Entrevista

Magalí Etchebarne y un libro entre la muerte de sus padres, el duelo y “el balbuceo de un lenguaje nuevo”

Los mejores días (Tenemos las máquinas), su debut literario de 2017, fue uno de esos libros que se convierten en un fenómeno: una editorial independiente y pequeña apostaba por una escritora joven con un pulso narrativo muy particular que de inmediato cosechó elogios de la crítica y la admiración de numerosos lectores. Era un volumen de cuentos que traía un sonido nuevo –algo que se vinculaba a la tradición y al mismo tiempo se despegaba, como en un balanceo– con historias encantadoras alrededor de los vínculos humanos, el desgarro interior, la torpezas del deseo, los vaivenes del pasado. También con pájaros (¡muchos pájaros!), con paisajes sutiles, con la naturaleza siempre magnética y al acecho. El escritor Federico Falco lo resumió con precisión: “Magalí Etchebarne tiene una capacidad impresionante para poner en palabras las contradicciones, las inseguridades y los deseos de sus personajes. Un primer libro de una contundencia pocas veces vista”.

Algunos años después, mientras aquel libro superó las diez ediciones, se editó en España y sigue circulando, Magalí Etchebarne decidió volver. Pero, esta vez, con una nueva sorpresa: un libro de poemas. Es que a Los mejores días le sucedieron tiempos difíciles: primero murió su padre, luego a su madre le diagnosticaron cáncer y la escritora debió acompañar, pandemia mediante, el proceso de su deterioro hasta su muerte.

Cómo cocinar un lobo (Tenemos las Máquinas, 2023) podría pensarse como un poemario de duelo antes del duelo. Como la memoria de un cuerpo, de una casa familiar, de un mundo que tambalea y en ese temblor vibra entre el recuerdo, las imágenes y los silencios. Con delicadeza y como quien cocina a fuego lento entre el dolor y el eco de una voz poderosa, Magalí Etchebarne lo hizo de nuevo

“Siempre escribo cuentos, eso es lo que estoy escribiendo casi todo el tiempo. Con la poesía había empezado como un ejercicio de probar y ver, mientras atravesé todo el proceso de la muerte de mis padres. Ese el centro de Cómo cocinar un lobo, en particular la enfermedad de mi madre”, señala la escritora en diálogo con elDiarioAR.

¿Fueron apareciendo de a poco estos poemas? ¿Los escribiste mientras acompañabas a tu madre? 

Fueron tiempos bastante pesados y densos en los que siempre llevé un diario. Yo estaba muy cansada, físicamente y mentalmente. Y esta fue la forma que me salió. Creo que no pude escribirlo de otra manera. O sea, no quería tampoco hacerlo de otra manera y a la vez siempre llegaba a una cosa muy breve, como de entraditas de diario o versitos. Iba tomando notas que después, en algún momento pasado el tiempo, me senté y acomodé. Pero muchas cosas nacieron así, como notas de duelo. Eso que escribís mientras estás duelando. Con la muerte de mi padre también. Se dio la casualidad –y no tan casualidad, porque con la escritura pasan estas cosas medio extrañas– que es que dos días antes de que él muriera empecé a llevar un diario nuevo. Yo siempre llevaba diarios y dije “voy a empezar a llevar un diario y tenerlo siempre a mano en el celular”. Entonces, cuando iba camino al trabajo por ejemplo, podía escribir. Y lo abrí dos días antes, sin saber que mi padre iba a morir, y justo coincidió con que se convirtió en el lugar, de alguna manera, de procesar eso que nos va a pasar a todos. Eso, creo: fueron años de acompañar enfermedad y de muerte y eso es lo que me salió. Era la forma así, más fragmentada y quizás un poco más opaca, en la que me sentía más protegida para contar. Y necesitaba escribirlo, no porque quería contárselo a alguien sino porque yo necesitaba escribirlo y salía así, no como un relato. Obviamente que en la escritura de los cuentos yo pongo siempre cosas de cierta realidad. Pero acá no era que quería contar mi vida ni nada de eso. Pero a estos procesos no podía sentarme a escribirlos de forma ordenada y narrativa.

¿En el camino te cruzaste con lecturas alrededor de la muerte o el desgaste físico de los padres?

Mirá, me pasó que yo no había leído a Annie Ernaux hasta que la salud de mi mamá se deterioró mucho. Y justo llegué a No he salido de mi noche, que es un diario que ella lleva de su madre cuando está enferma, cuando está internada en un geriátrico, también una clínica, y en otro momento, cuando se la lleva a su casa. Es dolorosísimo. Porque además ella reflexiona ahí mucho sobre la escritura. En realidad, la madre y la escritura. Ese libro me había parecido súper iluminador, porque aparecía algo que a mí también me pasaba: esto de que la escritura era algo que mi mamá me había habilitado. Porque fue ella la que me habilitó los libros. Fue la que me estimulaba para escribir desde chica. Entonces la escritura estaba muy cerca de ella y empecé a percibir que mi mamá iba a morir, si bien todavía no estaba en el proceso final, lo intuía.

