pesar de que la monarquía francesa era literalmente milenaria. Consciente de que la aplicación de las formas jurídicas conducían a la absolución del rey, Saint-Just creía que no tenía sentido perder tiempo con ellas: “Un día se asombrarán de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César: en aquel entonces el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veintitrés golpes de puñal y sin otra ley que la libertad de Roma”.

Robespierre sigue la línea argumental de Saint-Just ya que, como explica Alphonse de Lamartine, “no toma la palabra como un juez sostiene la balanza, sino como un enemigo agarra la espada”: “Luis no puede ser juzgado: él ya está condenado o la república no es absoluta. Proponer hacerle juicio a Luis XVI es una idea contrarrevolucionaria, pues significa poner en cuestión la propia Revolución. En efecto, si Luis puede todavía ser objeto de un proceso, es que puede ser absuelto; puede ser inocente. ¿Qué digo? Se supone que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede suponer que es inocente, ¿en qué se convierte la Revolución?”. La inocencia del nuevo régimen dependía de la culpabilidad del antiguo.

Además, Robespierre le advierte a la Convención —que fungía como tribunal— que la idea misma de juicio implicaba que el rey podía contar con abogados que defendieran “su causa” y hasta podían “esperar hacerla triunfar”. El derecho a la defensa del rey “supone el derecho a decir todo lo que conviene a su causa” y “se podría tomar partido libremente a favor o en contra”. El rey sin embargo “debe morir porque es necesario que la patria viva”. Todo obstáculo que se interponga en el camino debe desaparecer. Por lo tanto, reconoce Robespierre, hablar de un juicio al rey “es una comedia ridícula”.

La posición jacobina no logró prevalecer, ya que en lugar de ejecutar al rey sin otras formalidades, la Convención Nacional —en gran medida debido al voto girondino— decidió salvar las apariencias y llevar a cabo un juicio en trompe-l’oeil. Las palabras del diputado Louis Legendre son bastante reveladoras: “No es sino después de que el rey haya agotado todos los recursos de su defensa que nuestra determinación parecerá jurídica”.

Dado que la propia Revolución se enorgullecía por ejemplo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cabe preguntarse entonces cómo fue que —al menos en la mente de la gran mayoría de los convencionales, la mitad de los cuales eran abogados— la legalidad del juicio pudo ser articulada con la idea de que podía arrojar un solo resultado aceptable. Como sostiene Thomas Carlyle, pensar que el juicio a Luis XVI fue conforme a derecho equivale a tratar de probar “mediante un silogismo que esto que está palpablemente caliente, hirviendo, es una mezcla que se está congelando”. La respuesta a nuestro interrogante está en dos términos mágicos: “debate” e “interpretación”.

El Marqués de Condorcet, girondino y reconocido adalid del deliberativismo, estaba convencido de que la Convención tenía que ofrecer un debate público capaz de convencer “a la opinión del género humano, a la de la posteridad. Ella debe poder decir: han sido respetados todos los principios generales de la jurisprudencia, reconocidos por los hombres esclarecidos de todos los países”. De hecho, el debate de los convencionales fue tan abierto y público que los derechos fundamentales del rey (principio de inocencia, defensa en juicio, imparcialidad judicial, recusación, apelación, juez natural, separación de los poderes, distinción entre acusadores y jueces, contestación y verificación de la prueba, etc.) fueron debatidos de modo exhaustivo antes de ser violados sistemáticamente. Cabe recordar que al finalizar la única audiencia que tuvo el rey durante el juicio, cuando el presidente de la Convención le preguntó si tenía algo que agregar, Luis XVI respondió: “Sí, quiero un abogado”.

Respecto a la interpretación, a sabiendas de que la Constitución de 1791 sancionada por los representantes del pueblo estipulaba que el rey solo podía ser juzgado por delitos cometidos con posterioridad a su derrocamiento, Condorcet sostuvo que “es necesario discutir el sentido” de las disposiciones jurídicas que impedían la condena del rey. Según Condorcet, dado que la absolución del rey “es más que suficiente, sin duda, para excitar la indignación de los hombres que tienen en el alma el sentimiento de la libertad y de la igualdad”, entonces “la impunidad del rey no está decretada por la constitución”. Por lo tanto, para Condorcet, si algo nos indigna puede ser interpretado como inexistente. Como diríamos hoy, interpretada en su mejor luz, la Constitución de 1791 no contiene los fueros que figuran en su texto.  

La defensa del rey, que solo tuvo unos días para prepararse, insistía en que Luis Capeto era un ser humano y que por lo tanto sus derechos (no menos humanos) debían ser respetados. En las célebres palabras de Raymond Desèze, quien pronunció el alegato en defensa del rey: “Ciudadanos, les voy a hablar con la franqueza de un hombre libre: busco entre ustedes a los jueces y veo acusadores. Ustedes quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y son ustedes mismos los que acusan. Quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y ya han emitido vuestro voto. Quieren pronunciarse sobre la suerte de Luis y vuestras opiniones recorren Europa. Luis será entonces el único francés para el cual no existirá ley ni forma algunas. No tendrá los derechos de los ciudadanos ni las prerrogativas del Rey. No gozará ni de su antigua condición ni de la nueva. ¡Qué extraño e inconcebible destino!”.

No es sorprendente que las raíces del “lawfare” se remonten por los menos hasta la Revolución francesa. Después de todo, como muy bien dice Luigi Ferrajoli, “en el derecho penal nunca se inventa nada nuevo”.