“Era 1989”: la obsesión millennial por Taylor Swift

–Solo porque algo sea cliché no significa que no sea fantástico. La peor clase de persona es la que hace que otra se sienta mal, tonta o estúpida por entusiasmarse con algo.

Taylor Swift

El previsible sold out de Taylor Swift para las tres fechas porteñas del Eras Tour no es atribuible única –ni principalmente– al tropel de adolescentes que van a ir a River con pulseras de la amistad y algún adulto responsable. Gran parte del público no necesita chaperón: está compuesto por coetáneas de la artista, que compraron sus entradas desde la oficina, en cuotas nada cómodas, con una cuenta recién abierta en el Banco Patagonia (patrocinador del espectáculo).

1989 tiene muchos significados para este fandom. Año de nacimiento de la artista y título de su quinto disco –de los más aclamados por la crítica y el último en ser regrabado por la cantante para recuperar la propiedad de su material–, representa una de las “eras” más aplaudidas; el parangón de la fascinación millennial (Argentina’s version), territorio específico dentro del universo swiftie. 

No se trata solo de que su producción sea muy buena –algo que sugerirían sus premios, su doctorado honoris causa en la Universidad de Nueva York y los halagos de otros músicos–, sino de que es relevante: Billy Joel comparó el fenómeno con una “Beatlemanía” de este siglo. (Digresión: Paul McCartney ha compartido elogios, entrevistas y escenarios con Swift e incluso se inspiró en ella para la canción “Who cares”: no en las canciones acerca de sus ex, sino en lo que verdaderamente importa, la relación con sus haters y sus fans).

Parte del poder de atracción de Taylor hacia las mujeres de treintaipico recae en que ella misma es una chica de los noventa, cuestión evidente en sus melodías (las poperas y las melancólicas por igual), aunque no solamente. 

Es fanática de Friends y entonó con Lisa Kudrow “Smelly cat” en un recital. Invitó a Avril Lavigne para cantar “Complicated” y a J-Lo para revivir “Jenny from the block”, el tema que practicaba cuando era chica, frente al espejo, “con un cepillo como micrófono”. Hizo duetos en vivo con Steven Tyler, Ricky Martin (“Livin’ la vida loca”, por supuesto) y Robbie Williams (con actitud de preadolescente en club de fans mientras tocaban “Angels”). 

Aunque sea una multimillonaria inalcanzable que contamina el aire con su jet privado, hay algo entre la ficción y la realidad (y el puente creado entre ambas por sus canciones y sus controladas apariciones públicas) que la vuelve terrenal, cercana. Cuando en una entrevista de Vogue le preguntaron “¿Qué es lo que más conservás de tu infancia?”, Taylor respondió: “Mis inseguridades”. Y sí, hermana.

Ícono del pop actual, sabe entender el ritmo de la época y capitalizarlo. Es capaz de revender, luego de diez años, una grabación extendida de diez minutos sobre un recordado rompimiento, así como su “versión de otoño de niña triste”; dirigir un cortometraje para la canción y un video “detrás de escenas” con casi 6 millones de reproducciones en YouTube. 

Hay algo de justicia poética en el enojo de Taylor, porque quién no quiere jugar para un equipo y quién no ha estado ahí (por eso, los recitales explotan con versos como “yo creceré, pero tus amantes seguirán siendo de mi edad”; o “me llamás otra vez para romperme como una promesa, tan casualmente cruel en nombre de ser honesto”). 

La artista da vuelta los clichés de la “mujer despechada”, los convierte en premios, fama y dinero. Encarna la venganza definitiva de todas las mujeres tildadas de pesadas o histéricas (prejuicio machista tan antiguo, que se “diagnosticó” desde la época de Hipócrates hasta 1952, y continúa como un insulto instalado en el sentido común).