Siempre escribo cuentos, eso es lo que estoy escribiendo casi todo el tiempo. Con la poesía había empezado como un ejercicio de probar y ver, mientras atravesé todo el proceso de la muerte de mis padres. Ese el centro de 'Cómo cocinar un lobo'.

Algo que sucede con Annie Ernaux y se puede vincular con lo que traen tus poemas es que, lejos de cierto estereotipo, al describir los lugares de los que vienen ustedes como escritoras no se trata en ningún caso de lugares repletos libros.

Sí, en mi casa familiar no hubo bibliotecas que vaciar. De hecho, cuando murió mi mamá la casa estaba intacta, llena de cosas. Porque además fue la casa en la que vivieron mis abuelos. Es una casa que tiene 110 años. Mi abuelo era ebanista entonces estaban todas las cosas de él. Mi papá tenía los pájaros que aparecen en los poemas. A él le gustaban mucho los animales. Tengo un amigo librero que me dijo: “Cuando murió mi madre nosotros fuimos a sacar las cosas y encontramos cartas y diarios” y yo pensaba “bueno, qué espectacular abrir y que empiecen a aparecer cosas que te den material”. Pero a mí y a mi hermana nos pasaba que no encontrábamos nada, ¡no encontrábamos secretos, un diario, cartas, nada! No había absolutamente nada. Había fotos y mi papá era súper acumulador así que lo que había era recuerdos, cosas que él guardaba, muchísimas fotos. Y los animales, sí, sus pájaros. En mi familia siempre hubo pájaros: mi abuelo era palomero y mi papá cazaba desde chiquito. Así que fue como vaciar una casa de otro siglo. Pero no había libros, salvo los míos, los que yo había dejado. 

En ese sentido hay una especie de género de textos sobre casas que se vacían. ¿Encaraste también lecturas o escenas así para este libro? 

Cuando todo esto estaba pasando yo no estaba leyendo especialmente cosas en relación a la muerte de los padres o el duelo porque lo estaba viviendo. La verdad es que en ese momento no querés leer lo que estás viviendo. Sí había leído lo de Annie Ernaux. Después, cuando empecé a armar estos poemas y a querer trabajarlos, alguien me pasó el libro de Roland Barthes sobre el duelo, que es sobre su madre también. Y ahí sí, ahí sí encontraba esas lecturas, esos huecos cuando la literatura te funciona como de autoayuda, en el sentido de que le pone palabras a algunas cosas. Eso que a veces uno dice “es muy exagerado estar sintiendo esto” porque son nuestros padres y uno sabe que se van a morir. Pero bueno, al menos para mí fue acompañar un proceso muy físico que, creo, suele pasar en los hijos que acompañan, que cuidan a los padres, que cuidan sus cuerpos. Que no es solo acompañar, ir de visita. No es que yo iba a la casa de mi mamá una vez por semana; gestionaba, la cuidaba. Y ese es un lugar en el que quedás muy cansado. Sí, creo que es bastante traumático ese deterioro en cierta forma. En un poema del libro yo copié un fragmento de una novela de Rick Moody. Se llama Purple America y ahí describe cómo baña a su madre, pero también lo que piensa mientras lo hace, la radio que escuchan, cómo la limpia. Con eso hice una especie de cover. También usé este epígrafe de Juana Manuela Gorriti que tomé del libro Lo íntimo y tiene un formato de diario de los últimos años de su vida en los que ella comienza escribiendo sobre su casa de su infancia. Esto que implica volver a ese lugar y lo que queda. Bueno, y habla de la memoria, de los amigos, las palabras.

¿Cuál era tu vínculo con la poesía antes de escribir estos poemas?

Siempre fui lectora de poesía, pero nunca una lectora omnívora ni muy erudita. En la facultad se lee bastante poca poesía y después sí, obviamente leo y empecé a leer más. Otro libro que me gustó mucho encontrar, que por suerte leí después de haber escrito lo mío, es el de Tamara Kamenszain, El eco de mi madre. Su madre tiene Alzheimer y ahí los poemas forman una especie de novela. Aparece el relato de ese registro, sobre todo de lo que le va pasando con la lengua. Y esto es un poco lo que a mí me pasó con mi madre. Porque lo que más me inquietaba de la experiencia de verla envejecer y deteriorarse era que ella ya no me hablaba como me había hablado hasta ese momento. No tanto lo físico ¿no? Que es algo que es más lento y te vas como acomodando. Muchas veces la pérdida del lenguaje y de la coherencia aparecen de golpe y eso es súper impactante: que alguien deje de hablar como hablaba. Incluso empezó a usar palabras que no eran de ella y que quizás eran más de mi abuela. Palabras de la infancia que ella había dejado de usar. Yo decía “¿es ella o es mi abuela la que habla?”. Quizás hoy no es nada llamativo, pero mi mamá me tuvo a los 43 años y mi papá tenía casi 50. Entonces siempre fueron bastante grandes en relación a los padres de mis amigos. Cuando me iban a buscar a un cumpleaños y muchas veces me decían “Maga, te vino a buscar tu abuela”, y era mi mamá.

