OPINIÓN

La foto, la película, el caso, la argumentación, el complot y la muerte

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1. Hay una metáfora política que, por repetida, ya me resulta odiosa: la que afirma que “hay que mirar la película y no la foto”. Estoy casi seguro de que fue de inspiración kirchnerista –al menos, la escucho abundantemente desde 2010, más o menos. La metáfora pretende afirmar que un recorte opaco de lo real no puede desplazar una secuencia extensa más luminosa. Por supuesto, hay varias objeciones que rebaten la metáfora: una, que suena a “estamos mal, pero vamos bien”, de infausta memoria. Otra es que, técnicamente hablando, una película no es sino una serie de fotografías llamadas fotogramas, sobre las que se producen intervenciones llamadas montaje. Una película, en suma, no es más fiel o más “verdadera” que una fotografía. Y nos agrega otro problema: qué duración seleccionamos, cuándo comienza y cuándo termina el filme. ¿En 1975 o en 2001?

En suma: una metáfora espantosa que no explica nada. Y que, sin embargo, acierta en algo: no hay hechos (fotografías) sino relatos de los hechos (películas). Hasta el grito primal macrista “no se inunda más, carajo” es un relato, le guste o no a los intérpretes de la derecha vernácula. El “relato” no es un invento peronista: todos debiéramos saberlo, desde Homero (siglo VIII antes de Cristo) para acá. Si el mundo real no se habla ni se narra, no existe.

2. Esto no significa que, entonces, cualquier verdad es relativa. Sigue habiendo hechos, datos, números, explicaciones, causas y consecuencias. Justamente, la verdad y la mentira existen por su distancia con los hechos, los datos, los números. Por eso, la tierra es redonda, las vacunas funcionan, la Argentina es un país injusto y la policía mata.

3. Mi maestro Aníbal Ford encontró una vuelta para explicar esto en el periodismo: lo llamó “la exasperación del caso”. Como siempre hay que narrar y buscar una explicación rápida, porque el periodismo no tiene tiempo para otra cosa, el caso es perfecto: ocurrió algo, y ese algo desplaza cualquier argumentación. El caso se explica solo: “los hechos hablan por sí mismos”. Esto precisa de un abuso argumentativo –porque, justamente, no se puede argumentar largo, en extenso: el tiempo es tirano y el espacio poco–: ese abuso es el estereotipo, la simplificación, la caricatura, La Nación+. “Son violentos”: ¿qué otra explicación vamos a buscar si hay violencia? Desde hace rato que la política copió este modo de argumentar: o, mejor dicho, de no argumentar. “Frases cortas y sin mucha vuelta”, dicen todos los coaches. O un abuso sociológico: “la gente dice que”. Seguido de otro: “conocí una persona que”. Y el universal absoluto: “todos sabemos que”.

4. En cambio, el gran crítico literario Fredric Jameson hablaba de las explicaciones conspirativas: la concepción del mundo del pobre, decía. Frente a la complejidad, la simplificación paranoica. Jameson dijo esto hace cuarenta años: no sabía que la paranoia se volvería explicación de masas, sin límites de clase ni ideologías. “Es el lawfare del imperio”, dicen unos; “cortan las vías porque el domingo hay elecciones”, dice Aníbal Fernández. “No quieren perder poder y quieren sembrar miedo y caos. El día de hoy hubo otra manifestación y otro corte. Apelan a que todo quede igual, que no les saquemos nada”, dice Patricia Bullrich.

5. Por eso, contra todo eso, porque no hay sociedades mejores sin mejores explicaciones, porque sin buenas explicaciones no hay buenas soluciones, porque no hay construcción democrática de la verdad sin muchas voces interpretando; pero tampoco la hay sin hechos, datos, números, causas y consecuencias. Por todo eso es que no podemos renunciar al valor de la verdad.

6. Hagámonos cargo: el pacto democrático de 1983 incluyó el juicio a las Juntas, pero nunca nos trajo el principio básico de una sociedad moderna, que es el monopolio legítimo –regulado, legislado y controlado– de la violencia por parte del estado. La masacre de Ingeniero Budge, en 1987, mostró eso en su plenitud. Desde entonces, la CORREPI suma 8.701 muertos a manos policiales (cifra de marzo pasado). Pero, además de la responsabilidad directa en la ejecución de un crimen, hay otro factor, que nadie puede decir muy en voz alta porque es desesperante: las fuerzas encargadas de la represión del delito son en realidad las fuerzas encargadas de la administración del delito. Morena Domínguez murió el martes víctima de esa administración: la zona liberada, el “vamos y vamos”, la regulación del tráfico en manos policiales. (También, claro, de una fragmentación social absurda que viola todos los viejos códigos del mundo del delito: nunca en el barrio, nunca a los vecinos, nunca a una nena. Los asesinos son dos cobardes y dos traidores).

Después, claro, están los que tiran a Ezequiel Demonty al Riachuelo o los que “descompensan” a Facundo Molares. Pobres, se les fueron.

7. Esto no es “garantismo”. Es explicación. También lo es que no hace falta una orden explícita para que las policías cometan un crimen, lo encubran, lo faciliten: hace falta un clima interpretativo, una cultura que, como toda cultura, regula lo que puede ser dicho o hecho. La afirmación sistemática del “orden”, de “los derechos humanos de la gente”, del “derecho a transitar”, de la “indefensión del pobre policía”, de las “armas no letales”, crea eso: un viva la pepa punitivo. Y si se muere alguien, es un exceso, un error, una manzana podrida o un “se les fue la mano”. Es decir, un caso, no un argumento.

Esta casuística berreta es en la que la mayoría de la sociedad, encabezada por la legión de psicópatas que nos gobiernan desde hace cuarenta años, cree como si fuera una verdad revelada, y actúa (y vota) en consecuencia. Estos dos días espantosos que acaban de pasarnos no redundarán en mejores interpretaciones, en más rigurosas explicaciones, sino en la simplificación por excelencia: el que mata tiene que morir. Igual que “fueron los violentos”, “la Argentina va a tener orden”, “hay que recuperar la calle”, “los voy a ir a meter presos yo mismo” o “me tomo el helicóptero y ya voy, eh”.

PA