No hace falta ser un experto en tendencias culturales ni un devoto de la alta costura para observar cómo, en los últimos dos años, el culto a la delgadez ha ido ganando cada vez más terreno, dejando atrás las reivindicaciones en torno a la diversidad de cuerpos y exponiéndolas, en muchos casos, como intentos frustrados de cambiar un paradigma en apariencia inamovible.
Un simple vistazo a las redes sociales y a la publicidad de moda confirma rápidamente nuestra sospecha: el ideal curvilíneo e hipertonificado se desdibuja a toda velocidad, abriendo paso a una figura flaca y diseñada para languidecer. Thin is back, proclaman centenares de artículos y ensayos advirtiéndonos de los peligros que esto supone, pero siendo incapaces de mitigar sus efectos, ni siquiera de esbozar una tentativa de resistencia. Pero ¿es tan real como parece este regreso?
A pesar de todos los esfuerzos de movimientos como el body positive o el body neutral, muchos analistas de tendencias y críticos culturales relativizan su impacto, al mismo tiempo que coinciden en detectar un viraje hacia la delgadez como modelo único de belleza. Ya sabemos cómo los estragos de la pandemia han jugado un papel determinante en la obsesión colectiva por un cuerpo ideal: los casos de TCA han crecido exponencialmente en los últimos años, hecho que muchos expertos relacionan directamente con el aumento de tiempo consumido en las redes sociales —especialmente Instagram—. El impacto es mayor en la población joven. Según datos de la Fundación Fita y la Asociación Española para el estudio de los Trastornos de la Conducta Alimentaria de 2019, más de 400.000 jóvenes los padecen en España.
Las tendencias relacionadas con el perfeccionamiento corporal y la cultura de la dieta son omnipresentes en Internet: ayuno intermitente como práctica milagrosa, batidos detox de aspecto más que dudoso, rutinas de ejercicio que cansarían hasta a un atleta griego, body checks, los vídeos en los que usuarios muestran en vídeo todo lo que comen en un día (#WhatIEatInADay)... El resultado es un cuerpo óptimo y productivo, siempre dispuesto para el trabajo, pero nunca lo suficientemente perfecto como para no necesitar una miríada de productos para pulirlo y sacarle el mejor provecho.
En 2021, TikTok vio nacer a la poseedora oficial de este cuerpo, la that girl, esa chica que se levanta a las cinco y media de la mañana para iniciar una rutina perfecta y extenuante que combina ejercicio físico, journaling, un rendimiento laboral impecable, zumos verdes y la determinación maquínica de ser la mejor versión de sí misma. Como era de esperar, la voracidad del algoritmo ya ha convertido este arquetipo femenino en obsoleto, pero su razón de ser permanece intacta.
TikTok vio nacer a la poseedora oficial de este cuerpo, la 'that girl', esa chica que se levanta a las 5.30h para iniciar una rutina extenuante que combina ejercicio, rendimiento laboral y la determinación maquínica de ser la mejor versión de sí misma
Quizás 2022 vio caer en desgracia a esa chica, pero no a la creciente ansiedad en torno a la salud y el cuerpo, siendo un año repleto de momentos que anunciaban el regreso de la delgadez y más en concreto, de la delgadez extrema. Kim y Khloé Kardashian se mostraban cada vez más delgadas y crecían los rumores de que se habían desecho de sus respectivas BBLs (Brazilian Butt Lift), una operación de cirugía plástica consistente en engordar los glúteos extrayendo grasa de otras partes del cuerpo. Recordemos que la familia Kardashian-Jenner popularizó esta operación, no exenta de controversia y peligrosidad, impulsándola como una de las más demandadas de los últimos años. Centenares de mujeres han expuesto públicamente los elevados riesgos y efectos secundarios derivados del procedimiento que, a día de hoy, tiene una de las tasas de mortalidad más elevadas entre todas las operaciones de cirugía estética.