En la contratapa de Cómo cocinar un lobo Marina Mariasch apunta esto de “aprender un lenguaje nuevo, el de la poesía” durante un año en el que se pasa de ser hija a ser poeta. ¿Tuviste que aprender algo nuevo?

Quizás para mí la poesía tiene esta cosa de balbuceo, y yo siento que esto que escribí es una aproximación a la poesía. No me animo a decir que son poemas, es un intento de ver si me salía. Y apareció esta cosa balbuceante. Ahí es donde siento que, bueno, sí, es un paso de hija a encontrar una manera de poder nombrar esto que estaba pasando. Roland Barthes dice “a partir de ahora soy mi propia madre”, “a partir de ahora y para siempre soy mi propia madre”. Algo de eso hay, pero no sé si poeta. 

Pero sí te animaste a probar con otras formas.

Sí, eso sin dudas. Para mí es así, jugar con un lenguaje. Y esto a mí me vino bien. La poesía tiene esta cosa de desvío y algo más opaco. Con ese lenguaje encontraba un lugar en el que me era posible hablar de esto. También pasa que en general uno no escribe pensando que sabe hacerlo, ¿no? Cuando te ponés a escribir siempre es un “a ver si me sale”. De hecho, ahora que estoy escribiendo otros cuentos todo el tiempo intento ver si funciona. No los escribo con seguridad. Los escribo con mucha dedicación, pero no estoy pensando que van a ser leídos ni cómo. Creo que eso es también lo que hace que tarde tanto. 

La poesía tiene esta cosa de balbuceo, y yo siento que esto que escribí es una aproximación a la poesía. No me animo a decir que son poemas, es un intento de ver si me salía.

¿Siempre te salen formas breves?

Sí, lo mío entre el cuento y esto siempre es súper taquillero (risas) Me sale breve, sí. Siempre pienso en una frase de (Ricardo) Piglia, que dice algo así como que uno escribe como un nadador que se está por tirar al agua y no sabe si va a poder nadar. Para mí siempre es ir un poco a tientas. Y en la poesía más todavía. 

Decías que te tomás un buen tiempo para escribir, sobre todo con los cuentos. ¿Cómo fue en este caso, que lo que escribiste está más pegado a lo que fuiste viviendo? 

Mi papá falleció en 2018 y mi mamá en 2020. Algunos eran poemas que yo había empezado a escribir ahí. Otros que quizás son los que se refieren más al amor, digamos, eran anteriores y decidí reunirlos. Sobre todo para armar esta suerte de año que intenta contar el libro, mostrar un proceso de muerte y enfermedad y también de todo lo otro. Hay un poema muy lindo de Sharon Olds en el que habla de la muerte del padre y, no me acuerdo demasiado bien el inicio, pero es como que acaban de enterrar al padre, ella se acuesta con su pareja y hacen el amor y él le tapa la boca cada vez que ella llora o gime. Esa instancia donde la vida se mezcla con la muerte todo el tiempo. A Sharon Olds la descubrí hace unos años. Ella escribió muchísimo sobre la muerte de sus padres y además sobre esta cuestión física con los padres. Yo tenía esta cosa de que con mi mamá todo era muy próximo. Tenía una relación muy linda, era un muy buen vínculo, complejo como cualquier madre e hija, pero de mucha proximidad física. 

En general uno no escribe pensando que sabe hacerlo. Cuando te ponés a escribir siempre es un “a ver si me sale”. De hecho, ahora que estoy escribiendo otros cuentos todo el tiempo intento ver si funciona.

Hay muchas escenas en los poemas donde aparecen como pegadas. 

Era eso: estar en la cama con mi mamá y pasar tiempo. Mucha proximidad. No con mi padre, que era un hombre casi de otro siglo, entonces la distancia aparecía en todo sentido. Pero con mi mamá sí. Entonces para mí fue partir de esa observación, de cómo ella empezó a envejecer y se me volvió un poco como una obsesión en esos años. Después de haber publicado el libro de cuentos todo coincidió y me pasó esto de que “entré en una” (risas). Entré en una medio oscura y depre. Estoy intentando salir del túnel (risas).

