Un centenar de jóvenes en España aceptan el reto de pasar una semana sin celular: del “vacío” a la “liberación”

Néstor Cenizo

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En la primavera de este año, Amparo García (21 años) aceptó un reto: el teléfono celular sería un objeto prohibido durante toda una semana. Nada de Whatsapp, ni de TikTok o Twitter. Ni siquiera consultar el correo electrónico o usarlo para hacer y recibir llamadas o pagar el estacionamiento en zona azul. El resultado fue una sensación de “vacío” y de “no saber qué estaba pasando”. Echaba de menos el bombardeo habitual de notificaciones informativas, pero también le faltaba una herramienta habitual de trabajo, su principal instrumento para las relaciones sociales y una distracción, porque en todo eso, pero básicamente en Twitter, Instagram, Whatsapp y Facebook, se le van las aproximadamente cinco horas que usa el móvil a diario.

Ella es una de las 97 jóvenes que ha participado en un experimento liderado por investigadores de la Universidad de Málaga, y que ha revelado la ansiedad y la inseguridad que sufrieron al prescindir de su teléfono durante una semana. Una dependencia parecida al síndrome de abstinencia, que hizo que alguno no resistiera la tentación de echar mano del terminal. Probablemente, no difiera demasiado de lo que pudieran sentir personas de otras edades.

“Al principio lo pasé mal. Era muy difícil contactar con personas, profesores. Nos pilló en un momento que teníamos que hacer entregas y trabajos de grupo”, cuenta Lorena Vegas, que también tiene 21 años y estudia Periodismo. Ella pasa entre cinco y seis horas cada día pendiente del terminal, sobre todo en redes sociales. Se informa a través de los medios que sigue en Instagram confiando en su algoritmo, que le sugiere qué le puede interesar.

Lorena escondió el móvil en un cajón poco accesible y resistió. El primer día fue a echar mano de él, como hace cada mañana cuando suena su alarma. Pero no lo tenía. Se sintió extraña e insegura, pero también algo “liberada”. Empezó a prestar más atención a lo que le cuentan las personas con las que almuerza, y así sigue. El experimento le ha servido para tomar conciencia y ha descubierto que puede pasar dos horas de charla con sus compañeras de piso dejando el móvil en su habitación.

 “Solía decir que no tenía tiempo para leer, pero en realidad lo dedicaba al móvil. Los últimos días de la semana estaba encantada”, dice Amparo García. Pasar siete días sin el móvil le hizo sentir alivio, pero también ser consciente de sus limitaciones. “Me gustaba, pero el sistema no te deja”.

Ansiedad y frustración

El experimento forma parte de una investigación más ambiciosa, iniciada en 2020 y que se prolongará durante 2023. Se trata de valorar la calidad de la “dieta informativa” de los jóvenes, constituida casi en exclusiva por lo que proporcionan las redes sociales. La investigación la lideran dos profesores de Periodismo de la Universidad de Málaga, Pedro Farias y Bernardo Gómez, y cuenta con la participación de la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Miguel Hernández de Elche, la Universidad de Viena y la Universidad de Beira Interior (Portugal). Está financiada por el Ministerio de Ciencia e Innovación, y cuando concluya se editará una guía que ayude a los jóvenes a comprender la relevancia de las fuentes del acceso a la información.

“Su forma de socializar está completamente vinculada al móvil. Para algunos, es casi una droga. Por eso, muchos decían que estaban perdidos, que lo necesitaban”, comenta Farias, que admite que el móvil es indispensable, pero pide racionalidad: “Es un disparate pasar cinco horas a redes sociales”.

97 jóvenes de entre 15 y 24 años de Málaga, Elche y Madrid se prestaron al experimento entre marzo y junio de 2022. Accedieron a que sus teléfonos móviles fueran monitorizados durante tres semanas. El objetivo de la prueba durante la primera semana era obtener datos de tiempo de uso de aplicaciones, notificaciones recibidas o consultas al dispositivo, entre otros. Información que el propio teléfono suele agrupar bajo una pestaña de “Bienestar digital”. En la segunda, se les pidió un paso más: que no lo utilizaran y que apuntaran sus sensaciones en un diario. La tercera sirvió para comprobar cómo recuperaban su “normalidad”.