Pero parece que, de un tiempo a esta parte, los vientos soplan en otra dirección. La propia Kim, cuya figura de reloj de arena imposible encarnó el ideal del slim thick, un oxímoron que daba nombre a una “delgadez gruesa” inalcanzable, declaraba haberse sometido a una dieta ultrarrestrictiva para caber en el naked dress de Marilyn Monroe para la Met Gala. Poco después, la microminifalda de cintura bajísima de Miu Miu acaparaba todos los editoriales de moda y Estados Unidos tenía serios problemas con sus reservas de Ozempic, un medicamento para la diabetes que muchas celebrities utilizan para bajar de peso y que arrasó en TikTok.
En la misma línea, la delgadez volvió a imponerse en las pasarelas, que puntualmente incluyen a modelos de tallas diversas como Jill Kortlaeve o Paloma Elsesser. Esta última, por cierto, lució la famosa minifalda de Miu Miu en la portada del número de primavera de 2022 de i-D, mostrando cómo la tendencia de la cintura baja no está hecha únicamente para cuerpos muy delgados, sino que así ha querido mostrarla siempre la industria de la moda. Por supuesto, hay un pero detrás de esta aparente celebración de lo diverso: la falda tuvo que hacerse a medida para Elsesser, puesto que la firma no la comercializa en su talla.
Otra de las maniquís que lució la colección viral de Miu Miu fue Bella Hadid, que protagonizó uno de los momentos más virales de la temporada pasada. La imagen de su cuerpo rociado por aerosol blanco esculpiéndole un vestido en directo en el desfile de Coperni dio la vuelta al mundo, como lo hizo, más de dos décadas atrás, la de Shalom Harlow girando sobre una plataforma mientras dos brazos robotizados disparaban pintura sobre su vestido en el ya legendario cierre del desfile No. 13 de Alexander McQueen.
Sólo el tiempo dirá si Hadid y los creativos de la marca parisina, Sébastien Meyer y Arnaud Vaillant, lograrán formar parte de los anales de la historia de la moda y de la performance como lo hicieron Harlow y McQueen, o si el truco quedará enterrado bajo un número interminable de efectismos viralizables en un mundo colapsado de imágenes donde escasean los momentos pregnantes. Sea como sea, la extrema delgadez y la pasividad inmóvil de Hadid despertaron ataques y halagos a partes iguales, consiguiendo, naturalmente, el impacto mediático deseado, valorado en más de 20 millones de dólares.
No me cansaré de repetir que los personajes públicos y, muy especialmente, las supermodelos, actúan como cristalizaciones del zeitgest político y cultural, funcionando como una versión acelerada de lo que sería un ciudadano medio hiperconectado. Por este motivo, la creciente popularidad de Bella Hadid, así como la obsesión colectiva por su aspecto y su delgadez son un barómetro muy útil de las tendencias en torno a la belleza y la imagen corporal.
Hace justo un año emergía una tendencia viral en TikTok que descontextualizaba la voz de la modelo diciendo “my name, my name is Bella Hadid” (mi nombre, mi nombre es Bella Hadid) y que generó cierta preocupación por la banalización de los trastornos alimentarios que parecía llevar implícita. El audio, extraído de una entrevista para i-D, empezó a utilizarse de fondo en vídeos de tono humorístico sobre sentirse atractivo como una supermodelo, pero enseguida derivó en vídeos donde los usuarios relacionaban la voz de Hadid con prácticas peligrosamente cercanas a los TCA como, por ejemplo, beber agua con limón o masticar chicle en vez de comer, perder el apetito, saltarse comidas o tomar laxantes. El tono de los vídeos era casi siempre irónico, pero no por ello menos sintomático.
