Opinión

¿Liberales o fascistas? ¡Sí, por favor!

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Como sucede en otros países con fenómenos similares, el surgimiento de liderazgos como el de Javier Milei desafía las categorías políticas heredadas. Al igual que algunos de sus pares de extrema derecha de otros sitios, el sujeto se reivindica “liberal”. Pero por todas partes hay quien sale a discutir su derecho a usar esa etiqueta. Porque se supone que el liberalismo era al menos antiautoritario, pero en Milei y sus seguidores abunda lo contrario. Tienen dificultades para decir si apoyan la democracia como sistema de gobierno, atacan al movimiento de derechos humanos, reivindican la última dictadura militar. A esas linduras se suman otras, como la fobia contra el feminismo y el rechazo del derecho al aborto. Como si fuese poco, mientras celebraban los buenos resultados obtenidos en las últimas elecciones en su bunker de campaña, los seguidores de Milei corearon “¡Basta de negros!”. Y para completar el cuadro, dicen abiertamente que su fuerza debería formar una fuerza de choque, una milicia armada. En fin, por todo esto, para algunas personas corresponde considerarlos “fascistas” y no liberales. ¿Lo son?

Ciertamente son “fachos” en el sentido en que usamos la expresión en la Argentina: gente de extrema derecha autoritaria. Reaccionarios. Pero si uno se pone más exigente con el uso de los conceptos, corresponde decir que no son “fascistas”. Los distingue del movimiento que alumbró Benito Mussolini algo fundamental: el fascismo fue un autoritarismo centrado en el fortalecimiento del Estado y por ello enemigo del individualismo. El lema del fascismo era “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Se lo llamó “totalitario” justamente por esa pretensión de encuadrar totalmente la vida social dentro del aparato estatal (y bajo su liderazgo único). Pero una máxima así causaría espanto a Milei y a sus seguidores, que rechazan el Estado y propugnan el individualismo ilimitado. Agréguese que son, además, partidarios del liberalismo económico en su versión más extrema y, por ello, ajenos al tipo de visión corporativa que fue la marca distintiva del fascismo. Son diferencias sustanciales. 

Si analizamos el discurso de Milei desde el punto de vista doctrinario, al núcleo liberal está más que claro. Cita autores liberales, dialoga con esa tradición, utiliza sus términos. En sus actos públicos suele repetir como mantra su definición de liberalismo: “Es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad.” Nada fascista allí: se trata de una definición perfectamente liberal. Si le entramos a la cuestión desde el punto de vista de su pertenencia al campo del liberalismo, tampoco hay motivos para albergar dudas. Alberto Benegas Lynch (h), acaso el referente más destacado de nuestros liberales “clásicos”, lo reconoció como parte de su familia política, en la que también colocó por supuesto al PRO. Y Macri y Patricia Bullrich lo cortejan y reconocen la similitud de sus programas políticos (una simpatía que Milei retribuye). Se autopercibe liberal, habla como liberal, los liberales lo aceptan como un par… ¿Será que es liberal, nomás?

La percepción de que hay alguna clase de paradoja o inconsistencia en la identificación de Milei como liberal parte, más bien, de un pobre conocimiento de esa tradición. A nadie que haya crecido en la Argentina debería asombrar que se pueda ser “facho” y liberal al mismo tiempo. De hecho, hemos tenido pocos liberales que no hayan combinado ambas disposiciones y no hubo golpe de Estado que no haya contado con robustos apoyos entre figuras de esa orientación. Y no es problema solamente argentino: la desconfianza frente al voto popular es constitutiva de esa tradición y su tolerancia hacia los gobiernos democráticos siempre quedó supeditada a que sus políticas coincidieran con sus ideales. Friedrich Hayek, el pensador señero de los liberales actuales, apoyó efusivamente al régimen de Pinochet cuando impuso el terror sobre la población chilena. Dictadura y liberalismo, para él, no eran términos necesariamente excluyentes. La democracia sólo le resultaba tolerable si era liberal. La etiqueta “neoliberalismo autoritario”, de uso en el campo académico, apunta justamente a reconocer esa conexión histórica. Y como mostró un experto en la historia del pensamiento neoliberal, varios de los partidos autoritarios y xenófobos de la extrema derecha europea (a los que erróneamente se llama “populistas”) salen más bien de esa tradición y mantienen con ella amplias zonas de contacto.  Por último, que haya liberales que también sean conservadores no debería sorprender a nadie. La unión entre ambas tendencias es bastante sólida y continuada. Sólo quien desconoce la historia del liberalismo lo imagina como una corriente invariablemente progresista y democrática.

