ENSAYO GENERAL

El héroe adulto

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Ciencia ficción adulta: esa fue el primer giro que me vino a la mente una vez que paré a hacerme un café después de ver al hilo tres capítulos de El Eternauta. No es que la ciencia ficción sea siempre para adolescentes, para nada; pero es innegable que la cuestión del coming of age, la angustia de ver a tu cuerpo cambiar, tener que hacerte hombre y dar con tu lugar en el mundo es una de las ideas centrales a la base de la ciencia ficción de superhéroes, una de las que más circulan en nuestra época. El Eternauta podría haber querido ser eso (una adaptación puede querer ser cualquier cosa), y en cambio toma una decisión muy diferente: poner en la línea protagónica a un grupo de tipos de edad mediana, que no tienen que encontrar su camino sino hacerse cargo de los caminos que han tomado. Un proyecto que puede ser tan desafiante y aterrador como crecer.

En relación con lo público y lo privado la serie funciona como una cajita china, o para explicarlo mejor: toma la estructura de historias de ciencia ficción como la super clásica Star Trek o como Firefly, de Joss Whedon (una de mis favoritas), en las que un grupo de personas viaja en una nave y se va encontrando, en diversas paradas, con lo desconocido. En el fondo, quizás, es simplemente la estructura de la Odisea.

Hay una dimensión de lo íntimo, lo que sucede adentro de la nave, y hay un afuera que va rompiendo las escotillas y filtrándose hasta inundarlo todo, pero algo de la dinámica familiar del interior no se pierde nunca. En El Eternauta la nave es más bien metafórica, aunque los espacios cerrados se repiten: la casa de Favalli, el garage, los diversos espacios vehículos que van tomando. Pero, incluso cuando el grupo se divide o cuando tienen que insertarse en espacios que los superan, hay algo de lo doméstico entre ellos que prima: la memoria compartida, las internas, el truco, los viejos rencores, las canciones que les gustan a todos.

Creo que esa dimensión de lo íntimo es clave para incluirnos a los espectadores que no necesariamente somos fanáticos del género; incluso siento que nos enseña algo sobre el género, nos muestra algo de su verdad. Sin apoyarse de manera excesiva en las metáforas (qué representa la nieve, qué representan los bichos, qué representa el enemigo) esa conexión con lo doméstico nos recuerda que lo importante no tiene por qué estar en el afuera, en lo fantástico o en lo increíble. Que ni siquiera en una producción de este tamaño lo importante son los efectos especiales. Lo importante, al menos para Bruno Stagnaro, parece ser siempre la gente; mucho más que las misiones o que un lenguaje grandilocuente y vacío sobre la humanidad toda.

Así, esa frase tan usada en el marketing de la serie que dice que “el verdadero héroe de El Eternauta es el héroe colectivo” no aparece pensada en un sentido épico. Aparece, más bien, pensada en ausencia. No hay razón, parece decir Stagnaro, para pensar que la gente se va a comportar ante una amenaza sobrenatural de manera diferente que como se comporta ante las amenazas cotidianas, imaginarias o reales, de los migrantes o los pobres o los políticos. No hay razón para imaginar que la desconfianza y el individualismo no van a ser el default; hasta el propio Juan Salvo tiene que autoconvencerse de cuidar a un chico cualquiera como si se tratara de su hija, porque eso le gustaría que hicieran otros con ella.

Pero quizás, igual que en Okupas, lo más interesante de esta obra sea el trabajo con la pregunta por la libertad en el mundo real: la cuestión del libre albedrío. Jean Paul Sartre, el gran filósofo de la libertad, dijo que la libertad solo existía en una situación. Solo podemos hablar de una persona libre, pensar el concepto de ser una persona libre, entendiendo a esa persona comprometida con un mundo que se le resiste. Lo genial de Stagnaro, desde mi humilde punto de vista, es que para pensar esto siempre se mete en situaciones en las que las jerarquías establecidas aparecen no invertidas ni invisibilizadas, pero sí tensadas o trastocadas: en Okupas, Ricardo salía de su mundo de clase media para mezclarse con los márgenes. No conservaba sus privilegios, aunque tampoco los perdía del todo; por eso lo acusaba Sofía de estar jugando a la pobreza, viviendo “unas vacaciones raras” mientras ella trataba de vivir su vida. Ricardo es libre, pero en algún momento se enreda tanto en su situación que ya no tiene opciones. Descubre, entonces, que hay situaciones que te superan; tenés que hacerte cargo igual, tus decisiones te representan igual, pero el mundo pesa tanto que la libertad ya no se siente, efectivamente, como esa ficción teórica de que cualquiera podría hacer cualquier cosa.

Se siente, en cambio, como un conflicto permanente entre el sujeto y el mundo; igual que se siente para Juan Salvo, que insiste en no volver a portar un arma en su vida hasta que finalmente no tiene opción, y se hace cargo, de lo que tiene que hacer pero también de lo que plenamente ha decidido hacer. No recuerdo que en el cómic Salvo tuviera ningún rechazo particular por las armas. Creo que tiene que ver aquí en la adaptación con la historia de este Juan Salvo, el que fue a Malvinas, pero también con esta cuestión profunda que cruza la obra de Stagnaro (también Un gallo para Esculapio, también Pizza, birra y faso), que en este Juan Salvo adulto llega a su punto máximo; la pregunta por qué significa ser un sujeto responsable, por la relación profunda e indisociable entre ser un sujeto libre y sujeto responsable, de nuestros propios actos y de lo que producimos en el mundo, incluso sin querer queriendo.

TT/MF