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¿Qué sujeto?

@elchara

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Ante el lenguaje cualquier sujeto es incierto.

Luis Gusmán

Una dificultad en psicoanálisis, de 1917, es un texto en el que Freud ubica su descubrimiento, el inconsciente, en la serie de afrentas que han herido “el narcisismo universal, el amor propio de la humanidad”. Junto a Copérnico y a Darwin, Freud corre al hombre del lugar del centro. Pero, además, refiere que la del psicoanálisis es la afrenta más sentida ya que, habiendo sido degradado “ahí afuera”, el hombre se sentía aún soberano “en su propia alma”. Pretendía que la voluntad “ejecuta lo que el Yo le ordena, modifica lo que querría consumarse de manera autónoma”.

El descubrimiento freudiano, el inconsciente, viene a desterrar a semejante soberano: “El yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa (…). De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al Yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la voluntad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. (…) El Yo se dice que eso es una enfermedad, una invasión ajena, y redobla la vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente paralizado de una manera tan rara (…). El psicoanálisis por fin puede decir al Yo: «No estás poseído por nada ajeno; es una parte de tu propia vida anímica la que se ha sustraído de tu conocimiento y del imperio de tu voluntad. (…) Has sobreestimado tu poder al creer que podrías hacer lo que quisieras con tus pulsiones anímicas y no te hacía falta tener miramiento alguno por tus propósitos. Entonces ellas se han sublevado y han emprendido sus propios, oscuros, caminos a fin de sustraerse de la sofocación (…) y no te has enterado del modo en que lo consiguieron ni de los caminos que transitaron; sólo ha llegado a tu conocimiento el resultado de ese trabajo, el síntoma, que sientes como un padecimiento. No lo disciernes, entonces, como un retoño de tus propias pulsiones removidas, y no sabes que es una satisfacción sustitutiva»”. Que haya satisfacción no quiere decir, como reza el lugar común, que a la persona le guste. Se trata de una satisfacción pulsional –no ajena al sujeto– que es vivida por el Yo como padecimiento.

Ahora bien, Freud es taxativo: el psicoanálisis viene a decirle al Yo que la oscuridad no le es, tampoco, ajena al sujeto, además le dice que se mece en la ilusión de que se conoce a sí mismo, pero que esa ilusión se topa con el límite del saber tanto como con el de la voluntad. En definitiva, el descubrimiento freudiano se condensa en que “el yo no es el amo en su propia casa”. Pero que no sea el amo no implica que esté afuera de la casa, está en la casa y está sometido a su dinámica.

El psicoanálisis no es una posibilidad más en la serie de las posibilidades que el mercado ofrece para alcanzar el bienestar, la armonía y la felicidad. El psicoanálisis no enseña nada, no promete la felicidad, pero tampoco promete otra cosa. Para eso están los laboratorios: los farmacéuticos y los laboratorios menos visibles, los de sentido común, ese sentido encorsetado, enlatado, prêt à porter, que suele llamarse “autoayuda” y que no siempre se concretiza en un gurú, sino que se va infiltrando en un discurso solidificado, en un sentido que circula en distintos ámbitos. En “autoayuda” podemos subrayar, por un lado, una contradicción: si es autoayuda, no se necesitaría acudir a otro –sea libro, consultor, gurú, grupo, etc.–, cuestión que ya mostraría cierto engaño. O, como dice Leo Maslíah, “son libros de autoayuda para el autor”. Pero si subrayamos “auto”, vemos que la tendencia es a reforzar al Yo como amo de la voluntad, un sí mismo capaz de conocerse y de controlarse, capaz de orientar su voluntad, capaz de conquistar lo que pretende con sólo proponérselo; capaz de correr las piedras del camino para acceder a la plenitud de lo aspirado y encarar una vía, ahora sí, allanada. Más allá de las diversas formas que ha tomado a lo largo de la historia, la autoayuda podría cifrarse en el famoso “querer es poder”.

Los rasgos que la distinguen –someramente– son el voluntarismo, la superación personal, el Yo como aliado, la experiencia personal universalizable (es decir: si yo pude, tú podrás, todos podremos), el poder de la mente, el aquí y ahora y, sobre todo, la búsqueda de equilibrio y armonía entre el mundo “interno” y el “afuera”. Hay “garantía de felicidad” - como expone muy rigurosamente Vanina Papalini (Garantías de felicidad. Estudio sobre los libros de autoayuda, Adriana Hidalgo)-, hay promesa, hay enseñanza. Todas cuestiones que van configurando un estar new age en el mundo, que pretende hacernos a todos dueños de nosotros mismos, transparentes para nosotros mismos, accesibles para nosotros mismos, asequibles para nosotros mismos. Hay respuestas para todo y no hay ni lugar ni tiempo para las preguntas. Son discursos religiosos y moralistas que nos conminan a hacer lo que dicen y lo que dicen siempre lo dicen en modo imperativo.

