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Lecturas

Rosario caliente

Balazos en el frente del supermercado de la familia de Antonela Rocuzzo, esposa de Lionel Messi, en Rosario.

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A partir de 2010, al compás de la expansión significativa del mercado de drogas local, el narcotráfico en Rosario adquirió ribetes y tendencias específicas. Si se lo contrasta con la mayoría de las grandes urbes argentinas en las que se produjo un significativo crecimiento y transformación de este fenómeno criminal, la experiencia rosarina ha constituido una anomalía fenoménica cuya rareza estuvo dada por dos aspectos estructurantes del emprendimiento delictivo. Por un lado, la reformulación de la relación del narcotráfico con el Estado y, en su marco, el quiebre de la regulación ilegal de la policía y la visibilización del consentimiento judicial y político a esa “gobernabilidad” del crimen. Por otro lado, a partir de aquello, llamativa fragmentación criminal resultante de la multiplicación de numerosos grupos y pandillas volcadas a copar una porción menor de ese mercado, sin destrezas de negociación y sin vocación para establecer pactos de convivencia y con una tendencia casi natural a imponerse y controlar sus emprendimientos mediante la violencia letal, la que se fue proyectando en el tiempo como una práctica fundamental de reproducción del negocio y del control del territorio en el que el narcotráfico se ha desenvuelto.

Este proceso histórico estuvo tallado por la conformación de dos grandes “asociaciones” criminales cuyas relaciones y conflictos marcaron la dinámica de la expansión y consolidación del mercado de drogas rosarino: Los Monos, conformados en torno de la familia Cantero, y el clan Alvarado, liderado por Esteban Lindor Alvarado, heredero de Luis Medina en el palo del narco.

Estado y crimen

En Rosario, el problema no es el crimen sino el Estado o, mejor, la camándula político-judicial que se apropió de él en función de preservar un orden conservador, de ribetes feudales, con áreas clandestinas notables y connivente con los delitos de sangre, en particular, con el narcotráfico... o con el dinero generado por este.

Hace un tiempo, sostuve que en la Argentina “el narcotráfico está estatizado o, dicho de otra manera, es regulado estatalmente”, dado que no había “emprendimiento criminal abocado al narcotráfico que no [tuviera] al menos algún grado de protección o cobertura policial, o en el que la policía no [participara] como un actor central”. Y señalé que la cobertura estatal no terminaba en la policía, sino que también contaba con la política, ya que aquel contubernio policial-criminal tenía “el consentimiento –directo o indirecto, activo o latente– de los diferentes gobiernos políticos, de derecha o de izquierda, en la medida en que eso les asegure una gobernabilidad serena, calma y sin sobresaltos, que no cuestione de manera radical los intrincados sistemas de la seguridad”.

En verdad, el abordaje estatal del narcotráfico nunca apuntó a su conjuración mediante estrategias de prevención o persecución eficientes, sino a su conversión en un asunto políticamente tolerable, sin escándalos, exento de problemas y libre de situaciones críticas para los gobiernos y para los dirigentes. Y ello sólo se podía garantizar si el emprendimiento narco-estatal se mantenía oculto, clandestino, soterrado para la sociedad, los medios de comunicación y la justicia penal, lo que, por su parte, podía asegurarse de una sola manera: la ausencia de violencias que le pusieran luz al crimen “ordenado” estatalmente. En concreto, la regulación estatal del narco era posible si éste se desenvolvía sin violencias sistemáticas y sin hechos estridentes.

En la Argentina, no hay otros casos de gobierno criminal sobre la policía como en Rosario

