Dina Sánchez, de la UTEP: “Las organizaciones sociales hicimos la reconversión de planes en trabajo hace tiempo”

Dina Sánchez todavía estaba en la plaza pública de Dock Sud en la que había intentado arengar a los vecinos para que fueran a votar el domingo siguiente, cuando abrió el celular y vio la foto: dirigentes de algunas de las organizaciones que integran la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP) sentados en un despacho de la Casa Rosada con el presidente Alberto Fernández. Todos varones. 

“La verdad es que me sentí una boluda”, dice Sánchez, que es vocera del Frente Popular Darío Santillán e integrante del Consejo Directivo de la UTEP. Replicó la foto en su perfil de Twitter y, antes de llamar a nadie, hizo público su enojo. “¿No les hace un poco de ruido esa mesa donde las únicas dos mujeres son funcionarias? ¿Les parece que el movimiento obrero puede borrarnos? Volvemos a decirles compañeros: es con nosotras”, escribió. 

Ahora, sentada en una de las habitaciones de la sede central del Frente Popular Darío Santillán, en el barrio porteño de Constitución, dice que ella no estaba enterada de esa reunión y que, si la intención era generar un encuentro entre el Presidente y los movimientos sociales, correspondía convocar al sindicato que desde 2019 los aúna y a los integrantes de su conducción: Esteban “Gringo” Castro, Norma Morales, Freddy Mariño, Gildo Onorato y ella misma. 

—¿Yo voy a cagarme de calor, a repartir papelito por papelito buscando que la plaza se llene, y otros se van a ir a sentar a tomar agüita fría ahí y hablar del trabajo que realizamos nosotras en los barrios? Bueno, no.

Dina Sánchez nació y creció en Chepén, Perú, donde su familia se dedicaba a la venta ambulante. Su madre vendía comida en la calle y además tenía un puesto en el mercado los fines de semana. Todos los días, después del colegio, Dina salía con una fuente a ofrecer los postres que su madre preparaba —mazamorra, arroz con leche— y el fin de semana era la encargada de repartir el desayuno entre los feriantes. 

A principios de los 90 llegaban a Perú rumores desde el sur del continente: en Argentina había mucho trabajo y un peso equivalía a un dólar. Las amigas de su madre emigraban para trabajar como empleadas domésticas en Buenos Aires y a esa suerte se aventuró también ella. Dina se quedó al cuidado de su tía y después de cuatro años de trabajar “con cama” en un departamento de Barrancas de Belgrano, su madre volvió a buscarla. 

Cuando llegó, en 1996, tenía 16 años y se instaló con su madre en Glew, en el partido de Almirante Brown. Terminó el colegio en una escuela privada del barrio y a los 18 años fue mamá por primera vez. Se mudó con la familia del padre de su bebé a Garín y comenzó a trabajar como cajera en un supermercado chino ubicado en el Puente Saavedra, a donde viajaba todos los días en el colectivo 228. 

Las cosas con su pareja no resultaron bien —él la controlaba y se enojaba si demoraba en volver del trabajo— y decidió refugiarse en lo de una amiga, en Tigre. Al mes, se enteró que estaba embarazada nuevamente, pero igual sostuvo la decisión. Para vivir, compraba alfajores Jorgito en un mercado mayorista de Carupá y los vendía en un semáforo en la zona de entrada a los countries. Llevaba con ella a su hijo Nahuel, por entonces de menos de dos años, que la esperaba sentado en la vereda mientras ella desfilaba entre los autos con cada luz roja.  

El 2001 la encontró viviendo en un conventillo de La Boca con sus dos hijos, empleada en un supermercado chino. Del estallido tiene esta imagen: los chinos repartidos en las esquinas del barrio para alertar sobre saqueos y las persianas bajas. 

En 2002 volvió a Perú para alejarse del acoso de su exmarido, y se instaló en Lima, donde trabajó en un hipermercado durante ocho años. Volvió a la Argentina en 2010, para que sus hijos, que en Perú pasaban todo el día solos, estuvieran más contenidos. “Mi hijo mayor había entrado en una etapa de rebeldía mal y mi mamá me insistía para que nos viniéramos. Pero cuando llegamos fue peor. Yo conseguí trabajo en un Wallmart de Bancalari, estaba todo el día afuera, y mi hijo acá empieza a probar el tema de la droga. Empezó a tener cambios de actitud, se escapaba, así que renuncié para estar con él”. 

Sin trabajo, se acercó por primera vez a una organización social a través de su madre, que trabajaba en el programa Veredas Limpias, en La Boca. Se sumó a las tareas del comedor, donde desayunaba y almorzaba junto con sus hijos, que volvían después a Glew para ir al colegio. Ella volvía más tarde, con el táper para la cena.

—En ese tiempo no existían los programas que hay ahora, solo el de Veredas Limpias. Yo estaba contenta de participar en la organización porque me garantizaba por lo menos la comida. 

Para juntar algo de plata para los otros gastos, con otras mujeres del movimiento organizaban ferias de verdura, “polladas” o hacían comida y postres peruanos que le vendían a los feriantes de Caminito, la mayoría de ellos migrantes. Gran parte de la materia prima la sacaban del comedor, pero también tenían un fondo común para comprar lo que faltaba. 