Los personajes públicos y, muy especialmente, las supermodelos, actúan como cristalizaciones del zeitgest político y cultural, funcionando como una versión acelerada de lo que sería un ciudadano medio hiperconectado
Sería interesante saber qué pensó al respecto la protagonista de esta tendencia, que ha hablado públicamente de su lucha contra los trastornos de la alimentación, llegando a someterse a dietas ultrarestrictivas en su adolescencia y operándose la nariz a los 14 años, presionada por su madre, Yolanda Hadid, que muchos vinculan al arquetipo de la almond mom, un concepto acuñado para referirse a las madres obsesionadas con la dieta y la delgadez de sus hijas (y la suya propia), escondiendo su gordofobia interiorizada y su control corporal tras una fijación por “lo saludable”.
Las recopilaciones de vídeos de The Real Housewives of Beverly Hills, en los que Yolanda disciplina el cuerpo adolescente de su hija mayor, la también supermodelo Gigi Hadid, son ya conocidísimas en internet. Es especialmente perturbadora la escena en la que Gigi, todavía una novata en el modelaje, llama a su madre diciendo que se siente muy débil y esta le responde que se coma un par de almendras y que las mastique a conciencia. ¡Amor de madre almendra!
Aun así, parece que los dolorosos testimonios de las hermanas Hadid no han surtido ningún efecto positivo. En su lugar, ambas se han convertido en emblemas del canon de delgadez femenino esperable y deseable. Ser delgada equivale más que nunca a formar parte de una clase protegida y privilegiada. Tener un cuerpo delgado, aunque sea a base de alimentarse de almendras cual ardillita silvestre, se relaciona con una apariencia de salud y riqueza que es más aspiracional que nunca en tiempos de crisis sistémica, y todavía más después de observar las severas consecuencias socioeconómicas de no tenerlo.
¿Pero cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que volvamos a flirtear con la fatídica talla cero en pleno 2023? Las respuestas a los cambios culturales son siempre complejas y multifactoriales, pero para entender las implicaciones de este retorno al paradigma estético de la delgadez es necesario remontarnos a la década de los 90 del siglo pasado. Tras la obsesión por el fitness de los 80, donde el cuerpo atlético y tonificado era el protagonista (pensemos en Brooke Shields o en Jane Fonda), el mundo entró en una recesión económica a principios de los 90, que acentuó una sensación de nihilismo y pesimismo entre los jóvenes, la generación X, que se enfrentaban a la generación de sus progenitores, los baby boomers. Como respuesta a la artificialidad y el barroquismo de la moda de los 80, los jóvenes se obsesionaron cada vez más con la autenticidad y con “ser reales”.
Tener un cuerpo delgado se relaciona con una apariencia de salud y riqueza que es más aspiracional que nunca en tiempos de crisis sistémica
Este fenómeno tiene un claro paralelo contemporáneo en el surgimiento de aplicaciones como BeReal, que prometía la autenticidad y rechazaba el postureo de Instagram, pero desde el principio quedó claro cómo esta y otras iniciativas privadas en la misma línea generaban exactamente la misma artificialidad que presuntamente criticaban. No pasó lo mismo con algunas de las subculturas de los primeros años 90, como el grunge o las riot grrrls, ambas inspiradas en el espíritu romántico y revolucionario del punk, que rechazaban el materialismo yuppie desde posiciones politizadas, autónomas y feministas. Estos movimientos fundaron sus propios fanzines y revistas (The Face, Detour e i-D fueron algunas de las más destacadas), que contrataban a artistas y fotógrafos emergentes, cuyas estéticas se alejaban del glamur de los 80 y proponían nuevas formas de representar la realidad.
Uno de los estilos que más profesaban estos fotógrafos alternativos era el llamado realismo sucio (en inglés: dirty realism), heredero del realismo sucio literario de autores de la primera mitad del siglo XX como Charles Bukowski o Raymond Carver, pero, sobre todo, del tratamiento de las imágenes de fotógrafos como Helmut Newton, Richard Avedon y Guy Bourdin.
