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La historia de María Teresa Lodieu Herrera
Lesa humanidad: la impunidad biológica llega con la muerte de los genocidas pero también con la de sus víctimas

Marité junto a su esposo, Mario Waldino Herrera, y su Lucía en una foto de 1975. Falleció cuatro días después de poder su testimonio en la megacausa de Bahía Blanca.

Clarisa Mena

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–¿Me dejan a mí relatar lo que sucedió? Va a ser más fácil porque soy sorda.

–Por supuesto, haga su relato libremente, luego le hacemos las preguntas–, respondió el fiscal Pablo Fermento.

María Teresa Lodieu esperó 46 años para contar su historia en un juicio oral y público. Su esposo Mario Waldino Herrera fue secuestrado en abril de 1976, torturado y asesinado por militares del V Cuerpo de Ejército en Bahía Blanca. “Este juicio tiene la importancia de que se conozca, que se divulgue la crueldad de ese grupo militar, que se haga justicia y se conozca la verdad”, afirmó la testigo por videoconferencia el 6 de octubre desde una clínica de rehabilitación en Villa Urquiza, durante la audiencia 31 de la megacausa por los delitos de lesa humanidad cometidos por 38 represores en esa ciudad. “Reconocí su cuerpo, tenía las encías destrozadas como si le hubieran pasado una picana, le habían arrancado las tetillas y tenía marcas en los brazos y en los genitales, además de hematomas en todo el cuerpo, nunca olvidaré esa imagen”, dijo Lodieu, bajó la cabeza y cerró los ojos unos instantes. Luego contó que la habían mantenido detenida hasta que invocó al ex ministro Albano Harguindeguy, con quien se había reunido en busca de ayuda, y la llevaron a la morgue en un jeep. “Tuve ganas de tirarme”, confesó. La mujer de 80 años, psicóloga y docente, estaba enferma del páncreas y falleció cuatro días después de dar su testimonio. Nunca había dicho nada, salvo ante la Conadep por escrito, y esa declaración fue parte de la prueba del Juicio a las Juntas Militares. En diálogo con elDiarioAR, su hija Lucía Herrera destacó que la película Argentina 1985 volvió a poner en evidencia que los juicios por los delitos de lesa humanidad cometidos durante el genocidio se siguen desarrollando en todo el país, aún en un marco en que las diversas dilaciones, tales como testigos que declaran con su último aliento.

Mario Waldino Herrera fue periodista, al igual que su padre Alem Mario Herrera, y trabajó en la Agencia Saporiti, Interpress Internacional, y las revistas Panorama, Jerónimo, Argentina, Confirmado, Análisis, entre otros medios. Al momento de su secuestro, el 19 de abril de 1976, vivía con su familia en un departamento prestado en el barrio porteño de San Telmo. Habían estado en la clandestinidad, pero dejaron esa situación luego de que Herrera se abriera de Montoneros en 1974. “Gran error”, dice su hija Lucía, en retrospectiva.

“Mi viejo era militante peronista, pasó por varias organizaciones, empezó como muchos en espacios social cristianos. Su familia paterna había pertenecido al radicalismo, y por parte de su mamá, a la democracia cristiana. Creció con toda esa impronta, se sumó a Juventudes Argentinas por la Emancipación Nacional, y de ahí pasó a Montoneros”. Herrera llegó a ser referente de la columna norte de esa agrupación, en el barrio Villa Garrote de Carupá, en Tigre.

María Teresa Lodieu Herrera, Marité para sus afectos, era psicóloga y docente universitaria, y escribió Psicología, objeto y método (Eudeba, 2010). Desarrolló su militancia como estudiante y docente durante su vida en varias universidades.

Lucía es hija única. Estudió periodismo y danza, y trabaja dando clases de trabajo corporal en su casa, a domicilio y en el penal de Marcos Paz. En 1995 entró a H.I.J.O.S. y fue parte de la comisión de escraches. “Era una fuerza vital, no podíamos tolerar la idea de tener a un torturador como vecino o como obstetra a alguien que participó de los partos clandestinos”, cuenta.

