En la zona
“Yo creo que hay una pasión en las ideas, como hay una pasión en los cuerpos [...]. Obviamente yo no creo en la contradicción entre el sentimiento y la razón”.
Ricardo Piglia
Pensar es hacer preguntas. Producir hiatos y escansiones que no están dados, ensanchar la geografía de lo posible y de lo decible ahí donde parece que no hay espacio, que todo está clausurado. Hacer preguntas, entonces, cobra la forma de un acto: se hacen preguntas, no están hechas, no vienen preformateadas. Pensar es separar, puntualizar, precisar, desviar, equivocar sentidos que parecían fijos y coagulados. Me resisto a esa dicotomía antiintelectualista entre el pensar y el hacer, toda vez que considero que pensar es ya un hacer. Y si ese pensar es público y con otros, queda claro su sesgo político. Pensar en la escena pública es un acto político. Se trata también, en ese ejercicio, no sólo de no temer a las tensiones y a las paradojas, sino de leerlas, es decir, de ponerlas a funcionar ahí donde son una potente usina de sentidos nuevos, en el extremo opuesto de los sentidos dados y gastados. Si la doxa, porta en su sentido original “lo que se espera”, la paradoja surge contra toda expectativa, contra todo lo esperable. Pensar es ir en contra de toda expectativa, incluidas las expectativas de decir lo que sabemos que es “bueno” decir; es arriesgar algo de sí, no sin incomodidad.
Zona de promesas. Cinco discusiones fundamentales entre los feminismos y la política es ese espacio donde Florencia Angilletta está pensando, porque no es un libro que exprese lo que ya está pensado. Es un libro que, como pocos, hacen lo que dicen mientras lo están diciendo. Pone en juego un decir que es un hacer, un decir con consecuencias: “preguntas molestas, ásperas, que incomodan hasta al escribirlas, pero apoyar lo bueno y condenar lo malo no es un acto político; la política comienza cuando se hace cargo de los conflictos y de las decisiones que toma”. De ese modo, corre los moralismos -esa flecha que siempre apunta a los dos lados- y arriesga: “Feminismos como fuerza política, no un club de buenas personas”.
Florencia Angilletta es generosa con el lector ahí donde no sólo no esconde los conflictos y las paradojas, sino que los precipita, los empuja, los subraya, los define y, además algo que resulta fundamental: no se ubica afuera, ella es parte del asunto, ella está concernida en eso de lo que habla. El libro está hecho también con eso: “Con las cosas que no puedo sacarme de encima: juventud, clase media, filiación, sexo, siglo XX, cómo cada generación está encendida y rota a su manera”. Acaso eso sea, como dice: “Organizar sí, clausurar, nunca”.
Florencia Angilletta es genuina y es honesta con el lector, no disimula sus vacilaciones, no limpia la superficie antes de ponerse a escribir, no aparece brillando como si ese brillo fuera natural; pone en juego una enunciación en la que evidencia sus propios procedimientos de lectura. “Escombro y brillo”, así lo dice. No hay brillo sin opacidad, porque si no, sería una luz que encandila y ciega; el libro no escamotea lo opaco ni lo oscuro, trabaja también con esos materiales: “Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades”, lo dijo Freud, pero lo recordé cuando leía este libro.
Florencia Angilletta avanza quitando las grandes piedras del camino pero, a la vez, mostrando que hay una piedra en el zapato, pequeña pero necesaria, para no acomodarse del todo, porque no hay lectura sino en la incomodidad. En la introducción, el gesto es explícito: “Cuando apenas salgo de la infancia quiero ser poeta (...) pero me enojan las lecturas sobre Pizarnik: las que la vuelven un faro de cierto gesto afectado, corrido, mínimo, frágil”. Luego ensaya algunas preguntas y dice “estas preguntas no son interesantes (...)”; “compromiso y subjetividad, desde luego este par es torpe”, “solo escribo ‘real’ como consenso apurado y sencillo”. Tan solo algunos ejemplos por donde pasa una lectura que no se pretende sin agujeros. Lo que hace Angilletta es mostrar cómo lee, y en ese cómo se cifra la marca de su estilo: un estilo que no se priva del filo pero que no corta de más. Una operación de lectura: eso, aunque no solo eso, es Zona de promesas. Angilletta abre y sutura, abre y sutura, abre y sutura; desarma y sangra pero evita que la sangre corra; evita las hemorragias de sentido. “No busco agotar cada núcleo, sino que entre sí aprieten en un mismo nudo: la política”. Aprieta, sí, pero nunca ahorca. Porque cuando el vértigo por hacerlo temblar todo aparece, Florencia Angilletta está ahí para atajarnos. Es la que nos sube al tobogán y es la que nos espera con los brazos abiertos cuando nos lanzamos. Es un libro cuya trama se despliega entre la amorosidad, las sedas y los algodones.