Esta actualización noventera del realismo sucio estará protagonizada por artistas contraculturales como Nan Goldin, que fabricaran imágenes sin artificios, a menudo chocantes, que muestran los aspectos más crudos y banales de la realidad: la violencia, la pobreza, la autodestrucción, los fetiches eróticos... Hay un halo de peligrosidad poética y de voyeurismo político en estas instantáneas que las hacía demasiado arriesgadas para ser aceptadas en los medios tradicionales. Pero todo esto cambiará con la famosa sesión de fotos que Corinne Day le hizo a Kate Moss para la edición británica de Vogue en 1993, donde la modelo aparece casi sin maquillar, en ropa interior y en localizaciones muy poco lujosas.
El realismo sucio llegaba así al mainstream de la mano de uno de los iconos más emblemáticos de la década, Kate Moss, que encarnaba el arquetipo de la waif o chica esquelética, una suerte de superación de las supermodelos de los 90 caracterizada por la delgadez extrema y un look calculadamente desaliñado y 'natural'. La propia Moss, Amber Valletta, Shalom Harlow o Fiona Apple fueron algunas de sus figuras más representativas, aunque todas ellas trascendieron esta etiqueta.
Más allá de ser emblema de la waif, la belleza hipnotizante de Kate Moss –andrógina, flaca, pálida, aniñada– conformará una de las imágenes más potentes de lo que se conoce como el estilo heroin chic, directamente relacionado con la escena de las drogas y concretamente, con la heroína, cuyos efectos se vinculan con este look. Cabe mencionar que la mayoría de los creadores de esta escena han rechazado esta denominación, defendiendo sus imágenes como reales y modernas y su fotografía como una vía para romper con el pasado y hacer la moda más accesible para los jóvenes. Este alegato por una nueva sensibilidad y una nueva belleza, verdaderamente conectadas con el espíritu del tiempo y la juventud, no impidió que tuviera lugar un encendido debate público en torno a la estetización de las drogas por parte de la industria del entretenimiento.
Es la época de películas como Transpotting o Pulp Fiction y de las polémicas campañas de Calvin Klein. En Estados Unidos, el consumo de heroína aumentó entre los jóvenes y adolescentes blancos de clase media y esto desató la histeria colectiva, hasta el punto de que, en 1996, el entonces presidente Bill Clinton hizo unas declaraciones públicas denunciando cómo las imágenes del mundo de la moda contribuían supuestamente a glamurizar la adicción a las drogas. Y tenía parte de razón, pero también es cierto que la industria de la moda se utilizó como cabeza de turco, ignorando los verdaderos problemas estructurales tras la crisis de la heroína y, en general, las razones sociales, económicas y culturales que conducen a la drogodependencia.
Problemas y razones extensibles a muchos otros países como, por ejemplo, España, que no experimentó un movimiento análogo al grunge o a la estética del heroin chic, pero sí los estragos de la droga que lo inspiraba. A principios de la década de los 90, la mortalidad relacionada con las drogas en España llegó a ser la primera causa de muerte entre los jóvenes de grandes ciudades.
Como declara la videoensayista Mina Le, no hay nada implícitamente siniestro en las imágenes editoriales del realismo sucio de los 90, es más, muchas de ellas encierran una belleza y una fragilidad inquietantes, pero sería contraproducente obviar que, en el ámbito de la fotografía de moda, a diferencia del fotoperiodismo, cualquier tema o sujeto está codificado como chic o glamuroso, por mucho énfasis que ponga en representar una realidad concreta. El objetivo último de estas imágenes, al final, es estimular la compra y promover el consumismo y es esta función publicitaria de la fotografía de moda la que salpica al heroin chic de explotación y frivolidad.
A pesar de su magnetismo incómodo, el estilo heroin chic fue decayendo a finales de la década de los 90, pero lo que no murió fue la obsesión por la delgadez, que siguió más viva que nunca. Los primeros años 2000 trajeron las microminifaldas, la cintura baja y otras tendencias que se vinculaban a un cuerpo muy delgado, con estómago ultra plano, extremidades delgadas y pechos generosos.
