PERDÓN QUE INTERRUMPA Opinión

¿Cuánto es tener guita en la Argentina?

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Caminar una manzana en muchos barrios de ciudades argentinas: alguna obra en construcción hay que esquivar. “¿Quiénes viven en los edificios que se construyen tanto?” Una pregunta pertinente para comprender a la ciudad y al país. Y es prima hermana de la más reciente “¿quiénes van a Qatar?”. O, básicamente, ya sin comillas, ¿quiénes tienen plata? Y, ¡más aún!, ¿cuánto es tener guita en la Argentina? La inflación descalabrada rompe todo: se corta a la larga cualquier línea de crédito sustentable para el que lo tiene que pagar, la revisión salarial se achica, crece la informalidad. Esa línea, como al nivel del mar, sólo capaz de relevar las preguntas que se hacen las personas cuando caminan y miran. Pecado de ser porteño, dicen, bueno, pecado doble: hablar de la ciudad.

La economía de esta crisis en siglo XXI cambalache: la actividad de ferias, los descuentos por efectivo, el bot de la poesía de los alias de Mercado Pago, el diezmo en la parroquia o la “ruta de la seda” del “¿tiene ropa para dar?”. Aparece también ese menjunje con la forma de una rebelión fiscal. Hay plata, ¿pero dónde está la plata? El sujeto político de la crisis es la informalidad. Las líneas paralelas de la economía. Y una que persiste en el paisaje urbano de casi todas las ciudades: la construcción de edificios. Un punto por el que pasan varias diagonales. Donde había un geriátrico, una casona vieja, un taller mecánico, ay, esquina del herrero, barro y pampa, alguien vio un terreno. Casas en filita vertical. La escalera al cielo al revés: llenar de edificios los barrios. Un folclorista lo dice mejor por radio: “no olvidemos que bajo de este cemento hay tierra”. Los inversores inmobiliarios ven lo mismo que Zamba Quipildor.

“Yo no sé a quién le venden todos los departamentos que se están haciendo porque no hay créditos hipotecarios ni hay créditos del volumen que se necesita para comprar un departamento”, dice Leo, gerente de la sucursal de un banco en Caballito. “Lo máximo disponible para prestar con un préstamo personal son quince millones de pesos, con ese monto no vas ni a la esquina”. Dos décadas después de la crisis de 2001: el desierto. Se puede vivir una vida sin pisar el banco es otro resultado de estos veinte años. Los bancos tienen poco para ofrecer, la inflación es la explicación primera. “El banco mío hizo una torre en el centro de treinta pisos cuando no les dejaron girar los dividendos al exterior y vino la onda de ‘reinviertan en el país’ en la última etapa de Cristina, y como no podían sacar los dólares hicieron una torre a todo trapo. Pasó la pandemia con el home office, y hoy la torre está semi vacía. Hay treinta pisos con cientos de escritorios pero la mitad está desierto.”

¿Y entonces? Leo anota lo que comen de las comisiones. “Cobrarte por el paquete, por la tarjetita. Y lo que está en boga hace ya varios años es comisionar con los seguros. Vos hoy en día vas a un banco y te quieren vender a toda costa seguros. De tu casa, de tu auto, de tu moto, del celular. Con eso los bancos hacen mucha plata y, de hecho, hay clientes que tienen seguros que ni saben que los tienen.” El réquiem de la pareja del Galicia. Era el verdadero “relato” de una década (los años kirchneristas). El costumbrismo que pasó de la Luna de Avellaneda a la pareja del Galicia. Del chorros, chorros, chorros, devuelvan los ahorros al salón vacío de un banco porque el patrimonio de la “chance” está perdido. No hay casi sueldo que pueda prometer nada. La cuota era el patrimonio de los que no tenían otro patrimonio. La inflación quiebra la promesa de un patrimonio en cuotas. “La función del banco como administrador de crédito o dador de créditos para que las personas puedan obtener viviendas o comprar casas no existe. Eso que fue el Banco Hipotecario en su momento ahora no existe ni ahí. Lo único que existe es lo del Procrear, pero no sé bien cómo funciona. No sé si esta activo ahora.” Lo dice Marcelo, cajero de banco, encima.

