“Liberamos a Zamba, ¿viste? Lo hicimos más libre”, dijo Manuel Adorni en su habitual conferencia de prensa. El vocero presidencial, con tono burlón y sonrisa de revancha, anunciaba algunas semanas atrás los cambios en la nueva programación de Paka Paka, que comenzarán a transmitirse a partir de julio. En el fondo anunciaba algo más: la introducción de la infancia y la niñez como nuevo frente de disputa de lo que el gobierno y los intelectuales libertarios llaman la “batalla cultural”.
La transformación de Paka Paka encendió las alarmas cuando se conoció la incorporación de Tuttle Twins, una serie animada producida en Estados Unidos por Angel Studios. Los protagonistas son dos hermanos gemelos que viajan por la historia junto a su abuela cubana para conocer a figuras como Milton Friedman, Adam Smith, Albert Einstein y Karl Marx.
El programa enseña conceptos como inflación, emisión monetaria y consejos de inversión, mientras desacredita la idea de que las necesidades básicas son derechos. Marx aparece como “un fanatico del socialismo y pésimo padre”, y Cuba, como una amenaza. El mensaje a los niños es claro: los problemas del mundo no se explican por desigualdades sino por intervenciones del Estado, y el éxito, ese fetiche que guía todas las tramas, se alcanza solo con dólares y “buenos contratos”.
En lugar de un niño que recorría la historia argentina preguntando, aparece una dupla de emprendedores que aprenden a invertir para llegar al éxito. La infancia se convierte en un target ideológico donde ya no se enseña ciudadanía, sino libertad financiera. Detrás del upgrade de Zamba no hay solo cambio de estética o de grilla. Hay algo más hondo, más programático: una disputa por el alma misma de la infancia.
El upgrade de Zamba
¿Qué implica liberar a Zamba y Paka Paka? ¿Liberarlos de qué? En la lógica de esta -a todas luces- provocación libertaria, se lo saca del aula, del archivo, del territorio común. En los episodios no hay próceres del sur, ni luchas de independencia, ni historia de las democracias. Lo que hay es inflación, emisión monetaria, consejos de inversión y anticomunismo con música de fondo. “Liberar a Zamba” es, en realidad, liberarse de cualquier narrativa compartida. Lo que queda es el zapping ideológico: un tutorial de inversiones, un dibujito con consejos sobre cómo multiplicar el dinero, una canción que dice que estudiar en la universidad no sirve tanto como hacer un curso online para trabajar como programador. El upgrade de Zamba no es solo estético, es político. Pero ya no se adoctrina como lo hacía Zamba -dijeron en defensa del cambio- porque ahora se dice “la verdad”.
El nuevo Paka Paka no propone una infancia que sueñe, sino una que rinda, y que rinda pronto. La economía, y solo la economía, se vuelve el centro. Pero no la economía como herramienta para entender el mundo, sino como religión de frases hechas: “la inflación es siempre un fenómeno monetario”, “el Estado es el problema”, “el éxito se mide en dólares”. ¿No empobrece reducir todo a una única economía liberal, una única verdad basada en la reducción de lo público y la desregulación del mercado?
La educación como obstáculo al éxito
Uno de los episodios más polémicos de Tuttle Twins es el que desaconseja ir a la universidad. La canción dice: “Al éxito se llega por muchos caminos y no todos cruzan la universidad”. Lo entonan niños felices mientras una flecha de neón señala la palabra success. La letra sigue: “hay oficios bien pagos que no requieren estudios superiores, y programadores en Google y Apple que solo hicieron un curso online”.
El modelo educativo estadounidense —donde las universidades endeudan más de lo que prometen— es usado como ejemplo, pero en Argentina el contexto es otro: la universidad pública funciona como una de las herramientas más potentes de ascenso social. Decir que ya no sirve es parte de una ofensiva más amplia, mientras se recortan los presupuestos, se construye una narrativa que presenta a la universidad como obsoleta, ideologizada, lenta.
No se trata de oponer universidad a emprendedurismo. Las trayectorias pueden —y deben— ser complementarias. El problema es otro: imponer una idea única de éxito basada en el dinero, sin importar el cómo. En esta lógica, no hay espacio para el capital cultural, el mérito simbólico, la curiosidad, ni —sobre todo— para la vocación. El mandato es producir. Monetizar. Optimizarse. La diputada libertaria Lemoine lo sintetizó mejor que nadie: “Primero estudiá algo que te dé plata. Después fijate si eso te gusta”.
“Sin un título igual puedes lograrlo”
Durante la pandemia, algo explotó. No fue solo el home office ni las videollamadas: fue el “boom juvenil” de la programación. Una avalancha de jóvenes –muchos de ellos sin título, sin contactos, sin tiempo para esperar un título universitario– se inscribieron en cursos online, hicieron bootcamps, pasaron horas buscando en YouTube. Proliferaron las academias online como Soy Henry, Platzi o Digital House, prometiendo empleo rápido y salarios en dólares, un futuro asegurado.
En muchos casos, estos cursos logran insertar a jóvenes en el mercado laboral, pero lo hacen en los escalones más bajos: puestos de baja calificación, pocas proyecciones de crecimiento y escasas herramientas de negociación colectiva. Son los obreros del bit: trabajadores funcionales a un modelo extractivista donde la innovación queda en los países centrales, y en el sur solo llegan las tareas repetitivas; muy probablemente pronto resueltas por una IA.
No es que estos caminos alternativos no sirvan. Sirven, pero no cumplen lo que prometen. Tanto en la industria tech como en cualquiera de los ámbitos profesionales, quienes estudian en la universidad se aseguran un futuro más estable, mejor rentable y con mayor expectativa de mejoras. La diferencia que puede hacer la universidad es radical: está demostrado que la generación de primeros universitarios consigue no solo mejorar económicamente ellos sino también sus familias.
La universidad no rinde, y eso está bien
Hoy, cuando el currículum oculto de las plataformas forma más que las aulas, la universidad tiene una doble tarea: resistir y reinventarse. Ya lo está haciendo. Discute planes de estudio, ofrece tecnicaturas, piensa títulos intermedios, pero, sobre todo, defiende una idea que incomoda al algoritmo: que hay cosas que no se pueden acelerar.
Defender la escuela y la universidad no es negar sus deudas. Es no aceptar su reemplazo por versiones más livianas, más veloces, más rentables. Es entender que ahí se sigue enseñando algo radical: que hay saberes que no se compran, vínculos que no se eligen, pero se cuidan, y tiempos que no pueden acelerarse sin perderse.
Quizás el debate abierto con la provocación de Tuttle Twins no sea solo sobre un dibujo animado, si no sobre la infancia como frontera, como límite, de la batalla democrática.
MT