Opinión

¿Por qué no nos separamos?

En este tiempo se empezó a usar cada vez más el “diagnóstico” de psicópata-narcisista (o psicópata o narcisista) para referir a las actitudes de ciertos de varones.

En términos generales, este diagnóstico es –valga la redundancia– bastante general y muchas veces nombra lo que, en psicoanálisis, conocemos mejor como la agresividad del obsesivo culposo.

Sin embargo, hay una serie de casos en los que se puede pensar otra coordenada, la de varones que no se relacionan con sus actos a través del conflicto; es decir, que no asumen el carácter conflictivo de sus actos y, por ejemplo, cuando se los quiere confrontar con una posición que los implica, se vuelven hostiles o expulsivos.

Hay un meme –creo que de los Simpsons– en que un personaje invita a Lisa a su casa y le dice: “Te mentí, no tengo Netflix”. He aquí un hombre, es decir, alguien capaz de decir “Te mentí”. Eso lo hace, además, un varón honesto.

Otra cosa es esta clase de varones que no pueden asumir los efectos contradictorios de la palabra; más bien, lo llamativo es que pueden decir un montón de cosas, atractivas y seductoras, pero que no se corresponden con poder encarnarlas, ponerles el cuerpo.

Hablar de psicópata o narcisista quizá sea mucho decir; aunque es cierto que, desde el psicoanálisis podríamos hablar de posición perversa –pero “posición”, no estructura– por esa relación tan particular con el acto, de no-conflicto.

Lo difícil es ubicar bien dónde está el retorno del conflicto desestimado, en lugar de construir versiones malignas del otro alimentadas por la decepción. En todo caso, lo que resulta claro es que la progresiva desaparición del varón obsesivo no trajo varones menos capaces de agresión.

Asimismo, podría decir que hubo un cambio sustancial en nuestro modelo cultural de pareja. Hasta hace un tiempo, la pareja más corriente era la que existía entre varón obsesivo y mujer histérica. Si nos reímos de los chistes de Tute, es porque su genialidad muchas veces se desarrolla dentro de esa matriz. También creo que nos reímos porque ese matriz es ya una forma del pasado. Me explico a continuación.

La pareja de la histérica con el obsesivo es caricaturesca. Ella demanda amor, mientras que él se siente exigido y cuando trata de conformarla, ella responde: “No es eso”; entonces, él dice que no sabe qué quiere ella, que es una insatisfecha, que no le alcanza nada, mientras que ella agrega que él es un mezquino (o un egoísta, que solo piensa en sus cosas) y así hasta que algún síntoma lleva hasta la crisis, luego de la cual pueden separarse o reiniciar el ciclo. Por lo general, en esta estructura el síntoma más típico es el de los celos, celos de ellas, que cree que eso que él no le da se lo da a otra; o bien puede ser que, a fuerza de ponerla a ella en un lugar demandante, él se erotice fuera de la relación. De este modo, ocurre lo esperable, lo de siempre: ella le revisa el teléfono y algo encuentra (real o fantaseado), entonces viene la crisis que antes mencioné. Este es un guion típico.

Ahora bien, no es que esta matriz haya dejado de existir, pero en la consulta de pareja comenzó a ser desplazada por otra. Si en la relación histérica-obsesivo, los celos eran motor y obstáculo, si la pareja daba vueltas en torno a su eventual separación (al punto de erotizar la chance de separarse y una pareja podía pasar años hablando de separarse), en la nueva matriz la circunstancia es diferente. La resumo de este modo: el infiel ya no es él, sino ella; ante el descubrimiento, él no se va, sino que se queda y afirma: “No me voy a ir”, pero tampoco ella se va; es más, a ella le ocurre lo que nunca le ocurriría a una histérica: siente culpa. 

Si antes la culpa jugaba del lado del varón obsesivo que, a partir de ser descubierto, se convertía en el enamorado que nunca había sido, para realizar la fantasía heroica de recuperar a la histérica; en la matriz actual, la culpa cae sobre la mujer… ¿quiere decir esto que ella se volvió obsesiva? ¿La relación se invirtió y ahora la obsesiva es ella mientras que él se volvió histérico? Ojalá fuera tan fácil.

La situación es otra. En principio, cabe notar que la culpa que ella siente no es tanto por su deseo. Entonces, ella no siente haberle sido infiel a un hombre. Su pareja no ocupa el lugar de hombre. Expresiones comunes que surgen en este contexto son: “haber dañado a la familia y a los niños (si los hay) porque se los puede privar de un padre”; “enorme responsabilidad por la vida de él, que la quiere tanto”, etc. La histérica de otro tiempo tenía el camino más allanado: si no se entregaba tan comúnmente a la infidelidad es porque sabía que su pareja se sostenía de su amor y, entonces, un ligero permiso (apenas un café con un compañero) sería suficiente para derrumbar el edificio. A la mujer de la nueva matriz, que no vacila en realizar su deseo por fuera de la relación, esto no la separa. Al contrario, la retiene culposamente, no con la culpa del obsesivo (por haber sido descubierto) sino por fallar a un ideal.

Ahora bien, la pregunta en este punto es: ¿de dónde proviene ese ideal? Sin embargo, para responder a esta inquietud es preciso haber notado antes el cambio que se juega en la modificación de la matriz amorosa. Hasta hace un tiempo, los psicoanalistas nos hacíamos la pregunta de por qué dos personas se separaban. Hoy nos preguntamos por qué no, porque no pueden dejar de vivir juntos, por qué uno no hace la valija y se va y la otra no está dispuesta a llevar su deseo hasta las últimas consecuencias, porque se quedan en ese infierno compartido, en el que se ven la cara todos los días para pelear y recordar lo que se nombra como traición, mientras piensan a dónde se van a ir de vacaciones este verano con los chicos.

