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Armas, pandillas e injerencia extranjera: así fue Haití de mal en peor

Un hombre camina junto a un mural en homenaje al asesinado expresidente Jovenel Moise, en Puerto Príncipe.

Peter Beaumont

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Parece que la activista política haitiana Marie Antoinette Duclair no se percató de que dos hombres en moto perseguían su coche por las calles mal iluminadas de Puerto Príncipe.

Su acompañante en la noche del 29 de junio era un periodista, Diego Charles. Habían estado en una reunión y en ese momento, a las 23 horas, iba a dejarlo en su casa en la zona de Christ-Roi, en la capital de Haití.

Cuando Charles caminaba hacia la puerta, los sicarios le dispararon desde su vehículo y lo mataron. Luego asesinaron a Duclair, que estaba sentada en su coche.

En total 15 haitianos fueron asesinados esa noche, incluyendo a Charles y a Duclair. La noticia no ocupó muchos titulares internacionales. Al menos no por mucho tiempo.

Apenas una semana después, otro asesinato eclipsó el interés por esa noche sanguinaria de violencia: el del presidente de Haití, Jovenel Moïse, que fue atacado por mercenarios en su casa en las colinas de Puerto Príncipe en un posible intento de golpe.

Una crisis de violencia

Si algo vincula estos dos sucesos es que ambos representan brutalmente la situación de Haití, el país más empobrecido del hemisferio occidental, que desde 2018 se ve sacudido por las protestas y por la violencia. En esta crisis creciente, las armas –y aquellos preparados para usarlas– se han convertido en algo normal.

Una instantánea de esta crisis quedó plasmada en diciembre de 2019, durante un encuentro de The Guardian con Wandy Drelien, un hombre haitiano que estaba liderando una barricada de manifestantes cerca del aeropuerto de la capital y a quien se le asomaba de la cintura una pistola bajo su camiseta.

En aquellos días, pocas semanas antes de la irrupción de la pandemia de coronavirus, la larga crisis política de Haití había llevado a protestas y violencia en las calles, aunque pocos se imaginaban entonces hasta dónde llegarían.

“Luchamos en contra de un sistema en el que no podemos comer y no nos pagan. Por eso hemos tomado las calles”, explicaba Drelien entonces. “El presidente [Moïse] no trabaja para nosotros. No es amigo del pueblo, solo de la burguesía y de los empresarios, mientras nosotros vivimos en la pobreza”.

Ahora Moïse está muerto, asesinado en su residencia privada en el distrito Pelerin 5 de Pétion-Ville, un enclave rico en las colinas de la ciudad donde vive la élite política y empresarial de Haití. Y la larga crisis de Haití se ha acelerado al máximo.

Dependencia del exterior

Ver cómo los estados más corruptos y peor gobernados del mundo se tambalean de catástrofe en catástrofe entre golpes de Estado, gobiernos fallidos y desastres naturales se ha convertido en algo rutinario.

Pero la crisis actual plantea una pregunta particular: ¿cómo es posible que haya seguido empeorando la situación de los haitianos en la mayoría de los indicadores a pesar de haber recibido 11.000 millones de euros en ayuda internacional desde el devastador terremoto que mató a aproximadamente 220.000 personas en 2010?

Los modestos avances en la reducción de la pobreza en Haití, según el Banco Mundial, se han revertido, con un 60% del país viviendo en la pobreza, mientras que el 20% más rico concentra más del 64% de los ingresos.

Haití es un caso poco habitual entre las naciones fallidas y frágiles. No es solamente un Estado que depende enormemente de la ayuda al desarrollo exterior y de las remesas de los haitianos que viven en el extranjero, sino que es un Estado en el que la asistencia y la intervención extranjera, lejos de ayudar, han contribuido a debilitar una administración casi inexistente.

Pocos de los que no hayan visitado Haití pueden comprender la ausencia de servicios e instituciones, de planificación o de dirección estatal.