—A diferencia de ese tiempo, ahora hay programas. Entonces constantemente tenemos que estar recordando cómo es nuestra construcción, porque todas las personas que tocan la puerta para participar vienen con una necesidad concreta y te dicen “quiero un plan”, pero las organizaciones populares no somos empresas. No es que vos vas al Gobierno y le decís tengo mil compañeras que necesitan un programa y te dicen bueno, tomá. Eso es mentira, no pasa. Son ideas que hay que deconstruir incluso al interior de las organizaciones, entre compañeros y compañeras. Además hoy los $15.000 del plan Potenciar no te resuelven la vida. ¿Qué hacen los compañeros? O trabajan afuera o algunos se suman a las unidades productivas, que hemos fortalecido mucho en los últimos años. 

—¿Qué son las unidades productivas?

—Los polos textiles, recicladores, las comercializadoras como ésta —dice y señala a su alrededor, donde hay estantes con mercadería de cooperativas: yerba mate, legumbres, frutos secos, aceite, miel. —Ahora se habla mucho de “la reconversión de planes en trabajo genuino”, pero esa reconversión nosotros la hicimos hace tiempo ya. Hace poco estuve en Misiones y vi cómo trabajan las mujeres de las organizaciones, en grupos de costura con una sola máquina para todas. Hacen bordado chino y cosas excelentes, y parte de las ganancias va a una caja para comprar los insumos. Es lo que hacíamos nosotros en 2010 con la venta de comida o lo que están haciendo en este momento acá al lado en la cocina mis compañeros, que hacen viandas para vender. 

—La idea de “trabajo genuino” parece venir asociada a la inserción en empresas del sector formal. 

—Es que la economía tradicional quiere vivir de ilusiones. No admite que desde la crisis de 2001 se consolidó una economía que reconvierte los planes en unidades productivas, en trabajo, y que esa economía sostiene a cientos de familias. Si hablamos de empleo, ¿por qué no dotar a la economía popular de derechos y de fortalecerla? Por ejemplo, junto con la Emergencia Social nosotros presentamos un paquete de cinco leyes. Una de esa, que quedó cajoneada, era para que el 25% de las compras anuales que hace el Estado en  ambos para el hospital, sábanas, guardapolvos se lo compre a las cooperativas. Nosotros tenemos capacidad para producir y para vender

Sánchez dice que esa mirada “fantasiosa”, que pretende ignorar a un sector que emplea alrededor de 6 millones de personas, se refleja en otras cosas. Por ejemplo, en el acuerdo cerrado por el Gobierno con distintos sindicatos para que quienes cobren un plan Potenciar Trabajo se capaciten en las empresas de sus sectores. 

—Nuestras unidades productivas todas son también talleres, todas. Acá en el polo textil yo tengo compañeras que no sabían agarrar una aguja y andá a verlas ahora las cosas que hacen. Entonces, no entiendo: los compañeros que cobran un programa y van a capacitarse a una empresa ¿no son “planeros”? ¿Y los que se capacitan y trabajan en las organizaciones sí? 

—Empezó diciembre, que siempre viene acompañado del miedo al desborde social y este año está muy presente el recuerdo del estallido de diciembre de 2001. ¿Cómo lo ves?

—Yo veo una gran diferencia con 2001, porque desde ese momento hasta acá si bien la situación económica del país no ha mejorado, hay mucha organización en los barrios. La construcción de poder popular es muy fuerte y eso te permite contener, siempre y cuando también el Estado esté dispuesto a sentarse y a charlar. De todos modos, es difícil criticar a quienes salen a la calle a reclamar. Yo no lo puedo criticar porque es muy difícil estar en el lugar de una madre y que le digan no, el 24 no hay nada y acostá a los pibes con un mate cocido. Porque hay familias que no tienen garantizado ni siquiera una cena este 24. Yo escucho a las compañeras que no quieren que cerremos el local ni los domingos porque a ellas les sirve venir y retirar la comida, como me sirvió a mí en el 2010. El problema es que ahora no somos 10 como en ese momento; la cantidad de gente que necesita ha ido creciendo. 

Sánchez dice que se convirtió en vocera de la organización por ser “jetona” y por estar muy informada; siempre le gustó leer los diarios y mirar las noticias. En 2018, fue una de las personas que habló sobre el escenario en la Marcha Federal, en la que confluyeron organizaciones de todo el país en la Plaza de Mayo en repudio a la política económica de Cambiemos. Después de eso, recibió un aluvión de agresiones anónimas en las redes sociales. La mayoría de los mensajes la señalaban por ser peruana y reclamaban su deportación, pero algunos incluso utilizaron para atacarla por la muerte de su hijo mayor, que fue asesinado en 2017. 

Dice que en sus intervenciones públicas trata de “meterle palos a los compañeros” pero no para pelearse, sino para que “reaccionen” y le hagan lugar a esas mujeres que siempre están debajo del escenario, en la bandera de arrastre. Para que cuenten con las mujeres para encargarse de la olla, sí, pero también para tomar el micrófono. 

Hacia adelante, Sánchez considera que la UTEP debe concentrarse en dotar de derechos al sector de la economía popular. En la agenda 2022 está la campaña de afiliación y, por otro lado, las gestiones para intentar ser integrados a la CGT, una discusión que cree que va a ser lenta y de adentro hacia afuera. 

—Incluso a nosotros mismos nos llevó tiempo reconocernos como parte de la clase trabajadora y creo que en la CGT vamos a atravesar el mismo proceso. Hace un tiempo lo vi a Héctor Daer en un acto y le dije “compañero, el día que la UTEP entre a la CGT las fotos van a ser más lindas porque vamos a estar nosotras las mujeres, y tenga por seguro que se va a fortalecer la CGT”. Me miró y se reía. “Esta petisa atrevida”, habrá dicho. 

DT