Cultura

Poesías perturbadoras y un optimista cuento infantil, el lado más desconocido de la premio Nobel Han Kang

Cristina Ros

16 de julio de 2025 07:05 h

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Una de las cosas buenas del Premio Nobel de Literatura es que comienzan a llover las traducciones de los escritores galardonados, algo que se agradece sobre todo cuando se trata de autores poco conocidos o incluso inéditos en nuestro país. Ocurrió con WisÅ‚awa Szymborska, Svetlana Aleksiévich, Olga Tokarczuk y Abdulrazak Gurnah, por ejemplo; y está ocurriendo otra vez con la laureada más reciente, Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970), de quien este año han llegado a las librerías Guardé el anochecer en el cajón (2013; Lumen, 2025), su libro de poesía, y el cuento infantil Hada del trueno, hada del relámpago (2007; Reservoir Books, 2025), ambos traducidos por Sunme Yoon.

Para ser justos, Han Kang no era del todo desconocida en España cuando le concedieron el premio: contaba con cuatro novelas traducidas –aunque dos de ellas ya eran difíciles de encontrar por entonces por el quiebre de su primera editorial, :Rata_–, y una de ellas, La vegetariana (2007), había tenido cierta resonancia en el momento de su publicación. En gran medida ocurrió porque llegó precedida de otro reconocimiento de prestigio, el Man Booker Prize International 2016, que se llevó frente a autores como el turco Orhan Pamuk, Nobel de Literatura 2006, o la italiana Elena Ferrante. Esa obra, además, la situó en el panorama internacional y le dio reputación en su país, donde no era demasiado popular e incluso había sufrido la censura en algunas bibliotecas escolares.

Esa falta de arraigo en su tierra puede explicarse por lo arriesgado de su propuesta: una literatura “incómoda”, que toma como base los traumas colectivos heredados después de los abusos cometidos en Corea del Sur en el pasado reciente, algo que se aprecia sobre todo en novelas como Actos humanos (2014) o la más reciente, la magistral Imposible decir adiós (2021). Esa canalización de la violencia en el cuerpo también se aborda, sin conflicto bélico de por medio, en La vegetariana (2007), que se puede entender como una alegoría oscura del ostracismo al que es condenado quien se atreve a no seguir las normas del sistema, aunque su rebelión parta de un gesto callado y pacífico que en teoría no perjudica a nadie.

Esta concepción perturbadora del hecho literario se extiende, como era de esperar, a sus versos. Como muchos autores, Han Kang hizo sus pinitos en el género en su juventud y luego se centró en la narrativa, si bien su prosa está impregnada de imágenes de enorme fuerza poética, algo de lo que La vegetariana, que se ha comparado con frecuencia con La metamorfosis de Kafka, es un magnífico ejemplo. La autora, por otro lado, sufre de migraña, y dice que trata de transmitir ese estado nebuloso a su escritura, de ahí que sus narraciones parezcan escribirse en estado de vigilia, con esa sensación de desconcierto, de no tocar tierra firme, tan notable en la deriva claustrofóbica de Imposible decir adiós.

Los poemas de Guardé el anochecer en el cajón parecen tomar como base esa extrañeza hacia el mundo de quien no termina de encajar en él, que lo observa desde la mirada fría y no obstante herida de una mujer que conoce la soledad, el desamparo, el dolor, que los experimenta con todo el cuerpo. El poemario, dividido en cinco partes, no mantiene una estructura regular ni un nexo temático único. Los poemas, a menudo breves, van desde lo que parecen inspiraciones a pie de calle a búsquedas íntimas (“Las pesadillas / se me han hecho un hábito, / pero las noches insomnes […] / no me han devorado del todo.”), con una conexión entre los ciclos de la naturaleza (estaciones, animales, temporales) y ella misma (“En anocheceres como este / guardo mi corazón en el cajón”).

El cuerpo, la voz del cuerpo desgarrado, tiene asimismo su propio ciclo: “Con los labios rotos, / con la lengua en la oscuridad, / con los pulmones (todavía) negros e hinchados, / quiero hacerte más preguntas”. A veces, ligado a la convalecencia, como en este poema en prosa: “cuando por fin pude coger del brazo a la vida, me dio un apretón de manos tan fuerte que me hizo trizas los huesos”. Otros motivos son la maternidad, los artistas y sucesos reales traumáticos, además de unas preguntas existenciales en las que brilla en todo su esplendor: “Aun así, la esperanza se asemejaba a un virus. / […] / ¿Qué es eso que sufre dentro de mí? ¿Qué es eso / que no me abandona de una vez por todas? / Siendo mi cuerpo su anfitrión, / ¿se irá cuando me enferme hasta la médula?”.

Han Kang para niños: sin miedo a volar

Desde su mismo título, Hada del trueno, hada del relámpago, este cuento, ilustrado por Jin Tae Ram, ya revela una constante en el universo literario de Han Kang: esa afinidad por el imaginario de nubes, tormentas, lluvia intensa y demás alteraciones atmosféricas que trastocan el cuerpo (y la mente), que le recuerdan al ser humano su vulnerabilidad. El colorido de las ilustraciones va de ese gris de las nubes a los tonos cálidos del mundo habitado por los humanos; también la piel de las niñas tiene un color que emana calidez. Los personajes de las hadas, por otra parte, se enraízan en la mitología coreana; en concreto, en esa vertiente que explica los fenómenos naturales.

Y, por una vez –¡todo sea por los niños!–, Han Kang se permite el optimismo. Todavía más: la risa. Cuán importante es el humor en la literatura infantil; cuánto debió de disfrutar la autora con este cambio de registro, como la disfrutarán los lectores de todas las edades. Las protagonistas son dos pequeñas hadas que, como niñas juguetonas, se cansan de la tarea que tienen encomendada en el cielo y deciden despojarse de ella para lanzarse a vivir, a disfrutar; eso sí, esperarán a escuchar el consejo del hada abuela, un arquetipo de la sabiduría y el afecto familiar que trasciende culturas y épocas.

El mensaje de esta breve fábula es esperanzador: invita a dejar atrás los miedos y las inercias que nos consumen a diario para decidir qué queremos de verdad y lanzarnos a ello sin temor a los golpes. Los habrá, así es la vida, pero mantenerse en una actividad monótona e insatisfactoria no deja de ser una forma feroz de hacerse daño a uno mismo. No hay que olvidarse de jugar, de ver el día a día con la magia de los ojos del niño, de exponerse desnudo y sin barreras. Como dicen las mágicas hadas: “No importa que nos rodeen los negros nubarrones. Nosotras nos divertiremos aunque llueva todo el día”.

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