Lem. Una vida fuera de este mundo
Capítulo 1
El castillo alto
En la infancia, me fascinaban preguntas del tipo “¿de qué está compuesto un átomo?”. Debe ser algo bastante frecuente entre los futuros y actuales admiradores de la prosa de Stanisław Lem.
Nunca olvidaré el asombro que sentí al enterarme de que el átomo se compone principalmente de vacío. En el centro está el núcleo, más o menos cien mil veces más pequeño que el átomo en sí. Alrededor del núcleo giran los electrones, decenas de veces más pequeños que el núcleo. Entre el núcleo y los electrones no hay nada. Por lo menos nada material.
Cuando luego, en la facultad, conocí la teoría de los cuantos, tuve más respeto por la nada. Entendí que era como los dragones del cuento de Lem, “Los dragones de la probabilidad”: como se sabe, aunque los dragones no existen, cada clase lo hace de manera completamente distinta.
Pero en ese entonces me conmocionó el hecho de que el átomo se componga de una parte de “algo” y cien mil partes de “nada”. ¡Qué proporciones vertiginosas! Y dado que toda la materia se compone de átomos, ello significa que, a pesar de que parece sólida y tangible, ¡en su contundente mayoría es nada!
De un modo similar entiendo la infancia de Stanisław Lem. Tenemos un libro autobiográfico sobre su infancia, El castillo alto, tenemos dos libros del tipo “reportaje extenso” (de Stanisław Bereś y Tomasz Fiałkowski), repletos de anécdotas sobre colegas y parientes, sobre juguetes y manjares. Finalmente, tenemos también varias migajas de recuerdos dispersas en diversos textos periodísticos, desde los más extensos hasta los más breves.
No obstante, si miramos con detenimiento, comprobaremos que es más lo que el escritor oculta que aquello que revela. Lo que no está en esas memorias es más importante que lo que sí está. Tal como los átomos, los recuerdos de Lem se componen principalmente de vacío; pero intentaré hacer con él lo mismo que los físicos cuánticos hicieron con el átomo.
Dirijamos nuestra atención a que, en estos recuerdos, cuanto más nos acercamos al pequeño Stanisław Lem, tanto más inmaterial e irreal se torna todo. Cuanto más lejos estuvo alguien de Stanisław Lem, tanto más clara es su descripción. Por ejemplo, los profesores de secundaria tienen por lo general nombre y apellido, pero ante todo tienen en El castillo alto descripciones de gran detalle, a veces de una página entera.
Nos enteramos, por ejemplo, que el director Stanisław Buzath era “un hombre bajito con una potente voz de mando, y también un buen historiador y un hombre decente”, y que el profesor de latín, Rappaport, era “un viejo enfermizo y de rostro amarillo, un gruñón aunque un hombre noble”, mientras que el de matemática era el ucraniano Zarycki, que “tendría unos cincuenta años, era atractivo, con un rostro arrugado, la tez morena, incluso los párpados lo eran, una nariz afilada, unos ojos profundos y calvo como una bola de billar, porque se rasuraba él mismo el cráneo [...]. Nunca sonreía”.
Lem le dedica bastante atención a la profesora de lengua, Maria Lewicka, de la que siempre había sido un alumno distinguido. Ella lo felicitaba por sus trabajos, sobre todo los de “tema libre”. Después de la guerra, Lem buscó contactarse con ella, y a través de otra exalumna llegó a sus cuadernos de poemas, que le parecieron “muy anticuados, escritos en la mayor conmoción emocional”.
Los compañeros de escuela aparecen sin apellido, pero se describen con bastante prolijidad, la suficiente como para poder imaginarlos. Lem tenía dos compañeros de banco. El primero, Julek Ch., “hijo de un policía, un muchacho bastante fornido, rubio de nariz respingada y expresión insegura en la mirada”. Le había dado a Lem una auténtica pistola de un tiro, calibre 6 mm, a cambio de una Browning 9 mm, de la que se “había aburrido” el dueño. Lem la disparó en la casa, lo que aterró al padre, que de inmediato le confiscó la pistola.
El otro compañero era Jurek G., “buen mozo y enamoradizo”. Pero Lem recordaba sobre todo sus romances, no al mismo Jurek. Escribe más acerca de Miecio P., “de bromas pesadas y mano más pesada aún; cuando lo interrogaban, se hacía el tonto, pero de tal modo que parecía tomarle el pelo al examinador”. Miecio era vulgar, y por lo tanto Lem no lo apreciaba demasiado. En cambio, le agradaban Józek F., “a quien comenzó a poblársele el bigote creo que ya en primero de secundaria”, y Zygmunt E., llamado Puncho, excelente futbolista, de familia pobre, y que por ello se ganaba algún dinero dando clases de apoyo.
A propósito, el mismo Lem concurría a clases de apoyo y las describe con bastante detalle, sobre todo a la maestra de francés: “Cierta Mademoiselle, una persona bastante amarga, con una enorme nariz roja, porosa, como vista con lupa”. Lem no quería estudiar francés, y encontró un magnífico método contra Mademoiselle, como los protagonistas del libro Método contra Alcibíades de Niziurski.
Mademoiselle adoraba los chismes sobre quién se casaba y quién se divorciaba. Lem le contaba historias inventadas sobre sus numerosos tíos y tías, mientras le convidaba cócteles que él mismo preparaba con bebidas robadas de la alacena de su madre. “En verdad, es raro que después de todo eso sea capaz de leer un libro en la lengua de Molière”, observa Lem.
También se describen sucesivas personas no emparentadas con las que Lem tenía contacto en la casa familiar: la lavandera, la costurera, la mucama, la cocinera. Pero apenas damos un paso más para acercarnos al escritor y comenzamos a observar a sus parientes, la imagen se desdibuja.
En El castillo alto, como en otros textos autobiográficos, muchas veces aparecen tíos y tías, pero rara vez tienen nombre, rara vez tienen rasgos característicos. Con frecuencia, Lem se refiere a ellos precisamente en plural, como tíos y tías; ni siquiera sabemos cuántos eran ni cuál era su parentesco. Basándonos en las declaraciones del propio Lem, no es posible confeccionar ninguna lista.
Tienen nombre “el primo Mietek” (con el cual Staszek se dio de golpes por la insólita ofensa de “haberle mostrado la pierna”), “la tía Niunia”, y también “el tío Mundek, marido de la tía Hania, de la calle Wolności” (quien compartía con su padre la pasión por atrapar el sonido de lejanas emisoras en una radio marca Ericsson, aunque lo que más oían eran “poderosos silbidos, rugidos y maullidos de gatos eléctricos”).
No tiene nombre “la tía de la calle de los Jagellones”, pero en El castillo alto nos enteramos de que junto a su casa el pequeño Staszek se llevó un susto de muerte por un pavo agresivo, y además que la tía tenía eine feine Stube, es decir, un salón elegante al cual no le permitía entrar, lleno de recipientes y golosinas con fines meramente decorativos. El niño tomó la prohibición como desafío, y en cuanto pudo se escurrió en la sala y hundió los dientes en una fruta de mazapán… solo para descubrir que, después de años de estar ahí, el mazapán se había petrificado y ya no era comestible. Fue “una de las mayores decepciones de [su] vida”.
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