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Opinión

Opinar no cuesta nada

Solo he dado mi opinión
20 de abril de 2021 07:16 h

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Una de las tantísimas razones por las que me encanta Roland Barthes quizás sea su insistencia en luchar contra la doxa. Esa insistencia atravesó casi toda su obra, aunque no siempre desde el mismo lugar. Ya en Mitologías, en 1957, se dio el lujo de leer todos aquellos objetos que consumía (a) la pequeña burguesía francesa: el catch, el bistec con papas fritas, publicidades de detergente y jabones que prometían un blanco perfecto, la impostura del escritor en vacaciones, el plástico, el Strip-tease, la astrología, el nuevo Citroën y otros tantos objetos de la cultura de masas.

El procedimiento puesto en juego por Barthes arranca esos objetos del confort, les extirpa cualquier pretensión de naturalidad. El texto se orienta más bien a una crítica ideológica y a la desnaturalización de los modos de funcionamiento de los códigos, y para eso adopta ese procedimiento de lectura que será, sin dudas, la marca de Barthes en su lucha contra la doxa; un gesto inicial que se va a prolongar hasta el final. Porque, como subraya Alan Pauls, una de las “bêtes noires sobre las que Barthes no de deja de llamar la atención a lo largo de su obra” es “la adherencia como peligro supremo, y sus ejecutores privilegiados -el estereotipo, el sentido común, los lenguajes-ventosa- como enemigos fatales”.

No hay nada natural en las cosas. Enunciados como “las cosas como son” configuran una doxa que pretende que lo singular, dependiente de condiciones históricas, sociales, subjetivas y políticas, se muestre, sentido común mediante, como una naturaleza universal, eterna y apolítica, configurando lo que Barthes llama “abuso ideológico”. Por eso dice, casi veinte años después, que no puede sacarse de encima “la idea sombría de que la verdadera violencia es la del eso-va-de-suyo: lo que es evidente es violento, aun si esa evidencia aparece representada suavemente, liberalmente, democráticamente”. La doxa petrifica el pensamiento, detiene las ocurrencias, aplasta la agudeza; resulta en el agobio del sentido repetido, cifra la violencia de la opresión -Barthes la compara con Medusa-. “La doxa es la opinión común, el sentido repetido como si nada”, dice también. ¿Como si nada para quién? Para ese que cree que es posible opinar acerca de todo, para ese que no puede parar de opinar. Para ese que lanza la flecha de su opinión asegurándose de que no va a volver sobre sí, en una especie de blindaje que le permite decir lo que piensa sin medir ninguna consecuencia: “es lo que yo opino”, “sólo te di mi opinión”, “para mí es así”, “es mi opinión y tengo derecho a darla” y listo. No hay argumentación, no hay precisiones, no hay nada más que el amianto con el que se reviste la opinión que se erige impenetrable. Con frecuencia se escucha “en mi modesta opinión” o “en mi humilde opinión”, dando cuenta de que esa adjetivación sólo está ahí para subrayar la soberbia -cifrada en la certeza anticipada- del que se autopercibe humilde o modesto. Para Barthes la doxa siempre es arrogante.

Pero resulta que la opinión como flecha lanzada hacia el otro está muchas veces envenenada y casi nunca es inocua.

Pero resulta que la opinión como flecha lanzada hacia el otro está muchas veces envenenada y casi nunca es inocua. Se da una opinión, pero la opinión no tiene nada de don: es más bien un modo de sacarse de encima algo y seguir como si tal cosa. En las relaciones personales es habitual, pero también ocurre en la esfera pública y sus consecuencias entonces pueden ser otras: una pretensión de saber absoluto, imposible de agrietar, consistente, espeso, imperturbable e impermeable. Esa es otra definición que Barthes da de la doxa: “el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeño burgués, la Voz de lo natural, la Violencia del Prejuicio”. La opinión no deja de ser un saber; pero no todo saber produce consecuencias. El saber de la opinión se cierra en sí mismo y nos deja intocados, repitiendo lo mismo “como si nada”.

Gracias a Facundo Milman llegué a una noción de San Agustín en la que reparé especialmente: “el que opina, piensa saber lo que efectivamente ignora”. La tensión y el conflicto no se erigen, entonces, entre saber e ignorancia, entre verdad y falsedad, sino entre verdades, entre saberes: entre un saber cerrado que estabiliza y que exime a cada quien de vacilar -la doxa-, y aquel que estremece, que conmueve las certezas produciendo un saber y una verdad que no estaban; lejos, asimismo, del dogma y del prejuicio. Si hay una verdad como acontecimiento, no dada, no natural, sólo puede ocurrir en las antípodas de lo que repite el sentido común o la opinión establecida.