En una entrevista hace tres años, ya cuando la crisis actual estaba comenzando, el entonces representante especial de la misión de estabilización de la ONU en Haití, Joël Boutrue, fue tajante. “Haití estaría mejor sin ayuda”, dijo. “O, al menos, sin el mal tipo de ayuda que permite que la administración y las élites sigan sin cambiar”.

“Sería mejor crear las condiciones para que el cambio se produzca”, dijo. “Si nos involucramos, deberíamos hacerlo de un modo inteligente, aunque sea menos visible en términos del valor creado”.

Y aunque esa sea solo una parte del cuadro, es una parte importante. Haití, la primera república negra del mundo y primer país fundado por antiguos esclavos, declaró su independencia de Francia en 1804. La nueva nación se enfrentó a bloqueos, aislamiento e injerencias de potencias de mayoría blanca durante dos siglos, incluyendo a Francia, que impuso un siglo de indemnizaciones empobrecedoras por la pérdida de sus eslavos, las cuales se saldaron en 1947 a cambio de un reconocimiento oficial.

Mientras algunas de las consecuencias más tóxicas de la intervención han sido obvias, otras fueron más sutiles. Tal como escribió el historiador estadounidense Robert Taber en el Washington Post la semana pasada, algunas están muy bien documentadas, “incluyendo el golpe de Clinton al mercado arrocero haitiano a mediados de los 90 y la reintroducción del cólera por parte de las fuerzas de paz de la ONU a mediados de los 2000”.

“La idea de Haití como Estado asistido [aid state] es una corrección de la idea de Estado fallido [failed state]”, dice Jake Johnston, investigador del Center for Economic and Policy Research en Washington y quien acuñó el término. Johnston regresó de Haití pocos días antes del asesinato de Moïse. “No se trata solo de la asistencia, sino de las interferencias e intervenciones extranjeras”.

“Cuando hablamos de un ‘Estado asistido’, es un país [donde] las instituciones actuales han sido conformadas más por actores externos que por los internos. Eso se ha manifestado de distintos modos, no en menor medida por el hecho de que desde la dictadura de [Baby Doc] Duvalier (que concluyó en 1986), la asistencia ha pasado por alto al Gobierno, lo que ha tenido un efecto profundamente corrosivo”, señala.

“En vez de fortalecer a las instituciones, el mecanismo de transferencia corroe a esas mismas instituciones, especialmente en las últimas décadas, donde se ha producido una subcontratación del Estado”, dice Johnston.

“Las políticas económicas fueron impuestas por bancos multilaterales, como el FMI, que redujo los subsidios a la agricultura. La educación y el sistema de salud han sido entregados a actores privados, como ONG. Todo esto ha creado una separación entre el pueblo y un Gobierno que no está gobernando”, indica.

Si esto vació las instituciones de Haití, las intervenciones extranjeras, incluyendo las políticas de asistencia, han tenido un efecto todavía más pernicioso, denuncia el investigador.

“La asistencia para Haití es utilizada con propósitos políticos desde hace años. Es una transacción. Ha crecido bajo ciertos líderes y se ha reducido cuando hay otros menos favorecidos, o fluyó hacia una organización que comparte los intereses del país donante”, dijo.

Esta profunda desconexión entre una clase gobernante que apenas gobierna, extraída de la élite rica, y los apenas gobernados, deja pocos incentivos para que los supuestos gobernantes combatan los problemas de Haití –desde la criminalidad violenta representada por las pandillas, hasta la falta de servicios públicos, la pobreza rampante y la explotación medioambiental–.

En Haití, donde los políticos y los criminales comparten la misma impunidad, la política ha contado históricamente con pandillas armadas que operan como paramilitares para permanecer en el poder en lugar de la rendición de cuentas electoral. Desde los Tontons Macoutes de Papa Doc Duvalier a los Chimères [o fantasmas] de la época de Jean Bertrand Aristide y las pandillas empleadas por ambos mandos bajo Jovenel Moïse.

