QUÉ ESCUCHAR

El profundo mar azul

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“Ningún arte humano puede representar con palabras ante nuestros ojos el fluir de una masa de agua agitada de manera variada por sus miles de olas (…). La música, por el contrario, nos hace fluir ante los ojos la propia corriente”, escribió el joven Wilhelm Wackenroder, un filósofo alemán que murió en 1798, poco antes de cumplir 25 años, y fue uno de los ideólogos más importantes del Romanticismo. La frase expresaba un giro radical en la valoración de la música. No era, como había asegurado la teoría medieval, que estuviera más acá de las palabras, sin llegar a poder expresar lo que ellas podían, sino que estaba más allá: decía –y transmitía– aquello a lo que las palabras no podían siquiera asomarse.

El mar tiene una cualidad musical. El ritmo. La explosión. Y, sobre todo, las corrientes profundas. Lo que no se percibe pero ya se está gestando, por debajo de la superficie. Y la música se fascinó frecuentemente con el mar; lo nombró, lo describió, lo utilizó como metáfora o como pasaporte para el experimento. Y en estos tiempos, en que un profundo cañón marino, situado frente a la costa marplatense, se ha convertido en hit, el sonido –y los posibles silencios– del mar vuelven a ser protagonistas. Más allá de la indeseable verdad que encierra la formulación “el Conicet en el fondo del mar”, la expedición “Underwater Oases of Mar Del Plata Canyon: Talud Continental IV”, realizada por investigadores de esa institución, en colaboración con la fundación @SchmidtOcean, transmitida en directo por YouTube, ha batido records de audiencia, venciendo a las corporaciones televisivas y gubernamentales, y ha combinado una suerte de resistencia espontánea en contra de recortes presupuestarios tan patoteros como suicidas, con el humor popular y, obviamente, el deslumbramiento frente a algo tan antiguo como la riqueza del universo –y la posibilidad de asomarse a ella–.

El músico Adrián Iaies mencionó en las redes, hace pocos días, la aparición de una playlist de Spotify bautizada Bajo el Mar (Argentino) a raíz de la inclusión allí de un bello tema grabado por él junto con el guitarrista Rodrigo Agudelo (“Como si te estuviese viendo”, incluido en el disco del mismo nombre). Y una lista lleva, inevitablemente, a pensar en otras. “...Junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche...”, escribe John Banville en El mar (Anagrama). El suyo es un mar crecido “durante toda la mañana bajo un cielo lechoso” y a sus orillas sucede lo que el narrador, un especialista en los retratos que Bonnard hizo de su mujer, recuerda como forma de olvidar –o de recordar para siempre– otro recuerdo. Banville no habla del silencio del mar, sino del suyo. O del que, por contraste, hay a su orilla. Otro mar, el de esos “Tres bocetos sinfónicos para orquesta” que Claude Debussy compuso entre 1903 y 1905, es diurno. El primero de esos bocetos lleva el título “Desde el alba hasta el mediodía en el mar” y Erik Satie se burló de él diciendo que su parte preferida era “entre las 10 y media y las 11 menos cuarto”. Los otros dos son menos precisos –y más musicales–: “Juego de olas” y “Diálogo del viento y del mar”. Debussy tenía clavada en una pared de su estudio la reproducción de “La gran ola de Kanagawa”, una de las 36 vistas del Monte Fuji que Katsushika Hokusai había publicado como láminas entre 1826 y 1833. Y esa ilustración fue la portada de la primera edición de la partitura. Y podría pensarse que, más que intentar hablar del mar con la música, lo que él buscó fue traducir aquello de la música que habitaba en el mar.

El de Debussy, en todo caso, no fue el primer mar musical –o la primera música marina–. Y tampoco fue el último. Antonio Vivaldi ya había tomado como posible inspiración una “tempestad del mar” y Felix Mendelssohn había escrito una bellísima pieza sinfónica llamada “Mar próspero y próspero viaje”, a partir de dos poemas de Johann Wolfgang von Goethe, a los que Ludwig Van Beethoven había convertido en canción. Incidentalmente, el compositor Gerardo Gandini, el primer en hablarme de El mar de Banville, contaba que ese pequeño boceto sinfónico de Mendelssohn era la música preferida de Juan José Saer. Y Fito Páez, recordando a Gandini, y tal vez a su lectura de Banville, componía “El mar de Gerardo”.

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Están las tempestades de Piotr Tchaikovsy y de Jan Sibelius. Y está el mar de Benjamin Britten, un autor que vivió gran parte de su vida junto a él y que lo convirtió en tema en dos de sus óperas, Billy Budd –que se vio por primera vez en el Colón este año– y Peter Grimes. Pero, sobre todo, el mar es la materia de los Cuatro Interludios marinos extraídos de esa ópera. Subtitulados “Dawn” (amanecer), “Sunday Morning” (mañana de domingo), “Moonlight” (luz de luna) y “Storm” (tormenta), el autor pensó para ellos una vida propia aún antes del estreno de la ópera, en junio de 1945. Si las marinas son un subgénero de la pintura casi exclusivamente relacionado con el Mar del Norte y con artistas holandeses e ingleses, el mar de Britten se inscribe en una larga tradición británica que comienza con las tempestades musicales de Matthew Locke y de Thomas Linley the Younger y llega al Sea Drift de Frederick Delius –sobre textos de Walt Whitman y completado en 1904– y a las exquisitas Sea Pictures, un conjunto de canciones para contralto y orquesta escritas por Edward Elgar en 1899.

https://open.spotify.com/playlist/6VvgbpAjN54vUiFQivZXjv

https://open.spotify.com/playlist/43CmG0TYIFqIIfdVePleai

En 1973, el grupo inglés Yes, por primera vez con Alan White como baterista, publicó su sexto álbum, y el primero doble. Y allí los océanos –topográficos en este caso– aparecían en el título y, si bien las ilustraciones de Roger Dean no eran estrictamente acuçaticas y el tema de las cuatro largas piezas que ocupaban cada uno de los cuatro lados rondaba más bien ciertas escrituras védicas, la obra acababa siendo bastante oceánica, sobre todo por su libre fluencia de unas ideas a otras. Y, por supuesto, por su vastedad. Eventualmente el virtuosismo del grupo y su notable ajuste permitían –y aún permiten– imaginar océanos allí donde se quisiera.

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Como colofón, o como banda de sonido alternativa para la aparición de nuevas papas submarinas o indescriptibles y misteriosas criaturas abisales, bien puede servir una canción creada en 1931 por Harold Arlen y Ted Koehler y cantada por primera vez ese año por Cab Calloway. Una canción que menciona al “profundo mar azul” aunque no habla de él más que en sentido figurado. “No te quiero/ pero odio perderte./ Me tienes entre el diablo y el profundo mar azul”, dice la letra, planteando una disyuntiva que en castellano podría expresarse como “entre la espada y la pared”. En todo caso, está claro dónde está el profundo mar azul (y su exploración). Y cada uno podrá imaginar quién es el diablo en este caso.

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