Puedo responder ahora la pregunta por el ideal en juego. Si de la histérica y el obsesivo se puede decir que eran una mujer y un hombre; en la nueva matriz, bajo los roles de género se presiente otra raíz vincular, la que une a la madre con un hijo. Aquí podría hablarse de las variables económicas y sociales que también unen a una relación, pero lo cierto es que el día en que una mujer se sintió traicionada por un hombre, incluso cuando tuviera que irse con dos o tres trapitos, lo hacía. La dignidad estaba por encima de cualquier cálculo. Lo mismo para echarlo, si el infiel era él, porque ningún hombre descubierto se aferraba a sus pertenencias. Esta era la lógica de la histérica con el obsesivo. 

Hoy nos preguntamos por qué no se separan. Y la respuesta es simple: porque no están unidos por el deseo. Si la pareja histérica-obsesivo estaba siempre al borde de su ruptura, es porque hacía del deseo su báscula; mientras que la nueva matriz se caracteriza (de acuerdo con el vínculo materno-filial) por sus componentes de sostén narcisista: él se enoja y reprocha que ella arruinó lo que tenían, mientras que ella se siente culpable no por la consecuencia de su deseo, sino por desear –de la misma forma que una madre teme ir más allá de su hijo en la más temprana infancia. 

En el siglo XXI, la nueva locura es la funcionalidad. Las parejas ya no sufren de tantos síntomas, sino de funcionar –a veces demasiado bien, a veces con el costo de que cada uno esté en la suya– con la separación como telón de fondo aterrador. Los varones se acomodan mejor en el rol infantil y las mujeres –con o sin hijos– quedan atrapadas en el rol materno. Diré algo más sobre este último punto y luego, para concluir, volveré a los varones.

Hoy es común escuchar la expresión “no quiero maternar a mi pareja”. Es cierto que en nuestra época la maternidad ya no es un destino obligado o, mejor dicho, es posible decidir no tener hijos; pero el efecto es paradójico: la posición materna se ve por todos lados. Cuando digo posición materna, digo: madre es toda persona que le pide al otro que “sea”.

La demanda materna es demanda de ser (el falo) y está demanda sin duda puede darse por fuera de la relación con un hijo. Es lo que ocurre hoy cuando se plantea un tipo de reparo al deseo del otro, por la vía de la demanda de que (el otro) sea alguien que te escuche, alguien que te entienda, alguien que –como se dice– “tenga empatía”. ¿Qué quiere decir el complejo de Edipo? Que la demanda materna fracasa solamente con una persona: un hombre, si este está dispuesto a dejar de ser un niño. 

Por otro lado, que –como toda demanda– la demanda materna se invierta y, por lo general, quienes dicen no querer maternar terminen en la posición de reproche infantil, es también bastante común. Que la demanda de ser (el falo) invalida que el otro pueda tenerlo, o no (como dije antes: ser un hombre), para padecer los efectos del conflicto sexual, es la consecuencia. Ya no hay malentendidos, hoy solo quedan personas que se retan entre sí.

Asimismo, la demanda materna no es privativa de los hetero ni se dirige de mujeres a varones; también se la encuentra de varones a mujeres y en relaciones homosexuales. La demanda materna es lo mejor repartido en el pasaje de lo que antes se llamaba “la comedia de los sexos” y hoy convendría llamar “el espectáculo de los géneros”.

Para concluir, ahora sí, una reflexión sobre los varones que ya no quieren ser hombres y quizá por eso se desentienden de sus actos, con el riesgo de devenir perversos –como dije al comienzo.

Hace poco escuchaba una canción de Joan Manuel Serrat, que se llama “Dejad que cante el muchacho” y que narra la situación de un varón que se enamora: se vuelve torpe, incluso un poco soberbio, por lo que Serrat pide que se le tenga paciencia, que no se confunda ese modo de actuar con maldad, que solo le falta tiempo.

Luego agrega: “ni juega sucio por no decir la verdad, ni oculta nada porque esconda algunas cosas”. Pensaba en cómo esto hoy parece un desafío, en tiempos en que el imperativo moral para los vínculos es de transparencia y se espera que los varones sean buenos –porque si no son buenos (de acuerdo con los discursos hegemónicos para plantear expectativas sexo-afectivas), entonces son malos.

Cuando digo “discursos hegemónicos” me refiero a cómo hoy proliferan los consejos del estilo “si el otro no está disponible, ponele límites”. Este tipo de planteos son parte de lo que podríamos llamar “ideología de aprender a decir que no”, según la cual se le dice a la gente que el problema es el otro y que se trata de hacerse valer, sin considerar que ese límite que se dice que hay que ponerle al otro es el que este tipo de personas no sabe ponerse a sí mismas. Este el ropaje pseudo-psi que adquiere el neoliberalismo individualista cuando se viste de autoayuda.

Por otro lado, leía hace poco un artículo que decía que hoy se les pide a los varones que amen. Es una expectativa social. La consecuencia es que aman menos o no quieren saber nada con el amor. Pienso que también hay poco lugar para preguntar cómo ama un varón –no cómo debería hacerlo, sino cómo de hecho ocurre o, al menos, ocurría hasta hace algún tiempo.

La canción de Serrat, de hace 40 años, es de una época en que todavía se podía hablar de ciertas cosas. 

LL