La anomalía rosarina

Pero “no todos los cisnes son blancos”. Rosario no lo es. En materia criminal, Rosario es una anomalía en varios aspectos. Primero, es el único caso en nuestro país en el que las bandas criminales de mayor envergadura dominan y conducen sectores policiales que prestan sumisión a sus líderes y operan para ellos. En la Argentina, no hay otros casos de gobierno criminal sobre la policía como en Rosario. Segundo, la violencia letal constituye una práctica estructurante y legitimante de las actividades delictivas desplegadas por esas grandes bandas criminales. No hay otro caso en el que esa vorágine de muerte no sólo no puso en jaque a las organizaciones gatilleras sino, más bien, favoreció su crecimiento y consolidación. Tercero, nunca en nuestro país una pandilla criminal atacó de forma persistente a balazos a funcionarios y sedes judiciales y, más allá de las condenas judiciales que derivaron de ello, salió airosa, se diversificó y se reconvirtió. Cuarto, es el único caso en el que la política y los sucesivos gobiernos provinciales entraron en estado de shock ante el activismo criminal, sumiéndose en una perturbación irreflexiva y de atontamiento que condujo a la negación del problema y a la inacción política e institucional. Quinto, no hay otro caso en el que el fastuoso dinero generado por los plebeyos criminales de las periferias es receptado y gerenciado con desparpajo por financistas, emprendedores, empresarios e inversores “honestos”, de renombre y políticamente influyentes, sin ruborizarse. Y, finalmente, es el único caso en el que la soledad social y el abandono político e institucional rodean a los pocos y “rarísimos” fiscales, jueces, funcionarios y policías que enfrentan a las grandes bandas criminales, en medio de una sociedad sumisa y temblorosa que consiente lo malo haciéndose la distraída con prestancia.

Ahora bien, ¿por qué en Rosario el entramado narco se produce y reproduce de forma extraordinaria a través de la violencia letal, que es favorecida por un Estado cómplice?

La violencia narco rosarina está determinada por dos fenómenos concomitantes. Por un lado, el quiebre -y, por ende, ausencia- de la regulación ilegal del emprendimiento narco local por parte de la policía, con el sostenimiento del aparato judicial y de los sucesivos gobiernos políticos. Por otro lado, la fragmentación criminal signada por la proliferación de grupos delictivos rústicos, con baja capacidad de gerencia de los territorios y extremadamente violentos. Sin potestad estatal -legal e ilegal- y sin un gobierno criminal dominante, la violencia caracterizó el juego en torno del negocio económico más rentable y de mayor crecimiento de la ciudad: la venta de drogas.

Quiebre de la regulación policial.

En Santa Fe y, particularmente, en Rosario, existe un Estado con un bajísimo grado de cohesión institucional, particularmente, en su sistema de seguridad y penal. Y la manifestación más elocuente de ello ha sido el agrietamiento y quiebre de la regulación policial del negocio narco. No sólo se quebrantó la regulación ilegal de la policía sino también el control y regulación legal del crimen por parte de ésta, como consecuencia de la paulatina pérdida de la capacidad de vigilancia y seguridad del territorio y la población por parte de las unidades policiales del lugar, es decir, de la gobernabilidad de la circulación de personas y mercancías en el espacio social y de la “aplicación” de la ley o de la “abstención” premeditada en el mismo. La dilución de la policía como actor dominante y regulatorio del mundillo criminal dejó desguarnecidos a los gobernantes que habían pactado históricamente con esa policía para que garantizaran una gobernabilidad tranquila del crimen.

Esto se inscribió en un proceso de mayor envergadura asentado en cuatro procesos simultáneos y concomitantes. Primero, una abierta disputa entre diferentes sectores internos de la policía rosarina por el “control” del negocio narco y de la apropiación del dinero allí generado, sin que intervenga una autoridad -policial o política- superior que garantizara unidad y cohesión en la institución. Segundo, el deterioro crónico de la capacidad institucional de los altos mandos policiales -también de los mandos medios- para imponer en la policía un orden institucional interno o para evitar una crónica segmentación horizontal y vertical, así como para “controlar la calle”, esto es, para constituirse y perpetuarse como la “autoridad superior del territorio”, por las buenas o por las malas. De la mitad para arriba, la policía se fue conformando como una “estudiantina” de pares, con oficiales sin vocación por el trabajo policial, administrativizados y esperando la jubilación prematura a mitad de su vida biológica. Tercero, el enflaquecimiento de la persecución penal a partir de la implementación de la reforma procesal penal sin planificación y sobre la base de una fuerte partidización política, que dio lugar, entre otras cosas, a la integración del nuevo “Ministerio Público de la Acusación” con fiscales mayormente inexpertos -y, en ciertos casos, incompetentes- para afrontar una criminalidad compleja y estatalmente regulada, lo que, además, dejó a la policía sin “brújula” judicial. Y, por último, una clase política y gubernamental impávida y con ataques de pánico ante la transformación del mundo criminal y la emergencia de situaciones de crisis política que cercenaron su “prestigio”, sus gestiones, sus candidaturas y su estabilidad política. Y “naturalmente” volcada a darle “todo” el poder institucional a la policía para que “maneje” la calle y, si fuera necesario, que lo haga ilegalmente, siempre que garantice un control efectivo de esas cuestiones extrañas, desconocidas, inasibles pero percibidas como peligrosas: el crimen en crecimiento y la inseguridad. Es decir, pactando con “la gorra” e, indirectamente, con el crimen.

