Un mundo sin niños, un mundo sin Eros

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La última de Milei: dice que por culpa del derecho al aborto no nacen suficientes niños y nos enfrentamos al riesgo de que el mundo se quede “sin gente”. Como en casi todo, copia el discurso de la extrema derecha estadounidense, que también culpabiliza a la gente “woke” por la poca fecundidad. Es una tontería, como todo lo que dicen. En la Argentina, la natalidad comenzó a caer en 2014 y se desplomó en 2015, años antes de que se aprobara el derecho a la interrupción del embarazo. No tiene relación con el aborto. 

Aunque dé una explicación absurda, el comentario de Milei refiere a un dato real. La población está dejando de crecer. Es un fenómeno mundial: pasa en países ricos y pobres, del norte y del sur, cristianos o musulmanes, culturalmente conservadores o más progresistas, con y sin aborto legal, en EE.UU. y en China. Incluso en los dos lugares en los que la fecundidad todavía es alta, Asia Central y el África Subsahariana, la tasa está bajando. El país que peor está en este sentido es hoy Corea del Sur: las mujeres tienen allí en promedio 0,7 hijos, lo que implica que cada generación que llegue de aquí en más será un tercio de la precedente. Si nada cambia, a ese paso en algún momento dejará de haber coreanos. ¿Pasará lo mismo en todas partes?

Mucha gente dirá que eso es una bendición, que somos demasiados o incluso que, por dañinos, merecemos la extinción. Independientemente de lo que uno crea al respecto, la caída de la población genera problemas y tensiones sociales. Algunos ya se ven, como la presión sobre los sistemas jubilatorios o la inmigración, que desagrada a muchos pero que las economías necesitan. En Corea ya se notan otros problemas. Los niños desaparecen del paisaje y en algunos poblados no se registran nacimientos desde hace años. ¿Quién cuidará a sus ancianos? En las aulas hay cada vez menos: 157 escuelas no tuvieron ningún nuevo inscripto en 2023. ¿Adónde irán esos docentes? ¿Y dónde se educarán los pocos niños que sigan naciendo allí? Las tensiones familiares, políticas, étnicas y de género podrían intensificarse. 

Los demógrafos no tienen claro cuál es la explicación del fenómeno. Las correlaciones abundan: los métodos anticonceptivos más al alcance o el mayor acceso de las mujeres a la educación parecen incidir. Pero eso no nos dice por qué una mujer decide o no tener hijos. O un varón: se omite en el debate el hecho de que muchos varones también optan por no tenerlos (las estadísticas muestran un aumento significativo de las vasectomías en la Argentina en los últimos años). El empeoramiento de las condiciones de vida es un condicionante evidente. Mucha gente está trabajando demasiadas horas, en empleos sin estabilidad, con sueldos que no alcanzan o autoexplotándose, postergando todo para avanzar en sus carreras, pagando alquileres imposibles. La presión a estilos de vida cada vez más costosos se hace sentir. Sin dudas, todo eso condiciona las decisiones reproductivas. 

También se señala como causal el desmantelamiento de los Estados de bienestar y la ausencia de incentivos o posibilidades para que los padres compartan más las tareas de crianza. Pero las generosas políticas de los países nórdicos para favorecer la natalidad –ayudas económicas para padres y madres, licencias muy prolongadas, horarios de trabajo flexibles, etc.– no consiguieron mejorar las tasas por comparación con los países que no tienen nada de eso. El problema, parece, incluye, pero también excede lo inmediatamente económico.

Ya saliendo de las hipótesis académicas, muchas mujeres se quejan de que los varones están viniendo bastante idiotas y descomprometidos y se hacen cargo poco y nada de la crianza. O sostienen que hoy las mujeres tienen mayor autonomía y deciden por sí mismas, lo que no es nada malo. Pero incluso coincidiendo con ambas cosas, se puede dudar de que los varones de generaciones anteriores fuesen mucho mejores. Y tener más capacidad para decidir no explica por qué se decide en un sentido (no tener) en lugar del otro (tener). Ni nos dice por qué la caída de la natalidad viene siendo tan brusca. Ocurre en países con conciencia feminista bien desarrollada y en otros con muy poca. Pasa tanto allí donde las mujeres salen a trabajar más, como en algunos de poca participación femenina en el mercado laboral. No hay explicaciones sencillas.