Es curioso que la propia escritura te llevó a este lugar cuando había una expectativa alrededor de un nuevo libro de cuentos tuyo, después de la repercusión y los buenos comentarios que tuvo el primero.

Sí, quizás podría haber esperado, pero esto creo que salió como una ofrendita a ellos y por eso la tapa es esta cosa un poco de ritual doméstico. Hay una cosa catártica. Es re feo decir catártica, pero es un poco catártica y de ofrenda al duelo y a ellos. Esto es lo que pude hacer. Así es como pude cocinar este dolor de sus muertes y puedo pasar a otra cosa ahora. Sí, ahora puedo lanzarme a la ficción con todo. Ahora puedo hablar de fantasmas, de otros fantasmas. ¡De fantasmas que venden, no los padres! (risas). 

Siempre está el debate o la polémica o la cuestión alrededor de cuándo la literatura se posa “más cerca de la verdad”, para usar el título de la colección que dirigís en Ediciones B (N. de la R: Magalí Etchebarne trabaja como editora). Si esto sucede cuando alguien escribe algo que, entre muchas comillas, le pasó o le pasó a alguien cercano, o, por el contrario, cuando todo es, otra vez comillas, pura invención.

Yo me hago la misma pregunta, qué es verdad en un texto. 

¿O cuándo estás más cerca?

Claro, qué sería eso. En lo personal me pasa que a veces puedo tomar una anécdota, no porque me interese contar esa anécdota, sino porque me sirve a mí para escribir, digamos, me sirve para después básicamente inventar. Ahora qué es la verdad o por dónde va, no sé. Una vez Pedro Mairal en una entrevista dijo que él daba un taller de escritura en una cárcel para mujeres que cada tanto podían salir a sus casas y les había hecho escribir un texto en relación a lo que sentían justamente cuando salían. Una mujer escribió que lo que más le impactó cuando ella llegaba a su casa era la fragilidad de la vajilla. Porque claro, en una cárcel todo es de lata. Entonces él decía algo que estaba muy bien: quizás si vos y yo nos ponemos a escribir qué es lo que puede impactar más a una persona cuando recupera la libertad, no sé, diríamos la amplitud de los espacios. Pero con esta imagen de la fragilidad versus la rigidez hay algo de la experiencia propia que trae otro tipo de riqueza. No quiere decir que uno no pueda imaginar en el sentido de decir “esta es la verdad”. Pero para mí es eso, un cierto matiz de lo que uno escribe o del texto que a veces es lo que te sirve para empezar a escribir. A mí me funciona un poco como germen o como un poquito de masa madre, y a partir de ahí inflar. Como si fuese esto del pastorcito, pero al revés. No mentir, mentir, mentir, y de vez en cuando decir la verdad sino decir siempre la verdad y mentir una vez.

En tu caso, en los poemas y también en los cuentos el pasado está muy presente. O la memoria.

Sí, siempre estoy mirando para atrás (risas). Creo que porque soy una melancólica.

Sos del otro siglo también.

Creo que eso es también lo que me impactaba de observar la vejez: la idea de que ya no hay futuro sino que lo que tenés por delante en realidad es recordar. Esa cosa del pasado: ¡es mentira que el pasado está atrás! 

¿Te interesa ese pasado dinámico, digamos?

Es que todo el tiempo te va pasando algo, que de verdad eso para mí es una cuestión del cerebro: te vas acordando de cosas que no te acordabas. Empiezan a aparecer recuerdos de lugares o personas que no están. Con la edad empieza a ocurrir más. Le empezás a prestar atención a lugares de la memoria a los que no les habías prestado atención para nada. Sin ir más lejos mi madre muy cerca de la muerte empezó a recordar algunas cosas, con raptos de una lucidez y mucha nitidez de su infancia. Entonces ahí yo pensaba: ¿todo eso dónde estuvo hasta ahora?

Pero tu vínculo con el pasado en tus textos no es exactamente nostálgico. O es una nostalgia enérgica.

Eso es lindo. Pero sí, para mí el pasado siempre está, siempre estoy mirando el pasado. No con idealización, pero yo creo que de verdad el pasado es lo único que tenés. Es un hasta acá. Después sí, bueno, tratamos de ser optimistas (risas). 

AL

Sobre la autora

Magalí Etchebarne nació en Buenos Aires, en 1983. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabaja como editora. Publicó relatos en revistas literarias y antologías, y el libro de cuentos Los mejores días (Tenemos las máquinas, 2017; Las afueras, España, 2019).

Cómo cocinar un lobo (Tenemos las máquinas, 2023) es su primera incursión en la poesía.