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El trabajo después del trabajo

1 de mayo de 2025 18:52 h

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El vínculo de las personas con el trabajo puede ser muy diverso. Hay quienes tienen la fortuna de unir el trabajo con su vocación, algo que les apasiona y donde entregan mucha de su energía y dedicación. Para otras personas es un espacio en el que han encontrado oportunidades de satisfacción, un sentido de pertenencia. Para otros, el trabajo no es mucho más que el modo de lograr un ingreso que permita la subsistencia diaria. A veces, incluso, en condiciones indignas, de explotación, con malos tratos.

La Organización Internacional del Trabajo, uno de los organismos multilaterales más antiguos (creado en 1919) es el ámbito de cooperación desde donde se procura generar consensos con la convicción de que la justicia social es esencial para alcanzar una paz universal y permanente. Así, uno de sus esfuerzos más recientes estuvo dirigido a generar un acuerdo internacional para prevenir y eliminar los malos tratos, la violencia y el acoso en el mundo del trabajo, que llevó a la aprobación del Convenio 190 en 2019, ya firmado por 49 países incluyendo Argentina.

Lo cierto es que a lo largo de la vida moderna el trabajo también ha sido un modo de ordenar la vida en sociedad, un espacio de socialización y de redistribución no solo de recursos sino también de derechos. El carácter de asalariado (formal) permitía garantizar el acceso a ciertas prestaciones directas (para la persona trabajadora) y derivadas (para integrantes de sus familias). Pertencer, sabemos, tiene sus privilegios. Estar dentro o fuera del mercado de trabajo formal tiene consecuencias importantes: acceso a una jubilación, a la cobertura de salud, al reconocimiento de días de descanso. La alta y persistente precarización del empleo cambió este escenario en los últimos años, con un empleo formal que no crece hace ya tiempo y que no incorpora nuevos trabajadores, en particular jóvenes que buscan iniciar su trayectoria laboral. Como contracara, crece el cuentapropismo, los profesionales independientes y las nuevas modalidades de trabajo mediadas por la tecnología, sin las características de la relación de dependencia como la conocíamos hasta hace algunos años.

Es curioso que entre los temas que ocupan las noticias en este último año, se destaca la preocupación por la baja de natalidad, como si la disminución de nacimientos en el país (un fenómeno que se registra también en otros países del mundo) implicara un problema inminente. Es cierto que genera un importante desafío a futuro (cómo hacer sostenible una sociedad con más personas viejas que jóvenes y cómo financiar un Estado con menos personas aportando a través de los impuestos o las contribuciones de seguridad social) pero en todo caso también es una oportunidad que al parecer ha sido soslayada. Cómo aprovechar mejor los talentos de toda la sociedad, incluyendo a todas las mujeres actualmente fuera del mercado de trabajo o subocupadas que quisieran mejorar su inserción en el empleo.

No han sido pocas las figuras públicas que lamentaron la disminución en la tasa de natalidad. Desde Elon Musk hasta la vice jefa de Gobierno porteño, pareciera que hay un problema grave en el que se debería intervenir para que aumenten nuevamente los nacimientos y revertir así una tendencia que lleva a que en la ciudad de Buenos Aires vivan más perros que niños menores de 10 años.  Lo que llama la atención es que a partir de esas preocupaciones no siga una reflexión sobre qué factores serán los que contribuyen a que muchas personas elijan la maternidad y la paternidad como una opción, y no como un mandato.

En tono de denuncia, se responsabiliza a las generaciones más jovenes de ser individualistas priorizando sus intereses personales en detrimento de asumir responsabilidades familiares, mientras se propone “volver a fortalecer la familia”, como si hubiera un único modelo de familia.

En todo caso, lo más importante, es reconocer que no le corresponde al Estado intervenir sobre los deseos, aspiraciones y planes de vida personales. Lo que sí corresponde al Estado es implementar las políticas públicas que podrían ofrecer mejores condiciones para que, quienes han elegido ser padres y madres, lo puedan hacer sin que el empleo sea un obstáculo. Algo que sin duda necesitarán conservar para afrontar el mayor costo que tendrá en sus vidas la llegada un hijo.

¿Habrá alguna vinculación entre las condiciones de trabajo, la reconfiguración de los espacios y del mercado laboral y el descenso de nacimientos? Tal vez la inserción laboral y la proyección de su evolución no sea un factor determinante, pero sin duda es un aspecto que se tiene en cuenta.

