Mariátegui: aventura y revolución mundial
Mariátegui: experiencia y filosofía del viaje
Martín Bergel
—¿Cuál es su afición predilecta?
—Viajar. Soy un hombre orgánicamente nómada, curioso e inquieto.
Quien contesta y se entrega a la inquietud de un reportero del semanario limeño Variedades es José Carlos Mariátegui, en una entrevista que concede en mayo de 1923, pocas semanas después de regresar de la prolongada travesía europea que lo mantuvo fuera de Perú por tres años y medio. La respuesta espontánea que ofrecía en la ocasión no ha quedado, sin embargo, estampada a su perfil, por la insistencia con la que se lo ha asociado a un espacio restringido a su país, pero también por la enfermedad y las limitaciones físicas que arrastraba desde la niñez y que, tras retornar de Europa, lo llevarán primero a la invalidez y luego a una muerte prematura en 1930. Pero la movilidad —la de las personas, la de las ideas, la de las cosas—, como experiencia y como asunto de reflexión, es crucial en Mariátegui. Lo es en su etapa juvenil de periodista y cronista urbano, cuando la cojera con la que convivía desde la infancia no le impide transitar intensamente y hurgar con avidez las calles de Lima. Lo es, por supuesto, en su viaje a Europa, una instancia a la que llamará —nada menos que en el breve prólogo a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana— “mi mejor aprendizaje”. E incluso lo es, y quizá más que nunca, luego de 1924, cuando una recaída de su salud culmina en la amputación de una pierna que lo confina a una nueva vida en silla de ruedas. Si para Mariátegui esa circunstancia representó una “tragedia” —como señaló entonces el polígrafo Luis Alberto Sánchez— que lo retuvo en Lima y, allí, casi permanentemente en su casa, a partir de ese momento no cejará en imaginar nuevas formas del movimiento y de las circulaciones. Su hogar, el santuario de la calle Washington, se transformará en una sede abierta al continuo peregrinaje de las personas y los objetos. Y pronto se asociará a su amigo Hugo Pesce para adquirir en conjunto un automóvil, que le permitirá asistir a algunos eventos sociales en la ciudad y en cercanías. Como advirtió el historiador Paulo Drinot, si en sus fotos de juventud Mariátegui parece ocultar la cojera que lo afectaba, en las de madurez cobra protagonismo su silla de ruedas, pero como un dispositivo que lo mantiene activo y hasta radiante, siempre ocupando el centro de grupos de trabajo o de tertulia. Finalmente, su último anhelo, truncado por la muerte cuando tras largos preparativos estaba a punto de concretarse, se vincula también a la movilidad y el viaje. Y en un sentido doble: la Buenos Aires en la que proyectaba proseguir su vida no solo prometía un ambiente oxigenado e incitante, sino también la posibilidad de recobrar autonomía a través de la incorporación de una pierna ortopédica.
su último anhelo, truncado por la muerte cuando tras largos preparativos estaba a punto de concretarse, se vincula también a la movilidad y el viaje
Si a pesar entonces de esa confesada devoción por viajar, Mariátegui al cabo pudo hacerlo poco (desde su asiento permanente en Lima, apenas se registran una estancia juvenil de pocas semanas en Huancayo, en la sierra central peruana, y otras de reposo y curación en la villa de Chosica, próxima a la capital), ¿cómo sopesar el único gran viaje que realiza, su viaje a Europa? Es conocido que desde inicios del siglo XIX el tour europeo fue —como mecanismo de distinción, como instancia de formación, como oportunidad de experimentación estética— una cita casi obligada para los escritores e intelectuales latinoamericanos. Pero el de Mariátegui tuvo ribetes propios y un espesor singular. Por empezar, comprendió un itinerario relativamente descentrado respecto del eje París-Madrid, dominante en la cofradía de literatos modernistas. Tras partir en barco del Callao y hacer una escala en Nueva York, ingresa al viejo continente con su amigo César Falcón por el puerto de Le Havre. Desde allí, visita apenas unas semanas la ineludible capital francesa y parte raudo hacia Italia, el país que lo acoge y lo desvela por los siguientes dos años y medio, y que le dejará marcas indelebles el resto de su vida. De la península, que recorre y habita gozosamente en sus principales ciudades y en algunas de sus villas campestres, solo saldrá en 1922 para pasar de nuevo rápidamente por París e instalarse luego casi un año en Mitteleuropa: Viena, Budapest, Praga, Berlín —donde estudia alemán y vive meses fecundos—, antes de embarcarse de regreso a Perú desde Amberes (una de las muchas prolongaciones limeñas de su travesía serán las sucesivas “escenas” de los países de Europa del Este, que publicará en su sección “Figuras y aspectos de la vida mundial”, de Variedades). En otro registro, todo su periplo europeo encuentra a Mariátegui singularmente vital y movedizo, embelesado de emociones y liberado de las angustias y la fragilidad física que lo habían aquejado en la juventud. En la mirada retrospectiva de su dis- cípulo y amigo Estuardo Núñez, “serán esos los más saludables y completos años de su vida”. En particular, son sus vivencias italianas las que más lo conmueven. En sendas postales que envía a Ricardo Martínez de la Torre, su futuro ladero en la revista Amauta, escribe que “Venecia es la ciudad más bella del mundo” y, también, que “Florencia es una de las ciudades donde he pasado días mejores […] Es, sin duda, uno de los rincones más encantadores del mundo”. Una tónica que se repite en carta a su amiga y confidente Bertha Molina (Ruth):
Me place Italia. La amo por su belleza inmensa, por su belleza extraordinaria, por su belleza única. No solo es sugestiva la Italia del paisaje, la Italia de la ribera Liguria, la Italia del golfo de Salerno. Y no solo es sugestiva la Italia del arte, la Italia de Miguel Ángel, de Leonardo y de Rafael. También es sugestiva la Italia de la pasión. Como se ama en Italia, hasta la muerte, no se ama ya en ninguna parte del mundo.