Patricia lleva pila de años como agente de Remax. Le pregunto por quiénes compran los departamentos que se construyen: “En general son ventas en pozo al costo y a tres años aproximadamente; y los que compran suelen ser personas que tiene buenos sueldos y pueden sostener quizás un alquiler más la cuota del emprendimiento”. ¿Te acordás algún caso? Y responde: “Un conocido que trabaja en un ministerio compró así hace más de tres años un departamento en Villa Urquiza. Ese emprendimiento se vendió como pan caliente porque eran departamentos de 40 o 50 mil dólares, monos a pagar en tres años con cuotas fijas.”

Monos a pagar: familias más chicas, más solteros y solteras, menos hijos, menos raviolada del domingo y más domingos de aplicaciones. Cada tanto se tiran abajo viejas casas y queda expuesto el humus: las raíces al sol. El gobierno porteño, que le entra al permiso de obra como al asado, informa que a esta altura ya hay 5700 edificios protegidos. Un día serán islas del tesoro patrimonial. E incluso, dicen que la Ley de Protección del Patrimonio Histórico Cultural aumentó los bienes inmateriales protegidos. Pero la imagen es voraz y predatoria; a la vez que el blanco fácil de una minoría que nunca piensa cómo podría ser una economía. Pero cada ciudadano ahí anda, con su mapa de riesgo arqueológico: lo vemos cuando cierran un bar viejo. Esos días Instagram está de luto. La nostalgia sobre la ciudad que se pierde (algo que habita cada ciudad), la lírica suelta por cada cortina que baja, ¿retoma tal vez que eso que se construyó allá lejos y hace tiempo también se hizo en tiempos de fe en el progreso y su “reemplazo” ofrece costuras de algo más descartable? La ciudad de los patrimonios fuertes y de los alquileres débiles. La ciudad de la roca y del castillo de naipes. ¿Cuánto tardará en construirse o derrumbarse? ¿Piedra por durlock?

Mauricio Corbalan, exquisito urbanista que comparte itinerario por las redes, reflexiona: “La arquitectura que reemplaza a la de la edad de oro de la ciudad ya no tiene el glamour que tenía aquella, que era la ciudad de la burguesía, sino que son sistemas constructivos sin cualidad porque la arquitectura misma ya no la tiene; y no por decadencia sino por el sistema económico del cual depende, que no pasa por ahí”. Dice Corbalan que esa Buenos Aires construida con materiales importados de Europa, “en el mismo momento tenía una ciudad hecha con latas de petróleo, que es la que llevaron a ver a George Clemenceau cuando vino al país en 1910, momento de máximo auge económico”. La distancia entre la casa de la lata en un bañado y un palacio de Belgrano era sideral. Para Mauricio en el sistema constructivo de casas en la ciudad actual eso se achicó: “Una casa de una villa en Retiro o Flores tiene un sistema constructivo parecido al de una casa con estructura de hormigón armado con cerramiento de ladrillo o cerámico. La diferencia está en la legalidad y en las instalaciones”.

“La construcción conecta mundos heterogéneos y la ciudad misma es eso: la casita de Saavedra que era una casita cajón de cuando Saavedra era mitad un bañado y mitad era un lugar marginal y ahora Saavedra es de los torrecitas como hongos”, dice Mauricio. La fascinación bastante extendida de mirar el Archivo General de la Nación y el material online (¿por qué miramos tanto esas fotos?), según él, sugiere que tiene que haber testimonio de que eso existió porque ahora está cambiando. “Una ciudad es todas las ciudades que fueron y las que serán”, dice Mauricio Corbalán. Entre sus recomendaciones pican dos libros que hablan de la ciudad con años de distancia: “Geografía de Buenos Aires” de Florencio Escardó y “La escala planetaria/Sociología de su planeamiento urbano” de Jacobo Drucaroff.