Si analizamos la tasa de actividad (que involucra a quienes tienen empleo y a quienes lo buscan) vemos que la brecha entre varones y mujeres que no tienen hijos es de 17,4 puntos porcentuales. La brecha se incrementa a 31,4 puntos porcentuales al tener un hijo de 6 años y sube a 40,8 puntos porcentuales al tener 2 hijos o mas de 6 años.  Son más los varones que tienen empleo (en comparación con las mujeres) y todavía muchos más, cuando hay hijos e hijas en el hogar. La participación de las mujeres en el mercado de trabajo (su tasa de actividad) se reduce cuando tienen niños, niñas y adolescentes, pero sobre todo cuando son más pequeños. 

El Estado no puede ni debe entrometerse en los deseos y motivaciones individuales, lo que sí puede y debe hacer, es contribuir a generar las condiciones para que esa decisión sea tomada en el mejor contexto posible.  Esto es, generando políticas públicas de cuidado y apoyo a las familias con hijos o con integrantes con discapacidad o mayores, que requieren acompañamiento para su vida independiente. 

En Argentina, más del 52% de la población es pobre y 6 de cada 10 personas pobres, son mujeres. Los hogares monomarentales son los más vulnerables y con menos ingresos: el 43,3% de las asalariadas jefas de hogar no están registradas, es decir, no tienen ningún derecho o beneficio asociado al empleo. Son estas mujeres las que presentan el nivel más alto de informalidad laboral en el país.  No es de extrañar, entonces, que casi 7 de cada 10 hogares monomarentales están por debajo de la línea de pobreza y 3 de cada 10 bajo la línea de indigencia.

No hace falta conocer las estadísticas en términos de datos duros, seguramente conocemos las historias más o menos cercanas de muchas de estas mujeres que, aún buscando empleo, tienen menos oportunidades de lograrlo y cuando lo tienen, son peor remuneradas. En el tercer trimestre de 2024 la brecha salarial entre hombres y mujeres fue del 27,7%. Las mujeres siguen estando más concentradas en sectores de menor remuneración, mientras que los varones dominan los sectores mejor pagos.

Las responsabilidades de cuidado (en especial en familias con dos o más niños menores de seis años) sigue siendo un freno para el empleo.  

Si la tasa de actividad de las mujeres disminuye hasta 20 puntos porcentuales en hogares con 2 o más niños o niñas, mientras que pasa lo contrario en el caso de los varones (cuantos más niños o niñas tienen, mayor es su participación en el mercado de trabajo), hay algo allí que nos muestra el impacto que tiene la distribución de responsabilidades de cuidado sobre la inserción laboral. Ese impacto se manifiesta no solo en el tipo de inserción laboral, sino también en la generación de ingresos propios y de riqueza para el país.

Si menos personas eligen el camino de la maternidad y la paternidad, y eso se percibe como un problema para la sostenibilidad del sistema, pero al mismo tiempo el mercado de empleo parece “castigar” a las mujeres que son madres, allí parece haber algo que el Estado sí puede válidamente hacer para promover un cambio.

Si reconocemos que hay un trabajo después del trabajo porque cuidar (con amor y dedicación), acompañar y brindar apoyos también conlleva tiempo y esfuerzo, es posible que no sea el interés individualista el que lleva a las personas a demorar o rechazar la parentalidad como un deseo, sino la certeza de que ese será una elección costosa no solo en términos económicos sino también personales. 

Más allá de si el trabajo es la oportunidad para ejercer una vocación, si es un espacio de socialización o una forma de subsistencia (o todo lo anterior al mismo tiempo), las condiciones en que se trabaja y la facilitación de condiciones para que el empleo sea compatible con la vida privada y familiar es un aspecto sobre el cual el Estado puede y debe intervenir. Ese es el rol del Estado: políticas públicas para los cuidados y apoyos enfocadas en las familias, sensibles a las distintas necesidades y requerimientos de las generaciones, la condición de discapacidad y las preferencias individuales, para apoyar a las familias sin entrometerse con nuestros deseos y aspiraciones.

NG/DTC

El vínculo de las personas con el trabajo puede ser muy diverso. Hay quienes tienen la fortuna de unir el trabajo con su vocación, algo que les apasiona y donde entregan mucha de su energía y dedicación. Para otras personas es un espacio en el que han encontrado oportunidades de satisfacción, un sentido de pertenencia. Para otros, el trabajo no es mucho más que el modo de lograr un ingreso que permita la subsistencia diaria. A veces, incluso, en condiciones indignas, de explotación, con malos tratos.

La Organización Internacional del Trabajo, uno de los organismos multilaterales más antiguos (creado en 1919) es el ámbito de cooperación desde donde se procura generar consensos con la convicción de que la justicia social es esencial para alcanzar una paz universal y permanente. Así, uno de sus esfuerzos más recientes estuvo dirigido a generar un acuerdo internacional para prevenir y eliminar los malos tratos, la violencia y el acoso en el mundo del trabajo, que llevó a la aprobación del Convenio 190 en 2019, ya firmado por 49 países incluyendo Argentina.