Más allá de la precisión en el uso de los conceptos, estratégicamente hablando, ¿conviene entonces aceptar a Milei como “liberal”, o sería mejor resaltar su carácter reaccionario llamándolo “fascista”? No necesito decir que todo lo que hagamos para advertir sobre su autoritarismo es importante y bienvenido. Sin embargo, existe un riesgo en eludir el rótulo “liberal” que él reclama con justicia: nos hace quedar entrampados en horizontes políticos del pasado que ya no existen. 

El fascismo histórico, que era antiliberal, llegó a ser un poderoso movimiento de masas. Se lo derrotó con mucho esfuerzo gracias a que, a mediados del siglo XX, había una izquierda igualmente poderosa, en su momento de máxima organización, y a que buena parte de los liberales de entonces se aliaron con ella para contener la barbarie derechista. La victoria militar de los Aliados contra Hitler, Mussolini y sus secuaces y su correlato en los Frentes populares antifascistas que hubo en todas partes –la Argentina incluida– plasmaron esa alianza que nos salvó entonces de movimientos que amenazaban con arrasar las libertades y derechos más elementales. 

¿Hay terreno hoy para una confluencia semejante? Es dudoso. Nuestro escenario actual es completamente diferente. Los “fachos” no son antiliberales, como antaño, sino liberales extremos. La izquierda es débil. Y, lo que es más importante, los liberales más tradicionales se muestran cada vez más seducidos por ese individualismo autoritario que aflora en movimientos como el de Milei. Lo cortejan, lo alimentan desde sus principales organizaciones políticas y desde los medios de comunicación. Los grandes empresarios lo financian y también reciben dinero del Departamento de Estado de los Estados Unidos, vía fundaciones que son su cobertura. Dicho en criollo: no podemos contar con que un liberalismo democrático y progresista vaya a colaborar hoy en la contención del autoritarismo (liberal) que avanza. Más bien es esperable lo opuesto. Acaso sea mejor, en este escenario, no eludir la conexión entre las familias del liberalismo, como sucede si nombramos “fascista” a una de sus ramas. Al contrario, puede que sea estratégicamente más productivo advertir sobre su común tendencia al autoritarismo. 

Estamos en una encrucijada política mundial que amerita la máxima preocupación. De los partidarios de Trump tomando el Capitolio a Bolsonaro amenazando con golpes militares, la nueva derecha radicalizada pone en riesgo, una vez más, los pilares de la vida civilizada. Parafraseando el viejo lema del fascismo italiano, el lema del liberalismo autoritario actual sería: “Todo dentro del Mercado, nada fuera del Mercado, nada contra el Mercado”. Y barrer, violentamente si hace falta, con cualquier obstáculo que se oponga a ello. En cierto sentido, comparten con el fascismo la misma visión totalizante, sólo que desplazada a la fantasía de que sea el capital –y no el Estado– el que totalice la vida social, la fantasía de acabar con la política, de que las corporaciones y sus algoritmos la suplanten, de que votar deje de ser necesario y pueda reemplazarse por su supuesto equivalente: consumir. Que no haya valor, vínculo, derecho o actividad que escape a la lógica del mercado. Se trata sin dudas de una visión totalitaria y por ello tan enemiga de la libertad como la que esgrimieron los Mussolini del pasado. Porque también se propone destruir la urdimbre múltiple de lazos colectivos que da cuerpo a nuestra vida social, para reemplazarla por un único espacio de conexión posible: el del mercado. Que no subsista ningún lazo horizontal por fuera del imperio de su ley. Que nada tenga derecho a existir si no prueba su valor pecuniario.

EA