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El deseo por la escritura: una aproximación a Cartas quemadas, de Gabriela Saidon

Gabriela Saidon y su último libro, Cartas quemadas

Gloria Peirano

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En esta novela, la idea de una carta quemada presupone un lenguaje espasmódico. La narradora anda dentro del lenguaje ardiente, avanza, retrocede, y esa andadura se ubica en primer plano, tamiza los hechos. Los hechos, ¿cómo describirlos? Los hechos están también quemados. La reconstrucción de las cartas de Louise Colet a su amante, Gustav Flaubert, correspondencia que se desarrolló desde 1846 y 1855. La reconstrucción del vínculo entre Génesis y Simona, protagonistas de la novela. Toda reconstrucción es falaz, parece señalar Cartas quemadas; y, además, conlleva ansia. De ahí lo espasmódico, lo convulsivo, lo tembloroso del lenguaje. La voz narrativa desea alcanzar los hechos, es atraída por ellos, en el sentido en que define Virginie Despentes: que nos atraiga lo que nos destruye nos aparta siempre del poder. El deseo sobre los hechos y, por ende, el deseo sobre la escritura en sí misma, es aquí, en el nuevo libro de Gabriela Saidon, problemático, disperso, polimorfo, contradictorio, sexual e inconsciente. 

En su novela La única historia, Julian Barnes escribe: ¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión. Por un lado, se narra el vínculo entre Génesis y Simona, nombres que la narradora aclara del orden de la ficción, en un juego entre lo verdadero y lo autobiográfico que se extiende a lo largo del texto con inflexiones variadas. Para la literatura, creo, solo importa lo verdadero, es decir, el modo en que el lenguaje tamiza el material emocional y lo transforma en un imán hacia el que confluyen fragmentos, no en un gesto de mediatización, sino de alquimia. Solo una vez aparece la referencia al segundo nombre real de la autora, y en ese momento la novela misma se cierra velozmente sobre sí misma, se quema a sí misma, protegiendo no un secreto, sino un pliegue. Pliegues, entonces, más que capas, como si la lectora urdiera para sí misma, como efecto del texto, un esterillado con la que recorre acampanada, plisada, girando, velos; como si la lectora que propone esta novela caminara a escondidas, siguiendo a Génesis y a Simona. Espía, voyeur, cómplice, lleva tacos rojos, tacones cercanos, que son, al mismo tiempo, un emoji y la contraseña del itinerario. El lenguaje es juego. Juego doloroso, difícil, el acto material de apretarse las encías con las yemas de los dedos. Como en todo amor, en el lenguaje espasmódico, que se pregunta insistentemente sobre su eficacia:

Hasta la tormenta había amainado (¿es posible no caer en lugares comunes al hablar del clima?)

Tal vez nuestra historia me importa en tanto no podría ser contada, pero la cuento igual. Y en eso estriba su atractivo. ¿Estriba? ¿Soy yo pensando esa palabra? 

Me escudriñó con la mirada.

Sonreís.

¿Qué?

Escudriñó. Tan Génesis.

se inventa también un diccionario de neologismos: el gran hallazgo psicóloga de lágrima, (no de café, no de bar), el hermoso sustantivo insilio, que habría que incorporar al léxico de forma urgente. Y que se define así: 

Estuve díez años encerrada en la torre. Cuarto propio, cocina propia, baño propio, terraza propia. Vos tenés que escribír, decía él.

¿A qué asistimos? A un encuentro y al fin de un encuentro entre dos mujeres. La narración está anclada en el final, cuando todo termina. Pero siempre hay un reencuentro nos dice esta novela, varias veces, y de modo explícito. A Génesis y a Simona las separan la diferencia de edad, las separa una jerarquía de poder que se invierte, y esa separación, constituye, precisamente, lo que las une. 

Por otro lado, en una trama compleja, que la narradora sostiene con pericia, encontramos lo que podríamos denominar un organismo de cuatro dimensiones: Génesis, Simona, Flaubert, Colet. Y su negación, en el péndulo siempre frágil:

Luego intentaré escabullirme de las equivalencias. 

El hilo invisible que reúne a los personajes guarda relación, como mencioné, con la jerarquía de poder, en diversos sentidos. Génesis fue profesora de Simona, pero ese estatuto no parece conferirle ganancia alguna, cuando la reencuentra años después y resurge el fuego. Dándole una vuelta a la famosa frase que se le atribuye a Flaubert Madame Bovary soy yo, Génesis dice: Colet soy yo. En una carta a Taine, Flaubert escribe: Mis personajes imaginarios adoptan mi forma, me persiguen, soy yo quien está en ellos. Cuando escribí el envenenamiento de Madame Bovary, tuve en la boca el sabor del arsénico con tanta intensidad, me sentí yo mismo tan auténticamente envenenado, que tuve dos indigestiones, una tras otra, dos verdaderas indigestiones, que llevaron a hacerme vomitar toda la cena.