Ha dicho en entrevistas que le parece sexista cuando le recriminan que “solo escribe sobre exnovios”, porque nadie le reprocharía eso a un cantante varón, aunque efectivamente lo haga. “Lo que más rabia provoca de ser mujer es el gaslighting que ocurre cuando, durante siglos, se esperaba que absorbiéramos el comportamiento masculino en silencio. (…) Y, muchas veces, cuando nosotras, en nuestro estado iluminado, envalentonado, respondemos al mal comportamiento masculino, (…) esa respuesta se trata como la ofensa misma”, declaró una vez. Y, en otra ocasión: “Si un hombre hace algo, es ‘estratégico’; si una mujer hace lo mismo, es ‘calculadora’. Un hombre puede reaccionar, una mujer solo puede reaccionar de forma exagerada”.

Hablar desde la propia experiencia, de los traspiés, los errores, ¿significa venganza? La filósofa y activista “bell hooks” (Gloria Jean Watkins) aseguraba que la falta de honestidad y el enmascaramiento de los miedos y las inseguridades constituían una “bendición para el consumismo”. Criticaba que los consumos masivos y la publicidad tienden a esta adaptación. En este sentido, la estrella mejor paga y más consumida del momento puede ser considerada −en su justísima medida− contracultural.

“Ponerse en contacto con el desamor interior y dejar que ese desamor hable de su dolor es una forma de comenzar de nuevo el viaje del amor. (...) Cuando las mujeres se comunican desde un lugar de dolor, a menudo se caracteriza como ‘regañar’. A veces las mujeres escuchan repetidamente que sus parejas están ‘cansadas de escuchar su mierda’. Ambos casos socavan la autoestima. (...) Vivir en una cultura en la que se nos anima a buscar una liberación rápida de cualquier dolor o malestar ha fomentado una nación de personas que se sienten fácilmente devastadas por el dolor emocional, por relativo que sea. (...) Las falsas nociones del amor nos enseñan que es el lugar donde no sentimos dolor, donde estaremos en un estado de constante dicha. Tenemos que exponer la falsedad de estas creencias para ver y aceptar la realidad de que el sufrimiento y el dolor no terminan cuando empezamos a amar”, concluía hooks. Abrazando un objetivo comercial, Taylor Swift adopta implícitamente esta perspectiva y, desde ese lugar, se gana la empatía de millones. 

Su modalidad es, paradójicamente, “antitaylorista”. Ajena a la división del trabajo propia de la música actual entre productores, arregladores, sonidistas, escritores, estilistas, coreógrafos, diseñadores de imagen y muchos etcéteras que convierten a los artistas en alimentos culturales ultraprocesados, ella vende el show sin olvidarse de lo artesanal. El Eras Tour, ahora también película que rompe la taquilla, resulta, en partes iguales, una puesta en escena cronometrada y un despliegue emocional/artístico genuino. 

Taylor es la empresaria y, además, la mano de obra. Compone, toca el piano y la guitarra, dirige sus videos, mantiene una “conversación” con sus seguidores (quienes alegan, con orgullo, que ella representa a la industria de la música en su totalidad). Contra la rapidez y el descarte, reivindica todas sus etapas, canta sobre sus “22” con 33, recuerda sus relaciones frustradas, regala la certeza de que no siempre hay que “soltar”, scrollear y olvidar. Con sonidos poperos o melancólicos, para bailar o tirarse en la cama, con letras complejas pero asequibles y una versatilidad que puede abarcar múltiples preferencias musicales. 

En un plano menos sobreanalizado, gusta porque sí, porque no le debemos explicaciones a nadie. Como planteó ella: “No queremos que nos condenen por ser multifacéticas. (…) ¿Por qué pedí perdón? Lo siento, ¿fui ruidosa? En mi propia casa que compré con las canciones que escribí sobre mi propia vida”. Haters gonna hate, shake it off. Ese es parte del valor de la marca “Taylor’s version”. 

El 9, 10 y 11 de noviembre, casi diez días antes de una las elecciones más complejas de la historia argentina, en uno de los momentos económicos más complicados de su vida, miles de señoras de las tres décadas (quienes rechazan el apelativo “señora”) van a fingir demencia, bailar y gritar en grupo, a garganta pelada, la versión de diez minutos de All too well. Como si todo lo que importara fueran las luces, la música, la espera consumada, el abrazo colectivo. Como si, ante todos los pronósticos y todas las certezas, esta fuera su era.

JB/MG