OPINIÓN

Dolor y previsibilidad

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La semana pasada el diario Clarín despidió 48 trabajadores. Recibieron un sorpresivo email que los notificaba durante la madrugada y por la mañana encontraron la redacción del diario vallada. Ni una explicación, ni la oportunidad de juntar sus cosas y despedirse de los compañeros. Desechados como si fuesen objetos.

No cuesta mucho ponerse en el lugar de esas 48 personas que repentinamente quedan en la calle. Los que tengan más de 40 años enfrentan la perspectiva más que probable de no volver a conseguir empleo nunca. Incluso los más jóvenes se la verán difícil. ¿Quién pagará el alquiler? ¿Cómo atender la salud sin obra social? Problema suyo. Los que esta vez tuvieron la suerte de no resultar despedidos vivirán con la espada de Damocles cotidiana de no saber si en cualquier momento les llega el email fatídico y listo, la vida se vuelve imposible de un día para el otro.

Nada peculiar hay en este episodio: lo mismo había pasado en 2019 con otros 65 trabajadores del mismo diario y lo mismo sucede cada día en todas partes. Es habitual que las empresas se comporten así. Quienes no son dueños deben vivir en la incertidumbre total. Y no es una consecuencia no deseada de una dificultad ocasional. Así funciona el mundo. Más aún, es un proyecto político. Con su brutalidad característica lo decía en 2017 Esteban Bullrich, Ministro de Educación de Mauricio Macri, cuando afirmó que la misión de la educación pública era acostumbrar a los asalariados a vivir en la incertidumbre “y a disfrutarla”. Que no la padezcan: que les guste.

“Incertidumbre”: la palabra tiene un antónimo perfecto, que es “previsibilidad”. La imposición de una vida de incertidumbre total para los trabajadores contrasta con la exigencia, por parte de las mismas voces, de garantizar “previsibilidad” para los inversores. El capital debe saber exactamente qué pasará. Se le debe garantizar “reglas de juego claras” que nunca cambien. Necesitan saber que sus ganancias continuarán siempre sin sobresaltos, que para ellos los impuestos nunca subirán, que la política macroeconómica tendrá siempre la orientación que necesitan. El mismo año que cantó loas a la “incertidumbre” laboral, el propio Esteban Bullrich exigió al Congreso dar señales de “previsibilidad” a los empresarios.

¿Quién dispuso que a cada clase social le corresponda uno de esos dos sustantivos? ¿Por qué la placidez de conocer exactamente cuánto van a ganar uno en el futuro para los empresarios y la resignación de tener que adaptarse a no tener con qué comer de un día para el otro para un trabajador? ¿Por qué no podría ser al revés: condiciones de vida elementales más o menos estables y garantizadas para todos y que el deseo de ganar mucho más que los demás deba adaptarse a los cambios que lo primero requiera? Porque, además, ¿no era que la ganancia de los inversores viene del “riesgo empresario” que toman? ¿Dónde queda el riesgo, cuando se debe garantizar “previsibilidad”? Y sobre todo, ¿qué tiene de “riesgoso” ganar un mango menos de lo esperado, cuando uno lo compara a la posibilidad –ella sí verdaderamente riesgosa– de quedar en la calle en cualquier momento, por el simple antojo de un gerente de recursos humanos? Riesgo, lo que se dice riesgo, es ese. Lo otro sería apenas una pequeña frustración.

La semana pasada también tuvimos la noticia de que la vicesecretaria de Estado de los Estados Unidos nos exige a los ciudadanos argentinos “soportar el dolor a corto plazo” que, en su visión, insumirá resolver los problemas de nuestra economía. Dicho en otros términos: que el bienestar de la economía requiere que la política acepte infligir dolor y los ciudadanos padecerlo. La certeza del dolor inmediato a cambio de la promesa vaga de algún bienestar a futuro. Las personas al servicio de “la economía”. Fácil decirlo para la funcionaria de un país que, por más torpe que fuera, ni siquiera podría tener el principal problema que tenemos hoy en Argentina, la falta de dólares, porque ellos mismos tienen el privilegio de imprimirlos.

La derecha liberal (tanto la antiperonista como la que encarnó el peronismo) no nos ahorró dolores. Los hemos tenido ya de sobra. Hay, de hecho, una larga pedagogía del dolor plasmada en una lista de expresiones memorables. Hay que “pasar el invierno”, decía Álvaro Alsogaray en 1959. Hay que “ajustarse el cinturón” mientras se produce la “reorganización nacional”, exigía la dictadura. Hay que bancarse una “cirugía mayor sin anestesia”, decía Carlos Menem. La metáfora parece brutal porque realmente lo es: ¿cómo no va uno a aplicar al menos anestesia si sabe que va a causar dolor?¿Para qué el agregado de que sea “sin anestesia”? El PRO nos anuncia más sufrimientos para cuando ganan las elecciones: “hay que dinamitar casi todo”. Tratan de no quedarse atrás de las promesas de destrucción que lanza Javier Milei y que le vienen dando sus éxitos.

Estamos todos hartos de una democracia que no da respuestas y de la crisis sin fin. En eso estamos de acuerdo. Y es cierto que, a veces, en nuestras vidas, hay que atravesar momentos de dolor para estar bien. Como cuando uno decide romper una relación que no funciona: duele al comienzo, pero es para mejor. El problema es que la economía no es una relación. O mejor dicho, nos obliga a un vínculo que no podemos romper. Lo único que se puede hacer, con suerte, es renegociar los términos del contrato. Cuando nos invitan a “dinamitar todo” o a “bancarnos el dolor”, hay que tener claro que no todos estamos del mismo lado de la mecha. Que los que exigen dolor no son los que lo padecerán. Que nos vienen aplicando dolor periódicamente desde 1959, a cambio de mejoras que nunca llegan. Porque esas mismas medidas salvadoras crean o profundizan los problemas que prometen solucionar.

Si queremos salir de la crisis permanente, en algún momento habrá que hacerse las preguntas de fondo. ¿Por qué nos tocan esos sustantivos y verbos? ¿Por qué dolor e incertidumbre para algunos, pero no para otros? ¿Por qué no plantearlo al revés? ¿No podría el FMI bancarse el dolor de no cobrar el préstamo ruinoso que otorgó a Macri para que gane las elecciones, de modo que la economía argentina pueda reconstruirse? ¿No podrían los inversores bancarse un rato de incertidumbre respecto de sus tasas de ganancia mientras conseguimos la calma de una vida digna para las mayorías? ¿No podríamos dinamitar el privilegio, la renta extraordinaria captada por unos pocos, las exorbitantes ganancias financieras, la fuga de capitales, en lugar de dinamitar derechos laborales y poder adquisitivo?

Los privilegiados nunca ven sus privilegios, ni tienen la capacidad de percibir que surgen del dolor ajeno.

EA