La tormenta que las salvó

La noche del secuestro de su padre tenía dos años y junto a su mamá se habían quedado a dormir en casa de parientes en Villa Ballester, luego de asistir a un velorio familiar. “Se había largado una tormenta muy fuerte, nos quedamos por ahí y eso nos salvó la vida”, dice. “Además de secuestrar a mi viejo, rompieron todo nuestro departamento en la calle Defensa frente a la Plaza Dorrego, se llevaron hasta los escarpines que me había tejido mi abuela”, recuerda sobre la patota del V Cuerpo de Ejército que arrasó la vivienda. A partir de ese momento su mamá y su abuela paterna empezaron a moverse por todas las oficinas posibles para buscar información. “En el año 73 mi papá había estado a cargo, junto a otros, del Operativo Dorrego , donde los referentes del Ejército y de la Juventud Peronista comían juntos. Eran esas cosas que hacía Perón de reconciliar.. bueno, mi mamá siempre cuenta que en esas comidas los milicos les sacaban información”. En una de esas comidas se conocieron con quien tras el golpe militar asumiría como ministro del Interior, Albano Harguindeguy. Marité fue una de las primeras personas que lo visitó cuando empezó a buscar a su marido desaparecido.

“Harguindeguy sabía perfectamente quién era mi papá, y tenía que saber adonde estaba, por el cargo que tenía”, dice Lucía. Diez días después de su secuestro, Marité recibió una orden directa del ministerio del Interior para ir a reconocer el cuerpo de Mario. Viajó a Bahía Blanca, junto a un compañero de su suegro, que trabajaba en el diario La Razón. “Allá la esperaba otro compañero abogado, José Luis García Pereira, pero los separaron y ella tuvo que ir sola a la Morgue”. Marité lo reconoció y verificó todo lo que le habían hecho, los signos de la tortura estaban frente a sus ojos y así lo declaró dos veces. La primera en una declaración escrita desde México, donde se había exiliado. “En el diario La Nueva Provincia publicaron que mi papá, Néstor Farías y dos NN habían sido abatidos en un enfrentamiento en la ruta 51, con eso solían blanquear algunos cuerpos, pero no era cierto, a mi viejo lo secuestraron, lo torturaron, hubo gente que lo vio en el campo de exterminio La Escuelita de Bahía Blanca y no tenía ni un orificio de bala”.

–¿Qué pasó luego?

–A mí mamá le entregaron un cajón cerrado, con la orden de no abrirlo y enterrarlo sin ningún tipo de ceremonia. Ella era atea y marxista, pero mi papá era muy cristiano y no le pudieron hacer ni una misa. Fue depositado en la bóveda de mi familia materna en la Chacarita. Ahí estuvo desde 1976 hasta 2010, cuando nuestros familiares decidieron deshacerse de esa bóveda. Las causas ya se habían reabierto, incluida la de mi viejo, y decidimos preservar sus restos como prueba. Ahí ella me dice que no sabía qué había adentro de ese cajón porque nunca se había abierto. Mi mamá se animó a tantas cosas pero eso había quedado ahí. Entonces fui con los antropólogos forenses, se comprobó que era él y que estaba solo, porque en aquella época hacían cualquier cosa con los cuerpos.

–¿Tuvo dudas todos estos años?

–No. Estaba convencida de que el que estaba en el cajón era mi papá. Es casi como un privilegio para quienes fuimos víctimas de la represión en este país saber dónde está, qué pasó, dónde estuvo, qué le hicieron, quiénes fueron los responsables. Cuánta gente al día de hoy no sabe absolutamente nada, los chuparon en una esquina y nunca más se supo nada. Hay cosas que se van descubriendo a través de los juicios, por eso es tan importante que con el reflote del tema que implica la película Argentina 1985 se sepa que estos juicios se están haciendo, que son necesarios no sólo por la justicia, que en un punto no sabés si repara o no. Pero sí que se pueda reconstruir toda la historia, algo por lo que peleamos muchos años, los hijos, los familiares, el pueblo entero, las organizaciones políticas, de derechos humanos, las Madres, las Abuelas. Hay mucho todavía por hacer, la impunidad biológica es algo muy jodido.