Estos textos, además, son la cifra de una resistencia en acto: son ese “pero” que, según Susan Sontag “es la naturaleza verdadera del pensamiento”. Cuando queremos acomodarnos en el alivio, en la anestesia que producen ciertos discursos, la autora nos despierta, despacio, pero nos despierta, y nos dice: “Sin el mercado no se puede, sólo con el mercado no alcanza”; cuando el Instagram se llena de frases y fotos de la feminista devenida modelo, Angilletta nos toca el hombro y nos susurra: “La única forma de ser feministas no es imitar a Simone de Beauvoir”. También subraya “no se trata de pedir dar las discusiones, sino de darlas”. Y, finalmente, una marca indiscutible de su estilo, una marca que ya no se puede borrar, la marca de la resistencia a los discursos totalizadores y absolutos: el no todo, ese agujero que se hace para poder respirar, para que pase la luz. “Si todo es política, nada es política”, “si todo es delito, nada es delito”, “si todo es violencia, nada es violencia” y hay más.
Pensar, como piensa Florencia Angilletta, es atravesar un riesgo y ese riesgo es la marca de la vitalidad que está en las antípodas de la pedagogía: este libro no enseña: escande una experiencia, la experiencia de la lectura. Pensar es lo opuesto a estar atormentados de sentido, de respuestas a preguntas que nunca se formularon. Pocas personas están formulando preguntas tan precisas como las que formula Florencia Angilletta: “¿Qué haces con lo que la razón punitiva te hace?”, “¿Qué de los feminismos no entra en el ‘ministerio’ del feminismo?” “¿El Estado puede ser feminista? ¿Puede ser el código penal la nueva educación sentimental de una generación?” “¿Cuándo termina el daño y cuándo comienza el delito?” “¿Luchamos por un mundo con cada vez más denuncias?, ¿con más encarcelados?”. Hay otras. Si las discusiones de este libro son fundamentales, no lo son solo en el sentido de necesarias, sino que hacen a los fundamentos, están en los fundamentos de nuestras vidas: instituciones, arte, violencias, trabajo, amor.
Florencia Angilletta toma la palabra y no la usa para predicar porque no está arriba de un púlpito, sino que mira “desde la alcantarilla” y no se olvida nunca que son dos, las caras de la luna son dos. También nos recuerda que existen los patios de atrás y los fondos de los placards. Por eso también es un libro que incluye a “las hermandades menores”, a todas las Alicias.
Lejos de pensar en singular, arriesga ese plural y dice “los feminismos” porque “EL feminismo no existe”, el plural muestra la zona de conflictos e incertidumbres nada menos que para mantener viva la llama política.
Zona de promesas no es un libro sobre un tema, no es un libro más sobre feminismo, es, más bien, el testimonio de una forma de leer, es la escritura de las lecturas. Es la escritura de un pensamiento vivo, en el que pueden leerse también el cuerpo y el deseo. Porque, como dice Jean Allouch, nadie piensa fuera del campo de Eros.
Es un libro de una lectora singular, impertinente, esa impertinencia que, según Roland Barthes, es congénita a la lectura. Esa impertinencia que se juega, como diría Julia Kristeva, “entre la música del sentido y su imposibilidad”. Es un libro lleno de música en un momento en el que hay demasiado ruido.
Quiero estar en la playa cuando se han ido/ los que tapan toda la arena con celofán, canta Serú Girán.
Zona de promesas es un libro que llega a esa playa y quita él mismo el celofán; deja a cielo abierto, como quien dice a corazón abierto, el espeso desierto de lo real.
“¿De qué está hecha esta época?'', se pregunta Angilletta. No sabemos de qué está hecha; pero no exagero, ni miento, si digo que este libro está haciéndola.
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