No seré yo, que nada sé al respecto, quien desentrañe el fenómeno. Quizás haya que tener en cuenta no solo los datos duros, lo que sucede, sino también lo que imaginamos que sucederá. Los historiadores utilizamos un concepto que puede ser útil: “horizonte de expectativas”. Lo explico de manera sencilla: los datos de nuestro presente nos afectan no sólo por sí mismos, sino también por el modo en que los interpretamos. Y los interpretamos según qué experiencias traigamos del pasado y las previsiones que tenemos acerca del futuro. Nos cuesta sobrellevar el presente más o menos, dependiendo de cómo supongamos que será el futuro. Vivimos un mismo inconveniente como una condena demoledora si imaginamos que empeorará, o como un pequeño obstáculo si confiamos en poder removerlo pronto. El presente se vuelve peor si imaginamos un futuro sombrío.

Hace un tiempo circuló un meme gracioso, un cuadro de dos columnas que comparaba en qué consiste criar un niño hoy y cómo era en tiempos de nuestros padres o abuelos. La primera columna, la del presente, era larguísima. Los requerimientos de la paternidad/maternidad eran muchos. Decía algo así como “Tenés que asegurarte de proveer a todas las necesidades de tu hijo/a, las materiales, emocionales, psicológicas, educativas, físicas y sociales, cuidando al mismo tiempo de no sobreestimularlo ni exigirle más de la cuenta. Tiene que saber idiomas, comer sano, ser respetuoso pero también hacerse valer; ser sensible pero seguro de sí mismo; debe importarle la opinión de los demás pero también mantener su independencia de criterio; esforzarse y prepararse para la vida y también saber disfrutar del tiempo de ocio; etc. etc.” En cambio, la columna de requerimientos de una buena paternidad en el pasado era mucho más breve: “Dale de comer cada tanto”. Con eso ya alcanzaba. 

El meme causa gracia porque refleja nuestra percepción del futuro. En el pasado la paternidad/maternidad, parece, podía ser más despreocupada y gozosa que hoy, porque el futuro no parecía tan sombrío. El mundo que estamos gestando es mucho más difícil que el que recibimos. Todos lo sentimos. Quien arribe ahora deberá estar mucho mejor preparado. Sus chances de abrirse camino en la vida serán mucho menores. Las oportunidades serán pocas. La competencia será (ya es) despiadada. Su estabilidad emocional y psicológica será más endeble. La posibilidad de ser feliz y al mismo tiempo mantener una conducta más o menos virtuosa, más lejana. La crianza, entonces, debe funcionar como un aparato de relojería. No puede fallar. Nos da risa porque nos parece una misión ya imposible, abrumadora. Quizás mejor sea desistir.

Hay una duda que se repite en relación con la decisión de traer un niño al mundo: “¿Traer un niño a este mundo?” La frase no tiene sentido: no hay otro mundo. ¿Cuál otro va a ser? El mundo, en el pasado, ha sido muchas veces durísimo. La pregunta no significa tanto que el presente sea ya invivible, como que el mundo que viene se nos presenta como algo ominoso. Ese temor se refleja por todas partes en nuestra cultura: en la constante imaginación apocalíptica del cine y de las series que miramos, en la obsesión con la que imaginamos a los otros como zombies amenazantes, en los videojuegos que juegan los niños, en las letras de los artistas de música urbana. Uno está solo en un mundo peligroso y sin sentido. Ya no habrá vida colectiva o virtuosa posible. Solo queda competir con los demás, ser el más capo, armarse mejor, matarlos si hace falta, abrirse camino como sea en medio del derrumbe catastrófico. ¿Traer un niño a este mundo? ¿Someterlo a ese escenario? O peor aún: ¿cargarnos a nosotros mismos con las demandas de otra personita e imponernos un obstáculo más en la meta imposible de llevar una vida más o menos feliz? ¿Para qué? ¿Un niño a cuestas no vuelve imposible una realización personal que exige pruebas de éxito cada vez más difíciles?