Se demuele despacio, por dentro. La ciudad vieja algún día será polvo. La modernidad a veces se sofoca a sí misma. Se cierra el lote, se arma la primera garita, comienza el espectáculo a la mañana que da pie a una primera escena: un arquitecto (y son comunes los cincuentones con morral de cuero y bermudas como conductores de la Metro) conversando con el maestro mayor de obra y la tropa de peones atrás. Aún persiste algún mediodía la industria con chimeneas: se hace el asado de obra, cae la grasa a las brasas y sopla una niebla caliente. Una Londres tropical un mediodía de viernes. A la tarde se van. Ponen el candado en la cadena. De las obras siempre sale una corriente de aire frío, y están los que se van a tomar una cerveza al supermercado chino antes de volver a casa. Un vecino que observa los detalles del edificio que construyen al lado de su casa en Córdoba (tuvo baile: reuniones largas y promesas de arreglo de unas rajaduras en su pared) se detiene en esas rondas de cervezas en los supermercados chinos cuando cae el sol agobiante. “Mucho alcohol”, dice. Imagina que el tiempo pasó, que los muchachos de la obra tienen estilos de vida o familias más “complejas” que las clásicas del obrero estereotipado que volvía a la casa, la mujer tenía la comida y ahí tomaba un vino. Hablo con el peón de una obra en el centro. Vive en Rincón de Milberg hace un par de años. Un amigo lo hizo entrar. Él vino de Misiones. Es nuevo en la cuadrilla. Pero tiene el don de los nuevos: la sonrisa se le abre como una lechuga cuando los otros lo toman un poco de punto. Es el estigma de los nuevos: ser el punto.  

Tomás es arquitecto. Viene de una obra en Tigre. Las empresas desarrolladoras no contratan a los obreros. Contratan, más bien, a las empresas constructoras que se encargan del avance de la obra, de la parte del personal, de seguridad e higiene. “El contratista principal -dice Tomás- generalmente tiene su plantel de arquitectos o estudiantes de arquitectura a los que suelen pagarles dos mangos”. En Tigre tenía un equipo básico: ayudante, medio oficial, oficial y capataz. A cada uno le hacen el alta. “Lo que tiene la UOCRA es que el empleador le hace automáticamente al empleado el alta IERIC, que es una entidad que lo que hace es tener la base de datos de los trabajadores y, de ahí, el que debería supervisar se encarga de juntar la guita que tiene que ver con el fondo de desempleo. Porque son todos trabajos que arrancan y terminan y no pueden trabajar como en una fábrica. Al empleador todos los meses se le deposita un porcentaje que es el seguro de desempleo, que eso lo cobra el empleado cuando se va.” La IERIC es una tarjetita como la SUBE. Y cada vez que un empleado entra a una empresa constructora va con su tarjeta IERIC, se la da al empleador y la tiene como en custodia hasta el final cuando le devuelve la tarjeta y con eso cobra el seguro de desempleo. Todo depende del tamaño de la obra, de escalas, y la deriva de contratistas, subcontratistas, cuadrillas de especialistas, los yeseros, los del revoque. La cadena entre un trabajo y otro se trata de cubrir porque, según Tomás, “cuando se va terminando la obra se hace más lenta, porque no siempre tenés otra obra más para que la gente vaya a arrancar”. La cosa se pone más lenta y más espesa. Y es lógico: alargamos la obra hasta que agarramos otra.

El nuevo edificio tiene en el hall la pantalla de Prosegur: la cara de una mujer uniformada que controla los ingresos. Marta, en la sala de espera de una veterinaria donde lleva su gato en el amargo final (“hígado tomado”, dice) lleva más de treinta años casada con un encargado de edificio. Mira con mala entraña la pantalla de Prosegur. “¿Vos te pensás que si pasa algo del lado de la vereda los de la pantalla van a hacer algo?”.

Sofía está en pareja hace cuatro años. Ella trabaja en la Justicia, él ahora en un taller de herrería, sobrevuela como golondrina de una economía despareja en que conviven actividades en pleno boom y desiertos. Buscan comprar una casa por Villa Ortúzar. Sofía viene del año bravo de la madre muerta y “fui a un banco a hacer unos trámites por la caja de seguridad que tenía y mientras la empleada me llenaba unos formularios le pregunté si había créditos hipotecarios”. La empleada sonrió, cómplice, y le dijo: “te anoto el mail y escribiles como si nada a ver qué te dicen”.

La respuesta decía en su oración que las líneas de créditos hipotecarios están suspendidas. Ahora alquila una casa linda, aunque el ajuste del alquiler los acogota. Para los que les toca el ajuste en febrero, este mes el aumento por el índice de la ley es del 86 por ciento. “Veníamos de un dos ambientes, contra frente, irrespirable, pusimos un cartel que decía ‘prohibido hervir coliflor’.” Lo que quedó de la pareja del Galicia después de los gobiernos de todos los signos que iban a cambiarlo todo: alquilar y salir a comer un sábado. “¿Quién compra tantos departamentos nuevos en esta ciudad?”, dice ella. “Cada vez que estrenen uno, andá a ver si viven personas reales”, dice Sofía. Sofía va por el suyo. Qué difícil ser real.

MR