Por eso se trata de volver sobre ese sujeto inédito que produjo el psicoanálisis. Sin esa noción no se puede ni siquiera leer. Si, como dice Foucault, Freud es un instaurador de discurso, lo es también en el sentido en que su descubrimiento cambia los modos de leer. Lacan no cesa de preguntarse por el sujeto, al punto de convertirlo en un pívot fundamental de su enseñanza. En 1967 dice con precisión: “el fin de mi enseñanza, pues bien, sería hacer psicoanalistas a la altura de esa función que se llama sujeto, porque se verifica que sólo a partir de este punto de vista se comprende de qué se trata en el psicoanálisis”. Su insistencia permite ubicar el modo en que el sujeto “siempre dice más de lo que quiere decir, siempre dice más de lo que sabe que dice”. Ese sujeto se aloja en la discontinuidad, en los cortes del discurso, en los tropiezos. Se trata de precisar el modo en que el sujeto produce un lugar “inter-dicto, que es lo intra-dicho de un entre-dos-sujetos, es el mismo donde se divide la transparencia del sujeto clásico”.

En las antípodas de esta noción de sujeto se encuentran, entonces, esas alternativas que se sustentan en la idea de un Yo autónomo capaz de conocerse, de orientarse y de aprender. Ahora bien, no todas esas alternativas son iguales, incluso aunque se parezcan. No es lo mismo el coaching ontológico que, por caso, ese con el que me topé en un cartel que ofrecía: “Coaching angelical. Sanación y conexión de tu ser. Renovación energética. Encuentra tu misión y propósito. Despierta tu potencial. Enfócate en lo que quieres y ve por ello, con la única posibilidad de conseguirlo”.

Por eso resultan fundamentales, según creo, las intervenciones derivadas de investigaciones rigurosas como lo es Vidas diseñadas, crítica del coaching ontológico, libro coordinado por Daniel Alvaro, con textos de Emiliano Jacky Rosell, Tomás Speziale y Mandela Indiana Muniagurria, editado recientemente por Ubu ediciones. El libro es producto de un trabajo de investigación del Grupo de Estudios sobre Problemas Sociales y Filosóficos -integrado también por Alejandro Chuca, Andrés Pereira Covarrubias, Juan José Martínez Olguín, Tomás Ramos Mejía, Mariela Ramos Corvalán, Elías Julián Molteni, Celina Penchansky y Ariel Pennisi-, radicado en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Resultan fundamentales para despejar, justamente, de qué sujeto se trata. Y también porque creemos que sabemos qué es el coaching ontológico y sus relaciones con el individualismo y el neoliberalismo; pero resulta que no es tan sencillo. Antes de este libro yo creía que sabía algo pero no, sólo repetía lugares comunes.

Los distintos ensayos abordan las problemáticas de esa práctica en particular y, como dice Alvaro en la introducción, “la pregunta por la proliferación de vidas diseñadas a partir de un ideal normativo basado en el éxito y la efectividad se ha convertido en la inquietud persistente que atraviesa estas páginas”.

Subrayo en “¿Ética y coaching ontológico?”, el ensayo de Mandela Muniagurria, lo siguiente: “la promesa específica del coaching ontológico (...) es esquiva al hiato entre enunciación y enunciado; a los efectos nunca unívocos del nombrar y, por lo tanto, a la imposibilidad de su diseño, al punto en que el sujeto no es observador sino también observado”. Muniagurria se sirve de la noción de Real porque “pone de relieve que la transformación de sí, el diseño del propio ser, son empresas que no funcionan. Al menos no acabadamente. Es eso lo que convierte a la promesa -y a la intencionalidad- del coaching ontológico en un imposible”. La autora destaca también: “la potencia que tiene el discurso psicoanalítico, potencia subversiva que es la que se pretende invocar, habilita una indagación acerca de la forma en la que el coaching ontológico busca tratar el malestar, la limitación, la angustia, el aprieto, el impedimento, la dificultad”. Los ensayos que componen este libro dicen mucho más que lo que puedo decir acá. Lo recomiendo para seguir formulando preguntas en un momento en el que abundan las respuestas.

En épocas en donde imperan las certezas, el empuje al disfrute, el rechazo a la angustia, los imperativos morales en nombre del Bien y la obligatoriedad de ser felices y exitosos a la vez que armónicos, estables y adaptados a los cambios -sobre todo ahora que la pandemia nos pasó por encima-, volver sobre el sujeto del psicoanálisis resulta un alivianamiento de ese lastre que se impone en esta nueva normativa. El psicoanálisis, en su potencia subversiva -como dice la autora- termina resultando un espacio de resistencia y, por qué no, de refugio. Y porque ese refugio resulta hoy -que estamos un poco rotos-, tan, pero tan fundamental, es que creo que quiero volver a leer, leerla mil veces, esta columna de Leila Guerriero que se llama El mal, en la que dice: “¿Cuántas toneladas de autoayuda y ‘mindfulness’ hemos tragado para engendrar esa necesidad maníaca de encontrarle a todo una enseñanza? El dolor, a veces, es simplemente dolor. No purifica, no nos hace mejores. Solo daña”.

AK

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