Además de las restricciones materiales, la presión laboral o la autoexplotación, la precariedad e incertidumbre, y un horizonte de consumos cada vez más tiránico, el capitalismo nos impone proyectos de vida que nos impulsan a desentendernos del otro. Cada uno está para sí mismo, persigue su interés individual. Se triunfa, como en los videojuegos, prevaleciendo sobre los demás. Compitiendo y ganando. A los tiros. O taladrando el mundo para obtener recursos, como en Minecraft, y que el planeta reviente. El que esté preparado y haga lo necesario será un winner. El que no, un loser. Todo una gran batalla de gallos, solo que sin reglas. ¿Qué lugar hay para lo común, para la comunidad, la sociedad, la nación, o la especie en esa visión? 

La teoría psicoanalítica identificó dos instintos o “pulsiones” fundamentales que conviven en todos nosotros. Sigmund Freud las llamó Eros y Tánatos. La primera sería la fuerza plasmadora de la vida, el impulso a la unidad, a la integración, al sostenimiento y cuidado de lo que está vivo. Tánatos es su opuesto: la pulsión de destrucción, de disgregación de aquello que está unido, de muerte. Ambas están detrás de conductas y sentimientos muy diferentes: la pulsión erótica anima el amor, la compasión, el perdón, el placer, la solidaridad, la comunión con el prójimo. Tánatos, el odio, el castigo, la crueldad, el imponerse sobre los demás. Llevado a términos societarios, Eros sería el impulso a lo común, mientras que su opuesto llamaría a la jerarquización, la segregación, la competencia, la violencia y, llegado el caso, el exterminio. 

¿Cómo está hoy el balance entre Eros y Tánatos? En los tiempos que vivimos coinciden dos fenómenos, relacionados con decisiones personalísimas en apariencia distintas, pero quizás no tanto. Por un lado, está el debilitamiento del deseo de tener hijos. Por el otro, hay una menor frecuencia de las relaciones sexuales, especialmente entre los más jóvenes, algo documentado ya en muchas investigaciones en diversos países. Los humanos están teniendo menos sexo que antes. ¿Será casualidad? 

La vida colectiva, el sentido gregario de nuestra especie, el deseo de sostenerla, se alimentan de Eros. No hay comunidad sin afecto colectivo. El capitalismo, en cambio, es más bien tanático. Apunta a la jerarquía, a la distinción en clases, a la competencia, a la acumulación individual, a sustraerse de toda responsabilidad respecto del prójimo, a utilizarlo como instrumento para beneficio propio. Deposita todo el afecto en uno mismo, en el desarrollo individual, en el cultivo de una imagen de sí poderosa, autónoma, imponente. No queda lugar para otro amor que el amor propio.

Acaso haya un hilo no tan invisible que conecta esa mengua en el Eros interpersonal y colectivo con la construcción esmerada de un yo imaginado como un avatar virtual de redes sociales, un yo para exhibir en el mercado de yoes. Acaso no sea casualidad que coincidan la caída de la fecundidad y de los encuentros sexuales con el liberalismo individualista a ultranza, con la proliferación de los haters (¿no es acaso un incel el estereotipo del hater?), con los discursos de odio, con la pedagogía de la crueldad, con el reclamo “hay que matarlos a todos”. Acaso no sea casual que coincidan el auge de la extrema derecha y la percepción del futuro como apocalipsis zombie. No lo sé, pero intuyo una conexión entre todo eso. Como la mayoría de las decisiones importantes, tener hijos es una decisión personal, pero no solo personal. Está conectada con lo colectivo, con el estado del “nosotros”. 

La derecha, por supuesto, lo negará. Intentará que la decisión perfectamente razonable de no traer niños a este mundo sea vista como una perversión, una falla moral, un capricho individual de mujeres infatuadas por el “wokismo”. Como si no hubiese sido la propia derecha la que nos enseñó a priorizar el deseo individual ante todo y la que volvió la vida poco compatible con los compromisos de largo aliento. De hecho, como Milei, ya están intentando convertir la preocupación por la natalidad en un arma para sus guerras culturales contra el feminismo, las sexualidades disidentes y el progresismo en general. Usan la cuestión como ariete para recuperar el control del cuerpo femenino e imponer nociones de moral sexual a su gusto. En EE.UU. (y aquí también, que copiamos todo), proponen volver al ideal de las “trad-wives”, las esposas tradicionales que se quedaban en casa ocupándose de marido y niños. Nada menos. Machacarán con esa ensoñación retrógrada, con esa compensación puramente imaginaria que ni a ellos mismos convence, mientras siguen haciendo de este mundo un mundo poco digno de ser habitado por niños.  

EA/DTC