Opinión - Panorama de las Américas

La Caída de las Torres, la Conquista otomana de Haití, y otros usos bélicos del barroco áureo

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Con esa libertad para la comparación violenta y la metáfora churrigueresca que jamás veremos subejecutada en el lenguaje de la prensa y la Casa Blanca demócratas, el Washington Post ha publicado el viernes que el borrador del fallo de la Corte Suprema sobre el aborto es como el 11 de septiembre. En la escalada de EEUU y de la UE en la guerra de Ucrania, una flamígera retórica bélica está en la vanguardia. Las figuras retóricas vuelan más veloces que los tanques o drones o misiles último modelo hasta la línea de fuego. También son incendiarias, y la conflagración que encienden es universal. Los medios y los liderazgos occidentales ya no se retienen y han entrado de lleno en su período de alto barroco. La exageración y la hipérbole ya no significan desvíos altisonantes. Hoy son la sintaxis de la conversación. La diplomacia de Washington y Bruselas, por no hablar de Varsovia o Londres, es sostenidamente grandilocuente: ya no sabe cómo prescindir de 'atrocidades', 'masacres', 'delitos de lesa humanidad', 'crímenes de guerra', 'genocidio'. Parece un punto de no retorno. Con un genocida no hay negociación de paz. Hay que ganar la guerra contra el genocida. Como contra Trump, contra la Corte Suprema.

Desde la Guerra de Secesión norteamericana, la del Norte abolicionista contra el Sur esclavista (hoy anti-abortista), no han librado las grandes potencias de Oriente y Occidente ninguna otra en la que estuvieran ausentes masacres atroces y nutrida variedad de alevosos exterminios. Sin embargo, sólo a algunos se aplicó el léxico del Derecho Penal Internacional. No oímos con frecuencia que las bombas de HIroshima y Nagasaki hayan sido genocidas o constituido crímenes de lesa humanidad. Cuando tras el asesinato del presidente Jovenel Moise, las autoridades haitianas pidieron armas e intervención de EEUU y de las potencias atlantistas, la respuesta fue moderada, la ayuda escasa.

No oímos con frecuencia que las bombas de HIroshima y Nagasaki hayan sido genocidas o constituido crímenes de lesa humanidad.

Esta semana, ocho misioneros turcos fueron secuestrados en Haití. El secuestro express es uno de los recursos extorsivos regulares de las bandas armadas de organizaciones criminales rivales que se disputan el territorio de la isla caribeña de población afroamericana. Asombra, acaso, la presencia de cooperantes musulmanes en suelo haitiano. Turquía es un país que integra la OTAN, y que el viernes ha anunciado un posible veto al ingreso a la Alianza Atlántica de Finlandia. Siempre excluido, al presidente Erdogan, un político islámico moderado en religión pero no en el uso de todas las fuerzas del Estado a su disposición, que lleva tantos años gobernando en Ankara como Putin en Moscú, le ha llegado su hora de excluir (tiene otras razones, además).

Puerto Príncipe está más cerca del Océano Atlántico que Kiev. O directamente está ahí, si pensamos al Caribe como un mar de ese Océano. La Corte Suprema de EEUU no va a abolir el aborto; probablemente, dictamine que es una cuestión que deben decidir y sobre la que deben legisla las Legislaturas de los 50 estados de la Unión. Es decir, debe decidir cómo legislar ese derecho el pueblo norteamericano, a través de sus representantes elegidos, y no las nueve elevadas bancas de un Tribunal en la capital federal.

El contraste no puede ser mayor con lo ocurrido en El Salvador el lunes, donde un juzgado condenó a 30 años de prisión a una madre por un aborto involuntario. Es relativamente frecuente en la justicia salvadoreña: los fiscales acusan a la madre de haber sido ella la causante de la emergencia obstétrica, y si tienen buen éxito, se cambia la carátula, y la acusación es de homicidio, con lo que en caso de condena, también hay una escalada de las penas.

Hay que admitir que la escalada de magnilocuencia política militante demócrata conoció un primer foco ígneo mayor apenas se conoció la victoria de Trump sobre Hillary Clinton en 2016. Y en noviembre de 2020, después del triunfo de Biden sobre el republicano que perdió su reelección, la novelista Joyce Carol Oates publicó en el Times Literary Supplement que los festejos del candidato demócrata victorioso sólo tenían parangón con las celebraciones que siguieron al triunfo aliado al fin de la Segunda Guerra Mundial.

La posición de Joyce Carol Oates es extrema, y, a la vez, no es en absoluto excepcional. Pero resulta muy particularmente iluminadora en la remisión a un contexto histórico, el de la primera mitad de la década de 1940, cuando el sistema democrático estaba lejos de ser en el hemisferio Norte el primer dato básico, el único encuadre imaginado para institucionalizar un ejercicio legítimo del poder. En ese marco, la democracia sirve, antes que para dirimir quién debe gobernar, para reconfirmar la legitimidad de quien gobierna. El sistema democrático demostró su sanidad porque dio su victoria -agónica, lentísima, y aun contestada- a Biden.

De esta manera, la esfera política dejaba de ser el lugar donde reglas aceptadas por todos los partidos median entre posiciones contrarias pero que -todos esos mismos partidos también lo deciden- todas ellas legítimas en sus diferencias. No. Desde tiempos de Clinton (Bill y Hillary), y aun antes, pero especialmente después, en tiempos de la ‘resistencia’ contra George W. Bush y Trump, el Partido Demócrata prefiere presentarse como aquel que es capaz de hacer justicia a todas las aspiraciones legítimas. Según el argumento de que, si son legítimas, todas esas aspiraciones (laborales, sanitarias, raciales, de género, pro aborto, pro pobres) puedan armonizarse en un único programa que puede reclamar para sí la lealtad de todas y todos y no puede admitir delante otro programa igualmente legítimo. EEUU, dice el establishment demócrata, siempre fue una república, nosotros queremos una democracia. Muy cierto. El voto republicano es un voto por la República, es decir, un voto por un conjunto de reglas universales antes que una opción sustantiva por un conjunto de bienes y de fines elegidos de antemano. Plantear una ‘guerra cultural’, un abismo entre demócratas laicos y progresistas vs republicanos religiosos y conservadores complica la cuestión más de lo que auxilia a resolverla.

Las analogías al uso rápidamente arrinconan a Trump y a Putin junto con dictadores como Hitler y Mussolini o emperadores como Hirohito. “¿Cómo se puede ser persa?”, se preguntaban famosamente los cortesanos franceses en Las cartas persas, novela epistolar del barón de Montesquieu, teórico dieciochesco de la división de poderes y de la república moderna. ¿Cómo puede alguien ser tan exótico, oriental, cruel y alienígena como para votar por Trump, preferirlo como presidente?, se preguntan -cuando se lo preguntan, cuando no creen conocer de antemano la respuesta- los cortesanos de Washington DC.

¿Cómo preferir negociar, conceder con Putin? ¿Quién recuerda las tres conversaciones de paz cara cara de las delegaciones ucranianas y rusas, dos en Turquía, una en Bielorrusia? No se puede negociar con un criminal de guerra, un genocida. Si Putin es el nuevo Hitler, y Moscú la nueva Berlín, lo único que se puede hacer es arrasar el nuevo Reich y obtener su rendición. Incondicional, como en 1945. Paradójicamente, la caída del nazifascismo que Putin celebró el lunes, en la capital rusa, en el desfile del Día de la Victoria del Ejército Rojo soviético.

AGB