–Se habla de eso porque se van muriendo los victimarios, pero tu mamá por pocos días casi no puede declarar. ¿Eso también abona la impunidad biológica?

–Exactamente. De hecho, no va a estar presente para la sentencia. Mi mamá esperó hasta poder hacerlo, lo tenía pendiente. Necesitaba decirlo en el ámbito en que tenía que decirlo, frente a un tribunal. Ella tenía toda la voluntad de hacer justicia desde el ‘85 que hizo la presentación escrita estando todavía exiliada en México. Para eso volvimos, desde chiquita el mensaje que escuché fue que había que hacer justicia por papá, por todos los compañeros y compañeras. En los últimos días le estaban por confirmar un diagnóstico de cáncer de páncreas, y cuando nos llamaron de Bahía Blanca tuvo una descompensación pero al mismo tiempo afloró toda su voluntad de declarar. Así fue que entre los médicos, el juzgado y la psicóloga del centro Ulloa alineamos los planetas. Ella le dijo al médico ‘es mi última voluntad, quiero declarar’. Incluso en principio quería viajar, le dijimos que podía hacerlos por Zoom y aceptó. El doctor Raúl Alonso entendió toda la situación y se la jugó porque mi mamá estaba muy delicada. Le dieron una oficina con conexión, y todo el equipo atento para hacerlo, en otro lugar no hubiera sido posible. Estuvo lúcida hasta el último segundo, a pesar del dolor no quería que la doparan. Y finalmente su declaración fue impecable, tenía todo en la cabeza y en sus anotaciones. Hasta el día de la declaración estaba muy pendiente y ansiosa, y después se relajó. Era muy intelectual y en ningún momento flaqueó. Al final me pidió que recordáramos juntas el pueblito de México adonde vivimos, Jonacatepec, que ella también mencionó en su testimonio. (transmitido por FM De La Calle y La Retaguardia

–¿Guardó el recorte de La Nueva Provincia sobre el supuesto enfrentamiento?

–Sí. Quizás a modo de reparación pediremos a La Nueva que publique la verdadera historia. No es solamente complicidad sino responsabilidad civil, lo mismo que las grandes empresas que marcaron y chuparon trabajadores.

Lucía –con su pelo oscuro suelto, una camisa de estampado claro y la foto del carnet de periodista de su padre colgada en su pecho– declaró en persona en Bahía Blanca el mismo día que su mamá lo hacía en Buenos Aires. Le preguntaron cómo era su papá y lo describió como alguien simpático, a quien le gustaba mucho el río, y con quien le hubiera gustado conversar sobre política porque le contaron que era muy bueno argumentando. “En México podíamos hablar de todo, había información y estábamos contenidas por la comunidad de exiliados, yo ya me sentía mexicana así que me costó mucho adaptarme al regreso acá, fue como hacer la colimba”. Ella siente que Marité deseaba continuar el proyecto de esa generación de hacer cambios sociales profundos. “Nos enfrentamos con una realidad que estaba muy lejos de eso, las leyes de impunidad llegaron muy rápido luego de los levantamientos militares, éramos bichos raros, todavía circulaba la ideología del algo habrán hecho y de la indiferencia, entonces se me hizo carne mucho resentimiento y rabia junto al dolor, que tuvo su cauce cuando me sumé a espacios como H.I.J.O.S., recién ahí volví a respirar, la dimensión colectiva de la masacre me hizo ver que no estaba sola”. 

La hija de Mario y Marité está convencida de que así pudieron transformar el dolor en lucha, en proyectos contra la impunidad y la indiferencia. “Aportamos mucho a esos cambios, nos cambió la forma de ver la vida, dejé de convivir con la idea del suicidio porque la sociedad parecía reirse de nuestro sufrimiento y eso se sumaba a la derrota de la generación de tus padres, pero en la lucha había posibilidades de cambio real y fue una salvación”, afirmó. Antes de retirarse de la sala de audiencias leyó un emotivo y político texto, en el que reclamó la apertura de los archivos de la dictadura, para encontrar –según dijo– “a todes les hermanes que nos faltan”.

CM/MG

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