“Si tuviera que crear a un dios”, dice Barthes, “lo dotaría de una comprensión lenta: especie de gota a gota del problema. Las personas que comprenden rápido me dan miedo”. Las redes sociales son una vidriera en donde se expone la opinión de manera incesante; la subjetividad que producen las redes sociales acaso esté hecha de ese empuje a opinar, de esa obligatoriedad de manifestar nuestras opiniones sobre absolutamente todo.

Las redes sociales son una vidriera en donde se expone la opinión de manera incesante; la subjetividad que producen las redes sociales acaso esté hecha de ese empuje a opinar, de esa obligatoriedad de manifestarse sobre absolutamente todo.

El asunto es que esa lógica desborda, excede las redes y se derrama sobre otros ámbitos. Hoy, por ejemplo, leemos reseñas de libros en donde el reseñista no tiene ningún pudor al decir “es mi opinión”, degradando así la intervención. ¿Por qué le importaría a un lector lo que un reseñista “opina”? Las reseñas hechas de opiniones dan cuenta de que lo que ahí sucede es la puesta en acto de una imposibilidad de leer. Porque leer es lo opuesto a opinar; porque leer cobra la forma de lo que excede la intención, del escándalo de un sentido que fracasa, de la sorpresa de lo que acontece, de lo que ocurre más allá de cualquier voluntad. En el muro macizo del Yo, ese muro que se erige imperturbable, en ese almacén de sentido común, irrumpe algo: un más allá de lo esperable produciendo un entre, un entretelas que deja ver los pliegues de la lengua precipitando una lectura que no puede ser de ningún modo anticipada. Leer, en ese sentido, diluye nuestros prejuicios. Como subraya Bárbara Cassin: “el primer sentido de doxa es la espera, la expectación, aquello que se espera que ocurra”; la lectura resulta, entonces, paradójica, “contra toda expectativa”. Es una lectura que rompe con las certidumbres, con la certeza del sentido que se espera.

En definitiva, una lectura que sólo puede pensarse como una contingencia, un encuentro inesperado con algo que no estaba. No hay afuera de la doxa, pero hay antídotos para su veneno. Las operaciones de lectura, en el extremo opuesto a la opinión, pueden funcionar como anticuerpos. Porque no se trata de no opinar o de creerse exentos de doxas -estoy al tanto de que escribo este texto en una sección que en la tradición del periodismo se constituye como un género: “opinión”-; se trata de estar advertidos para no hacer opinología, no creernos a salvo de lo incierto; estar advertidos para no esencializar, para no naturalizar. De poner en juego, como diría Héctor Libertella “esa manera de leer sin la prótesis de la opinión o la doxa”. Pero como tampoco se trata de naturalizar la lectura, la pregunta que insiste es, en todo caso, ¿qué es leer? Una pregunta que me interesa sostener, formular, toda vez que para un psicoanalista nunca se trata de opinar y sí de leer.

No hay una sola manera de leer, ni cabe hacer una doctrina de la lectura. En ese sentido, ni la crítica literaria ni el psicoanálisis podrían obviar la pregunta, dado que se encuentra en los fundamentos mismos de su práctica. Es una pregunta que está en los inicios del psicoanálisis con Freud, que Lacan continúa y que nos sigue desvelando a algunos psicoanalistas.

El desplazamiento que Barthes produce de la figura del autor a la del lector opera concediéndole a la lectura una potencia creativa y esa soberanía de la producción de sentido que habitualmente se asignaba a la intencionalidad del autor. Barthes inaugura un nuevo modo de leer, pone en escena la “otra cosa como tal”- el deseo- ahí donde interroga su posición, ahí donde agita «lo natural», ahlí donde no sólo soporta la extrañeza, sino que la provoca al desplazar el lenguaje, al desviar los objetos, al leer sin condescendencias, al no considerar ni al sujeto ni al objeto de la lectura como dados. La entrada “doxa/paradoxa”, del libro Roland Barthes por Roland Barthes, libro en el que se lee a sí mismo, culmina “¿a dónde ir? en eso estoy”; la pregunta, en las antípodas del tono concluyente, subraya lo incierto y resiste a la institución del sentido. Estar en una pregunta es soportar la aventura del sujeto; es “desprenderse de todo querer-asir”. Estar en una pregunta diluye la pretensión de ser, suscita intersticios, provoca un entre.

Estar en una pregunta hace posible la lectura como efecto y ese efecto es el efecto liberador de lo que no cuaja, de lo que no cierra, de lo que no encaja. Acaso por eso, para Barthes, “la función del intelectual es la de ir siempre a otra parte cuando las cosas «cuajan»”. Acaso por eso, leer sea arriesgar algo de sí, estremecer lo sabido y lo repetido; soportar el vértigo de lo desquiciado.

AK

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