La mayoría vivió la segunda semana con ansiedad y frustración, según las conclusiones del estudio. Los investigadores disponen de un buen arsenal de frases que reflejan ese estado emocional. “Tenía necesidad de tener el móvil cerca. Tenía ansiedad si estaba lejos. Me tranquilizaba solo con tenerlo cerca”, anotó alguien. Para otro, la ansiedad por no tener su móvil supera la que sintió en aquellas ocasiones en que ha intentado dejar de fumar. Existe un componente social, y ver a los demás usando libremente su móvil no ayuda: “Ver a todo el mundo con el móvil en el transporte público me creaba necesidad de usarlo”.

Despegarse de la pequeña pantalla también les abrió otros mundos: “He conseguido leerme un libro completo. Hace seis años que no leía un libro por placer”. Hay quien refleja cómo sustituyó el rato que cada noche dedica a TikTok en la soledad de su habitación por hacer “más vida en familia”, quien descubrió cómo es ver una serie “sin distracciones” y quien evitó las discusiones con sus padres por el uso del móvil porque aquella semana había desaparecido el objeto de la discusión. Varios reflejaron una mejora en su rendimiento académico.

Concluida la fase de abstinencia, recuperaron con rapidez el consumo habitual. Unas cinco horas diarias, de las que destinan cuatro a redes sociales, por este orden: WhatsApp, Instagram y TikTok para el consumo informativo.

Una investigación sobre cómo se informan los jóvenes

La investigación sobre cómo se informan los jóvenes aún está lejos de concluir. El objetivo es triple: en primer lugar, se trata de saber cómo usan las redes sociales para informarse; también, de saber cómo utilizan su instrumento de comunicación social preferido, el teléfono móvil, para informarse; y por último, de determinar hasta qué punto conocen y acuden a los medios de comunicación tradicionales —prensa, radio y televisión—.

Según los datos del Eurobarómetro 464 (2018), los jóvenes de entre 15 y 24 años son los que más se informan a través de las redes sociales y mayor crédito dan a sus contenidos. De fondo, subyacen varias cuestiones: el interés de los jóvenes por la agenda mediática, el supuesto desapego por los medios tradicionales, la vinculación con las redes sociales, la exposición a medios y contenidos alternativos, la confianza que les genera o la calidad de su “dieta mediática”.

“Nuestra preocupación es la información. Llevamos mucho tiempo investigando sobre credibilidad, y nos dimos cuenta de que el gran problema eran los jóvenes, el futuro”, comenta Farias. Los jóvenes son nativos digitales, pero eso no implica que sean conscientes de las implicaciones que tiene su forma de acceder a la información y los canales por la que la obtienen. “Las redes han añadido ruido, apartando a actores profesionales y serios, y dejando que otros actores interesados, por ejemplo con fines propagandísticos o publicitarios, acaben dominando el flujo”, alerta el investigador, catedrático de Periodismo.

Unos “nutrientes malísimos”

Es un sistema perverso, dice, porque al mismo tiempo la mayoría de los jóvenes ha dejado de realizar un esfuerzo activo por acceder a la información o contrastarla. Reciben información incidental, confiando más en la red que en la propia fuente. “Es una dieta con unos hábitos y unos nutrientes malísimos”, opina Farias, que hace un símil: nadie se alimenta solo de donuts, pero los jóvenes se están alimentando casi exclusivamente de lo que les proporciona la red a través de algoritmos, clickbaits o el lenguaje visual de TikTok.

“Al final llegan las noticias más escandalosas y banales, contenidos enormemente superficiales. Es la información que recibe la generación del futuro”, alerta Farias: “Y tiene que haber información de entretenimiento, pero hay un elemento básico: saber qué está pasando, porque si no te manipulan. Con esta forma de consumo es más fácil”.

NC

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