Además, la prensa del corazón se encargaba de señalar con todo lujo de detalles los supuestos defectos de las celebrities: celulitis, cartucheras, estrías, michelines, piel colgandera y un largo etcétera. Mujeres ricas y famosas como Britney Spears, Nicole Richie, Hilary Duff, Lindsay Lohan o Jessica Simpson, todas ellas supervivientes de trastornos alimentarios, eran sujetas a un escrutinio físico que ahora, por suerte, nos escandaliza. La cultura de la dieta se reactualizaba con fuerza y la gordofobia estaba a la orden del día en películas, series y medios de comunicación.
Se ha ganado algo de terreno y hay que celebrar esos logros, pero la supremacía de la delgadez resiste, precisamente porque siempre ha estado ahí; nunca se fue
La siguiente década, a partir de 2010, no se alejó del paradigma de la delgadez, aunque conviviera con la cuarta ola feminista y la popularización de movimientos en favor de la diversidad corporal. Tumblr era la red social que marcaba el rumbo estético del momento y su usuaria ideal, la chica Tumblr, presentaba una versión actualizada de la waif, en esta ocasión, hiperconectada y generadora compulsiva de moodboards plagados de imágenes de medias de rejilla rotas, Marlboro Reds y labios color cereza. Con su rímel estratégicamente corrido, su thigh gap (hueco entre los muslos) y sus clavículas prominentes, figuras como Effy Stonem de Skins o Taylor Momsen de The Pretty Reckless personificaban este nuevo arquetipo femenino que, siguiendo el ciclo imparable de las tendencias, ha resurgido en los últimos años, después del desgaste progresivo del maximalismo dosmilero. Todo el imaginario estético y sonoro de Guts, el último trabajo de Olivia Rodrigo, es un ejemplo perfecto de este revival.
La chica Tumblr cohabitó con la supuesta aceptación de las curvas, la imposición del slim thick y la creciente problematización de la gordofobia, que, socialmente, cada vez es más inaceptable o, por lo menos, quien la ejerce es más señalado. Se ha ganado algo de terreno y hay que celebrar esos logros, pero la supremacía de la delgadez resiste, precisamente porque siempre ha estado ahí; nunca se fue. Como una versión defectuosa del mito del eterno retorno, la delgadez se actualiza y renace una y otra vez de sus cenizas, en una iteración aparentemente intocable que se naturaliza y se resiste al cambio estructural.
Si naciste en los 80 o en los 90 es altamente probable que tengas una relación conflictiva con tu cuerpo y que asocies la delgadez con la salud, la disciplina, la virtud moral y, por supuesto, con la belleza. Está claro que las nacidas en esta horquilla temporal no somos ninguna excepción, las exigencias de encajar con la silueta femenina tipificada como ideal son casi tan antiguas como el mito. Pero no por eso hay que dejar de oponer resistencia. Los mitos pueden y deben reescribirse. Ahora bien, para ello necesitamos herramientas mucho más sofisticadas que la estafa neoliberal del body positive y propiciar debates intelectuales honestos, a la altura de nuestros cuerpos, a los que tanto debemos y que tanto castigamos.
Reconozco que una de mis obsesiones políticas es desbordar y contestar la idea de belleza oficial, entendiéndola no como un dispositivo de control, sino como algo que nos atraviesa y posibilita la organización y la acción colectivas, así como el placer de participar de la multiplicidad y la exuberancia. Estoy convencida de que cuando logremos pensar lo bello como fuerza de conocimiento y como principio indispensable para la emancipación frente al horror del tecnofeudalismo y su vigilancia incesante de los cuerpos, el mundo, tal y como lo conocemos, experimentará una transformación sensible y radical. Y me gustaría mucho poder contarla.