Pero si ese trasiego provoca en Mariátegui sensaciones de exaltada plenitud y un ánimo proclive al encuentro romántico (al cabo, es en Italia donde conoce a Anna Chiappe, la mujer que lo acompañará hasta el final de su vida, con quien tendrá cuatro hijos), puesto en perspectiva su viaje europeo adquiere otra dimensión. Es en su curso que se produce su decisivo encuentro con las vanguardias —como ilustraron, con foco principal en su vinculación con las artes plásticas, tanto Natalia Majluf como Patricia Artundo—. Es también allí que se entrevera con grupos obreros y socialistas de avanzada, y se afirma en él su opción por el marxismo, que aquilata con diversas lecturas. Es allí, además, donde hace suya la perspectiva fundamental de estar asistiendo a una crisis global configuradora de una nueva época, desde cuyo interior afila una matriz de lectura crítica que persigue cada movimiento de la contemporaneidad; donde, por añadidura, amplía su curiosidad hacia un sinnúmero de fenómenos de todas partes del mundo, cuyas derivas posteriores se preocupará por registrar y comentar desde su reducto limeño. Por fin, es asimismo en Europa donde, según escribirá, se le esclarece la necesidad de acometer su “tarea americana” (que puede pensarse menos como una profesión de fe americanista que como un horizonte pedagógico en el que desarrollar una cultura de izquierda vanguardista en Perú y en el continente). Todo ello abona la idea, concebida también en el transcurso de su viaje, de crear a su regreso a Lima una revista cultural de la estatura que acabaría teniendo Amauta. En suma, el impacto de sus peripecias europeas parece justificar el corte biográfico que el propio Mariátegui propuso alguna vez al denominar “Edad de Piedra” a su etapa juvenil previa a la travesía, aunque los trazos de continuidad y de cambio entre ambos períodos han sido objeto de discusión entre los especialistas. Lo seguro es que Mariátegui continuará siendo poderosamente habitado por los efectos de su viaje en los in- tensos años de vida que le restaban.
Pero esa gravitación no se limitará al despliegue de los aprendizajes del viajero. Hay un segundo nivel en el que, más allá de sus propias circunstancias biográficas —esas que incluyen desde 1924 la severa restricción de sus movimientos—, el imaginario del viaje sigue muy presente en Mariátegui. Cuando en la entrevista citada al comienzo refería al nomadismo, no aludía solo a un rasgo de carácter personal (en el que se reconocía “orgánicamente”), sino que deslizaba un motivo que se comunicaba con una veta central de su pensamiento. En los años postreros de su vida, dejó consignado que lo rondaba la idea de componer una “Apología del aventurero”, un ensayo que pensaba incluir en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, uno de los libros que dejó inconclusos al morir. Y, aunque no llegó a escribir ese texto, su halo se detecta en numerosas zonas de su obra madura. En rigor, ya en algunas crónicas juveniles Mariátegui se mostraba entusiasta de la aparición de forasteros (y de algunas ideas y sensibilidades foráneas) que desacomodaban las rutinas de la vida limeña. Pero cuando, a partir de su periplo europeo, incorpora como clave ordenadora de su praxis la noción de que la época de crisis a la que se asistía era también, complementariamente, un tiempo de revolución, los tópicos ligados a la cuestión del viaje adquieren otra significación. Como veremos, a partir de allí el propio entramado filosófico de Mariátegui, modulado en un abanico de casos que ilustran lo que llama el “sentido heroico y creador” de los sujetos, incluirá de manera recurrente la aventura y la trashumancia como índices de la acción transformadora y de apertura a lo nuevo. En suma, para pulsar las filosofías vitalistas y los misticismos de la época, para evocar las vidas de artistas y las constelaciones culturales de vanguardia, o para nombrar la revolución en los viboreos antiburgueses y cosmopolitas de sus personajes, Mariátegui seguirá visitando los motivos del viaje.
Experiencia que trastoca las simientes de su trayecto biográfico y que siembra de estímulos sus años por venir, de un lado, y tema que en sus reverberaciones alimenta su propia imaginación filosófica de los sujetos y de la praxis revolucionaria en la política y la cultura, de otro, el viaje ilumina aspectos centrales de la labor de Mariátegui.
Título: Mariátegui, aventura y revolución mundial
Autor: Juan Carlos Mariátegui
Páginas: 371
Editorial: Fondo de Cultura Económica
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