Génesis hace más que reconstruir las cartas de Colet a Flaubert: precisamente, al ponerle voz, ocupa el campo de inmanencia del verbo ser, a través de la escritura. Génesis escribe a Colet y escribe a Simona. Pero aquí la formulación es otra: soy (seré) Genésis porque escribo a Simona. La fragilidad que supone el amparo del verbo con menor carga léxica del español, a contrapelo de un rancio sentido esencialista, trastoca protección, es decir, definición, en desamparo. Cuánta distancia entonces desde ese Madame Bovary soy yo a ese hacia ese Colet soy yo. ¿Cómo se mide esa distancia? ¿Cómo se escribe un envenenamiento? Y con Julian Barnes, podemos también preguntar: ¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y, cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordar que nuestra vida no es nuestra, sino solo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos. 

El mismo Barnes, en El loro de Flaubert, hace decir a Colet que el escritor era misántropo, egoísta y soberbio, un loro enguantado, un insufrible provinciano, pero que ella lo amó y que él no sabía amar, que su capacidad de amor estaba bloqueada. Flaubert llega a decirle que sea menos mujer y que él la ve como hermafrodita, la cabeza de hombre, el sexo de mujer. Sé mujer solo en la cama, le ordena. Que nadie pregunte por las cartas de Louise Colet a Gustave Flaubert: la mano de Caroline Franklin-Grout, preocupada por mantener limpia la memoria de su tío, destruyó aquellas misivas, harto indecentes a su juicio. En esta novela, que todas pregunten. Las interrogaciones se suceden, rodean los hechos, circunvalan las cartas, se abotonan, son como el arsénico de Madame Bovary. Interrogantes arsénicos que contribuyen a la inestabilidad de la voz narrativa y que instauran a la escritura como lugar de interpelación y de transformación. Si el mecanismo represión-trasgresión-liberación forma parte de la estrategia discursiva del poder, y en ese sentido la literatura encuentra fisuras, se debería reconocer al texto literario el intento de poner en jaque la ley del discurso sobre los cuerpos en su diversidad sexuada. Si interrogo, parece decirnos esta novela, pongo en jaque lo quemado. Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario, dice Marguerite Duras. 

Empieza Cartas quemadas:

La noche en que murió Lady Di celebramos mi cumpleaños en el restaurante chino de Córdoba y Gascón. ¿O debería decir la noche que mataron a Lady Di?

Dice, en otras páginas:

¿Qué somos?, te pregunté aquella tarde de primavera.

¿Y el beso, del beso te acordás?

Una vez que fuiste princesa, ¿lo seguís siendo? ¿Es como los presidentes de Estados Unidos, que nunca son expresidentes?

La vida es una crónica, ¿no, rubia? ¿Ya para mí? ¿Qué es la vida?

No existe antónimo eficaz para el verbo quemar, verbo transitivo que sí ofrece una palabra de sentido similar, arder, verbo intransitivo, vuelto sobre sí mismo, ¿oprimido?, ¿consciente aquí la lengua de la ausencia de objeto que presupone toda otra, toda otra carta? ¿las cartas, que ya no usamos, están siempre ardientemente dirigidas a un amor imposible, a la imposibilidad de un amor?  pregunto, en la línea de lo que plantea Monique Wittig: 

Es la opresión la que crea el sexo, no viceversa.

O como señala Génesis:

No siempre es vivir para contarlo. A veces es contarlo por no poder vivir. 

No sirve congelar, enfriar, porque aluden a otro origen, un proceso que empezó y terminó en una zona propia. No se puede des-quemar. ¿O sí? ¿O lo que la novela plantea, no solo con reconstrucción de las cartas de Colet a Flaubert sino, fundamentalmente, con el gesto de poner en jaque un sinnúmero aplastante, feroz, heteronormativo de jerarquías de poder es que sí, se puede repoblar el pasado, vivir para contarlo, la millennial y la baby boomer, la profesora vuelta más tarde aprendiz, la discípula que podría ser Claudine, Claudine se va, de la serie de novelas de esa otra Colette (escritora francesa, con doble t y e final), cuando se afirma con Colet que, finalmente, después de su insilio, pone su firma a lo que escribe? 

En la época de mi madre 

las mujeres eran probables. 

Mi madre se sentaba junto a mi abuela 

las dos eran completamente de carne y hueso. 

Yo soy apenas una secuela estable 

de aquel exceso de realidad.

escribe Mirta Rosenberg en el poema Una elegía. 

¿De qué huesitos hablamos en esta novela? La fuerza notable del diminutivo, citado por la narradora en un pasaje muy bello del texto, parece contener una médula, un foco, que se dispara y arrastra a Génesis, a Simona, a Flaubert, a Colet, a Julian Barnes y a mí.

 Algo personal, para terminar: mi mano izquierda está quemada, si la comparo con la derecha, con la destreza, siempre me vino a la mente, la palabra huesitos. Amo a Flaubert, a Colet, a Julian Barnes desde hace muchísimos años. Una tarde de sábado, Gabriela está sentada frente a mí, charlamos. Hablamos de esta novela. ¿Las dos éramos completamente de carne y hueso? Siento una enorme intimidad con ella cuando le cuento que apenas soy una secuela estable. Tal vez los temerarios huesitos de las secuelas estables (o de aquellas que se sienten secuelas estables) formen un modo de desquemar las cartas y las cartografías.

Gloria Peirano es docente de Morfología y Sintaxis en Artes de la Escritura (UNA), autora de La ruta de los hospitales y Miramar (Alfaguara).

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