Cada instancia estatal del sistema de seguridad y penal santafecino ha hecho su propio “juego” institucional independientemente de los otros actores del sistema, con la intención fundamental de no “pagar” costos por el desmadre causado por la alta violencia criminal y buscando la des-responsabilización permanente de los asuntos. Para los gobiernos políticos, el problema es de los fiscales que no investigan y del gobierno nacional que no interviene en causas que son de jurisdicción “federal”. Para el Ministerio Público de la Acusación, el problema es la policía corrupta y que no sabe investigar, así como de la falta de provisión de medios por parte del Poder Ejecutivo. Y para la policía, el problema es el gobierno que la “maniata”, no le brinda “apoyo político” y no le entrega los recursos indispensables para trabajar.

Todo esto configura una institucionalidad fragmentada -sin cohesión- que no sólo resulta incompetente para controlar legalmente la criminalidad y, fundamentalmente, la violencia letal asociada a ella, sino también para regular ilegalmente al crimen. Sin dudas, como señala María Ángela Durán-Martínez, “los Estados moldean la actividad criminal tanto regulándola de manera informal como interviniendo directamente en controlar el crimen”, y “la forma en que un Estado moldea el crimen no sólo es fruto de proteger o combatir a los criminales, o de su decisión sobre cómo combatirlos y diseñar intervenciones contra ellos, sino también de las relaciones de poder que subyacen a tales decisiones”. Dicho de otro modo: para controlar o para regular se necesita un Estado cohesionado y con poder.

Fragmentación criminal y violencia constructiva

Al amparo de la “licuación” del Estado, el mercado ilegal de drogas rosarino se conformó en un escenario de fragmentación criminal caracterizado por la proliferación de numerosos grupos y pandillas volcadas a copar una porción menor de ese mercado, sin destrezas de negociación y sin vocación para establecer pactos de convivencia y, como se dijo, con una tendencia casi natural a imponerse y controlar sus emprendimientos mediante la violencia letal. Todo ello apuntalado por la inusitada magnitud de la rentabilidad del negocio narco en expansión, la que, lejos de persuadir a la mayoría de los grupos y grupitos delictivos de la necesidad de afianzar ese atractivo mercado ilegal de forma concertada y “en paz”, volcó a éstos a la conformación de estructuras armadas y dispositivos sicariales, y a gestionar sus actividades de manera violenta.

El enfrentamiento armado constante entre Los Monos y Alvarado, contrincantes de alto porte, estuvo contorneado, además, por los atritos violentos protagonizados por numerosos grupitos y banditas menores, de envergadura barrial pero muy belicosas, algunas “satelitales” de los grandes contendientes, otra más o menos independientes de ellas. Estas tramas complejas contribuyeron a conformar un escenario de violencia “desbordada” que ponderó el desmadre estatal en el abordaje de ésta.

Las componendas narcos en Rosario estuvieron -y están- signadas por todo tipo de violencias: las amenazas, las extorsiones, las lesiones graves, las coacciones, los secuestros y los asesinatos, que sirven para imponer dominios, reclamar prestigio, construir autoridad, ejecutar venganzas, imponer acciones retributivas, mostrar fortaleza material, extraer o proteger recursos, ganar o asegurar espacios o territorios, cobrar deudas, evitar disidencias y secesiones, llevar a cabo amenazas y amedrentamientos.

