El origen del sándwich tiene tanto de casualidad como de genialidad. John Montagu, IV conde de Sandwich (1718-1792), era un aristócrata británico apasionado por el juego que pasaba horas —y a veces días— sin levantarse de la mesa. Para no interrumpir sus partidas, pidió a su cocinero una comida que pudiera comer con una sola mano, sin ensuciarse los dedos ni dejar de barajar. Así nació la idea de colocar un trozo de carne entre dos rebanadas de pan.
Lo que empezó como un simple recurso práctico se transformó en un fenómeno social. Muy pronto, el sándwich se popularizó entre la nobleza inglesa y luego se extendió al resto del mundo. Hoy, millones de personas lo disfrutan en todas sus formas: de jamón y queso, de milanesa, vegetariano o gourmet, con infinitas combinaciones posibles.
Aunque Montagu fue un hombre influyente en la política británica —fue embajador, primer lord del Almirantazgo y financió expediciones como la de James Cook, quien bautizó las Islas Sandwich en su honor—, la historia lo recuerda sobre todo por su contribución culinaria.
Durante mucho tiempo, incluso su nombre generó debate lingüístico. En España, la palabra “sándwich” fue resistida por sonar extranjera frente al tradicional “emparedado”. La Real Academia Española recién la incorporó en 1927, y aún hoy conviven ambas formas en distintos países hispanohablantes.
Desde el pan blanco al negro, con jamón cocido o crudo, con vegetales, pollo o milanesa, el sándwich sigue siendo un símbolo de practicidad y placer. Tres siglos después, aquel invento improvisado de un conde jugador de cartas se convirtió en un ícono universal de la comida rápida y en una excusa perfecta para celebrar, cada 3 de noviembre, la creatividad puesta al servicio del apetito.