Cada tanto mi barrio, Floresta, sale en los diarios. La última vez fue en febrero de este año, cuando unos trapitos atacaron a un vecino que no quería pagarles por dejar el auto en la vía pública, pero antes y después también hubo episodios porque —dirían en Gran hermano— damos show. Sabemos implosionar en público. En 2023 una casa tomada se derrumbó con treinta y cinco familias adentro; en 2024 los vecinos denunciamos un búnker de drogas que funcionaba al lado de una escuela; y a principios de 2025 se incendió un depósito textil del Polo Industrial Avellaneda, un área a la que va a comprar el país entero y que, tras su fachada de espacio comercial, esconde talleres clandestinos con mano de obra esclava y una categoría de actividad fabril —prohibida en la Ciudad— que nadie desmantela.
Gracias a estos eventos el barrio libera, cada tanto, parte de su miasma y logra atraer a los canales de televisión. Pero después se vuelve a hundir en su materia cotidiana, en el chiquitaje que no llega a la prensa, en el caldo de locura en el que nos cocemos cada día cuando salimos al mundo, y que tiene un principal ingrediente activador: el ferrocarril Sarmiento. Un tren que va desde Moreno —conurbano oeste— hasta Plaza Miserere y que corre en paralelo a la avenida Rivadavia.
En los barrios de Once, Almagro y Caballito, el cruce de vías del Sarmiento se da principalmente a través de túneles y puentes, como en buena parte de los demás barrios que tienen ferrocarril (por no hablar del viaducto del Tren Mitre en la estación Belgrano C: una obra tan primermundista que te desconcierta). Pero en Flores y Floresta, no. Acá hay que cruzar pasos a nivel que, a su vez, al ser linderos con una zona comercial descontrolada —hablo otra vez del Polo Industrial Avellaneda— hacen que atravesar la vía con el auto sea una epopeya que puede durar entre 20 y 40 minutos.
Es un dato interesante en estos días de campaña en los que muchos candidatos a la Legislatura porteña hablan de la línea “F” de subte como si ese fuera el símbolo de un progreso que venimos postergando.
Por supuesto que una línea nueva nunca se le niega a nadie. Mucha gente la va a usar aun cuando en un tramo la F haga un recorrido similar a los de la H y la C, y en otro el mismo de la D, lo que hace de la F un proyecto propio de una urbe que tiene cubiertas buena parte de sus prioridades y está en condiciones de pagar una segunda ronda de obra pública.
Pero antes de montarse sobre la “F” y hacer todos los juegos de palabras que se les vienen ocurriendo en tiempos de campaña (la “F” da para hablar de Futuro, de Felicidad, etc.), los invito a que vengan en auto a Nazca y Rivadavia, a Azul y Rivadavia, a Segurola y Rivadavia, a Carrasco y Rivadavia, a Caracas y Rivadavia, a Carabobo y Rivadavia, en fin: vengan y enciendan el cronómetro y traten de cruzar la vía. Háganlo, además, en la hora pico, y si tienen resto para una experiencia extrema vénganse un lunes o un miércoles. Ahí los micros de dos pisos con gente que viene al Polo Avellaneda llegan y circulan por calles de cuatro metros de ancho y estacionan donde se les da la gana y hacen colapsar las calles a pesar de que, por ley, los ómnibus de larga distancia tienen prohibido circular por donde se les cante y debieran estacionar en las terminales de Retiro o Dellepiane.
Vengan. Traigan vianda, tapones auriculares y blísters de lo que sea que consuman porque la espera puede ser larga, muy larga. Y la gente se pone nerviosa —muy nerviosa— y en algún momento empieza a sublimar con la bocina, que es lo único que tiene a mano para descargar tanta impotencia.
Vean qué se siente al quedar encerrado en una torta llena de gorgojos. Cómo se te va pudriendo la cabeza. Cómo te empieza a latir el cuello cuando finalmente la barrera se levanta y tenés, al fin, la chance de avanzar, y ves que en ese instante un semáforo ladino, minúsculo, agazapado, que algún desgraciado decidió instalar a diez metros de la barrera, cambia a color rojo para darle prioridad a una calle transversal, a una callejuela con categoría de cortada de la que salen apenas dos, tres autos perdidos que te quitan la oportunidad de cruce que venías esperando desde hacía veinte minutos. Vean cómo, una vez que ese semáforo bendito vuelve a estar en verde, la barrera baja nuevamente y vos seguís ahí, echando raíces en el mismo lugar en el que estabas, preguntándote para qué sirve un estado de derecho cuando lo único que te haría realmente bien es agarrarte a trompadas con alguien.
Entre Flores y Floresta, los dos barrios colapsados por las vías del Sarmiento, sumamos 190.000 personas. Una pequeña legión de ciudadanos que pagamos los mismos impuestos que en Belgrano Futurama y que debemos gestionar nuestros cruces de barrera, muchas veces, por mano propia. Como la barrera, encima, baja mucho antes de que el tren llegue y se queda ahí hasta mucho después de que se vaya —lo que hace que, para el momento en que va a subir, deba volver a bajar porque llega el tren en dirección contraria— en la mayoría de los casos dependemos de la empatía del guardia para que nos abra paso aún cuando la señal intermitente esté encendida.
Eso tiene consecuencias. El 13 de septiembre de 2011, media hora antes del horario en el que yo llevaba a mi hijo a la escuela, un accidente ferroviario en la estación Flores —a tres cuadras del colegio— terminó con once muertos y 228 heridos. Los noticieros hablaron de “accidente fatal”, pero todos los vecinos lo pensamos distinto: era una muerte anunciada. El colectivo 92 se había cansado de esperar y, como tantos otros días, se había mandado derecho en un pésimo cálculo.
Después hubo casos “menores”. Autos con el culo o la trompa reventados, que a veces —a veces— zafaron a tiempo, y peatones arrollados por autos que, al divisar a lo lejos la barrera en alto, se tiraban en palomita y aceleraban a fondo para llegar al cruce antes de que volviera a bajar. En la esquina de mi casa, en Azul y Ramón Falcón, fueron tantos los atropellos que pedimos un reductor de velocidad al Gobierno de la Ciudad. Tres años después tuvimos respuesta: una loma de burro de 10 centímetros de alto que los autos, habituados a epopeyas mayores, superan sin mayor trámite.
Ese es el tamaño de nuestro progreso, en una zona que quedó por fuera del umbral proactivo de todas las gestiones de gobierno y que, a juzgar por el ímpetu retórico que le dan a la línea F, tampoco es tenida en cuenta por los candidatos a ocupar un cargo en la Legislatura de la Ciudad.
“El PRO cumple 16 años prometiendo una línea de subte. Los porteños se olvidaron de la F. Yo no”, dice Leandro Santoro en dos spots —nobleza obliga— bastante cancheros. Fueron esos videítos, y esos textos, los que me llevaron a pensar esta columna y a decir, dispensen la obviedad, que Flores y Floresta también empiezan con F. Que estamos mucho antes en la fila. Y que nos urge saber cuándo nos van a dar el paso.