Pero lo singular es que, pese a la persistencia y la grandilocuencia de esa violencia criminal, los emprendimientos narcos se perpetuaron en el tiempo y, en la mayoría de los casos, se expandieron y consolidaron. En general, los hechos de violencia cuando son sistemáticos, recurrentes y ampliamente difundidos ponen en jaque el negocio criminal, particularmente, aquellos articulados sobre la base de mercados ilegales, porque visibilizan las tramas del emprendimiento criminal, los lazos de connivencia con la policía, las omisiones y complicidades judiciales y políticas, y porque significan un fuerte revés a la imagen y estabilidad de las estructuras gubernamentales en su deber de imponer reglas y hacerlas cumplir. Pero esto no ocurrió en Rosario. Al contrario, la violencia se fue instalando y legitimando como una práctica esencial de las organizaciones criminales no sólo para afrontar atritos en el propio mundo criminal sino también para presionar al gobierno y a los poderes públicos, configurando una suerte de violencia constructiva.

¿Y entonces?

En Santa Fe y, en particular, en Rosario -aunque los lugareños digan lo contrario-, prima una cultura política y social extremadamente conservadora y muy poco cosmopolita, que es incapaz de dar cuenta de la complejidad que tiene la problemática del narcotráfico y de reconocer un supuesto insuperable para su control: el narcotráfico no va a acabar. Entre otras cosas, en los últimos años los niveles de consumo de drogas ilegales se han incrementado notablemente y los mercados en los que esas drogas se comercializan se han expandido y diversificado por producto, calidad, precio y actores. Además, esa expansión y, con ello, el crecimiento estrepitoso de su rentabilidad alentó a la camarilla política gobernante -y a sus aliados económicos- a gerenciarla: se han lanzado sin sofoco por la apropiación de los morlacos del narcotráfico y los han invertido junto con los de otras economías negras en los circuitos “legales”.

El problema no son las drogas sino el crimen y, en particular, la violencia criminal. Por lo tanto, digámoslo de una vez y sin rodeos: el propósito estratégico de una política de seguridad “responsable” no es erradicar el tráfico de drogas sino minimizar, disminuir y restringir las violencias criminales y, en particular, la presencia y las acciones armadas de las organizaciones criminales.

El crecimiento estrepitoso de su rentabilidad alentó a la camarilla política gobernante -y a sus aliados económicos- a gerenciarla

Ahora bien, dado que resulta impensable iniciar en lo inmediato un debate responsable acerca de la posibilidad de formular y seguir una estrategia de regulación o legalización de las drogas, cualquier acción de control del crimen debería apuntar a gerenciarlo, a controlarlo sobre la base de una premisa y varios objetivos:

  • La premisa ya la postulamos en un trabajo anterior y vale reiterarla: “la desarticulación paulatina y controlada de la regulación ilegal de los grupos narcos ejercida por la policía”, lo que “inevitablemente debe inscribirse en una suerte de abandono del doble pacto como modalidad de gestión política de la seguridad”. Esto implicaría una suerte de “desestatalización” del narcotráfico.
  • Los objetivos generales podrían resumirse en:
  • Bloquear la posibilidad de que los criminales controlen o incidan eficazmente sobre sectores policiales, judiciales o políticos;
  • Impedir que sectores financieros tradicionales gerencien el dinero del narcotráfico;
  • Imposibilitar que grupos narcos desplieguen eficazmente el control de poblaciones y territorios, y ejerzan “gobierno” en ellos; 
  • Asegurar la fragmentación de las organizaciones criminales a los efectos de crear las condiciones de que ninguna de ellas tenga un control monopólico del negocio; y
  • Garantizar la mayor capacidad de represión legal eficaz ante cualquier hecho de violencia criminal, asegurando un quantum de violencia mínimo y extraordinario.

En cualquier caso, todo esto requiere de un Estado fuerte que cuente con una significativa destreza de regulación legal del crimen y, por ende, que no exista grupo o banda criminal con capacidad de imponerse o perpetuar acciones de contestación armada persistentes. Ese Estado tiene que contar, al menos en materia de seguridad, con un cuadro de situación adecuado de las problemáticas del narcotráfico en cuanto a su fenomenología, condiciones de tiempo y espacio, actores y relaciones, prácticas y economías, así como con un dispositivo policial robusto en materia de producción de inteligencia criminal, de capacidades investigativas y de acción operacional y de tecnologías aplicadas a las investigaciones de la criminalidad compleja.

Hoy, en Rosario, esto es un sueño.

MS/CC

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