Jonathan M. Katz, periodista estadounidense que informó sobre el terremoto de 2010, ha analizado en su libro The Big Truck That Went By: How the World Came to Save Haiti and Left Behind a Disaster (“El gran camión que pasó: cómo el mundo vino a salvar a Haití y dejó atrás un desastre”) cómo casi 3.000 millones de euros en asistencia extranjera han fracasado en el intento de lograr que Haití mejore.

“El tema es que yo no creo que la gente se dé cuenta de cómo la ayuda ha sido utilizada intencionalmente para debilitar al Estado haitiano. Hay un largo sendero de papel (aunque poco conocido), que se remite hasta el final de la dictadura de Duvalier e involucra particularmente a EEUU”, dice.

“Hay documentos que hablan muy específicamente de usar organizaciones privadas, voluntarias – ahora conocidas como ONG– para dirigir el dinero lejos del Gobierno haitiano y recrear sus funciones en otros sitios”.

“Volvió a suceder explícitamente durante el Gobierno de Aristide [el presidente de izquierdas que fue víctima de un golpe y fue restituido mediante la intervención militar estadounidense] y hay documentos públicos de USAid y otras agencias gubernamentales que dices que reteníamos el dinero para dirigirlo a organizaciones privadas y debilitar las políticas de Aristide”.

La consecuencia, tal como han señalado los críticos en los últimos años, fue la profundización de la larga crisis democrática de Haití, con una participación electoral que se hundió desde que Aristide se convirtiera en el primer líder elegido democráticamente en los 90, hasta las primeras elecciones después del terremoto, donde participó menos del 25% del censo.

Los gobiernos recientes han estado principalmente alejados de las vidas de los haitianos pobres, con sus mandatarios elegidos del mismo círculo cerrado de oligarcas con conexiones políticas y bendecidos por los poderes extranjeros, no en menor medida por Washingon, que han perseguido la estabilidad inmediata más que la sostenibilidad a largo plazo.

El escándalo de PetroCaribe

Todo esto llegó a un punto crítico en el escándalo de PetroCaribe que comenzó durante la presidencia de Michel Martelly y donde Moïse se vio enredado al sucederlo.

El proyecto de 2.700 millones de euros de PetroCaribe –de los cuales se estima que 1.700 millones fueron robados– era un modelo alternativo para mejorar la situación haitiana, donde los fondos liberados por un sistema de pago diferido de créditos por electricidad venezolana serían utilizados por el Gobierno de Haití para proyectos de desarrollo de gran escala.

El punto que hace diferente al escándalo de PetroCaribe –aunque no fuera la corrupción– fue la capacidad de los haitianos y de sus instituciones de preguntar qué había sucedido con los miles de millones faltantes.

“El tema con PetroCaribe”, dice Katz, “es que se suponía que sería todo lo que la reconstrucción posterior al terremoto no fue. La generosidad venezolana liberaría todo este dinero para que Haití gastara en sí misma”.

“Si hubiéramos tenido un mejor líder, uno más responsable con el pueblo que Martelly, podría haber dado buenos resultados”, añade.

Jean Marc Brissau, un joven Haitiano que estudió Derecho en Puerto Príncipe antes de emigrar a EEUU identifica otro problema clave que contribuye a los problemas de Haití: el éxodo de personas bien formadas que rechazan involucrarse en la política problemática.

“Las pandillas controlan el país y por eso la gente educada como yo no encuentra un lugar en Haití”, dijo. “No nos sentimos bienvenidos. No quisiera involucrarme en la política y ser etiquetado de corrupto o ser secuestrado”.

“Entonces te dices a ti mismo: ‘Puedo cambiar las cosas mejor desde el extranjero’. No es como debería ser, pero es como es”.

Traducción de Ignacio Rial-Schies

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