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Dios bendiga a Rosalía y a la era de la Motomami también

Suena Motomami y Rosalía nos advierte: “Esto no es El Mal Querer, eres el mal desear”. Lo hace desde el octavo tema del que será “disco del año” cada vez que alguien le dé play y reciba su sacudón creativo. Una huella que consolida el caminar cultural de la cantante. Un caminar que responde exacto a lo que pide Amy Fusselman en su libro Idiófono, y que nos representa a todos los que creemos en el arte: “Imaginen que su boca sea solo una hendidura, que no puede abrirse y cerrarse con facilidad, a la que llenan de palabras que no son las suyas. Artistas, tienen que luchar contra eso, tienen que ganar esa pelea”.

Si hay una artista que viene ganando esa pelea es esta española nacida bajo el sol de libra hace 29 años. Criada en la comarca del Vallés Occidental, el amor por la música se despertó a temprana edad. La típica historia de niña que anima las fiestas familiares se hace un poco más extraordinaria por el espíritu de un hogar en donde lo tradicional era tan importante como lo que fuera aconteciendo. Su formación se dio íntegramente en escuelas de arte y se profundiza en un instinto de curiosidad imparable. No solo por atravesar determinados entramados, sino a fin de crear los propios. Un desafío que despertó apasionados detractores, pero muchos más devotos, convirtiéndola en una artista récord, protagonista de todo ranking y lista de favoritos, súper premiada y con varias coronas alcanzadas por primera vez para una mujer española.

Entonces, ¿cuál fue el pecado de Rosalía para despertar a los apasionados detractores? Llevar el flamenco hacia una perspectiva de cultura hip hop. O, como se dice habitualmente, hacia lo urbano. Pero este término responde más a una matriz que no cae del todo bien, porque mirando con atención, urbano viene a agrupar lo que histórica y socialmente se racializaba y leía de forma despectiva, desde pensarse como marginal, popular, hasta la calificación más bruta, “de negros”.

Entonces, ¿cuál fue el pecado de Rosalía para despertar a los apasionados detractores? Llevar el flamenco hacia una perspectiva de cultura hip hop. O, como se dice habitualmente, hacia lo urbano.

No es casual que con el flamenco de Rosalía se repita un fenómeno crítico también visto con lo latino y la cumbia argentina: los mismos que hasta no hace mucho tiempo excluían o descalificaban estos ritmos, sonidos, culturas, estigmatizando a sus protagonistas, salieron a defender purismos o a cuestionar la honestidad con la que ella hace lo que hace. Pero, como escribió hace dos años Javier Pérez Andújar en su artículo “Me quedo contigo” para El Periódico, “a Rosalía se le ve que es flamenca lo mismo que se le ve que es humana. Está en su naturaleza”.

A la vez, hablar de la artista solo pensando en el flamenco hoy ya es una reducción por más que lo asociemos a otros ritmos. Ahí su gracia y su don, pero también la otra cara de su genio: como productora llevó el oficio a otro nivel. Todo lo que escuchamos está compuesto, ideado, armado, dirigido por ella. La producción como exploración y experiencia absoluta: todo vale, “no creo en la moralización del arte ni que haya géneros mejores que otros. Me dejo llevar por lo que me toca”. En un ámbito donde no se ven tantas mujeres y tanto cuesta reconocer a las que están produciendo, Rosalía despertó la admiración y el reconocimiento máximo de los productores más importantes de la cultura hip hop y latina y hay una larga lista de músicos deseando ser producidos por ella. Como The Weeknd, que confesó que si esto sucede se animaría a hacer un disco completo cantando en español.

El Mal Querer (2018) es, o era hasta acá, su obra cumbre. Inspirado en Flamenca, novela del siglo XIII protagonizada por una mujer que se encuentra en una relación violenta, el álbum explora la experiencia amorosa entre cuestionamientos, vivencias y anhelos, sin querer glorificarse en dar una respuesta o fórmula salvadora, más bien todo lo contrario, desidealiza sin quebrar la idea del romance y reconoce el limbo del acontecimiento amoroso para atravesarlo y renacer.

Este atravesamiento es aún más profundo si lo leemos como continuidad de Los Ángeles (2017), su primer trabajo: no hay manera de alcanzar ese desenlace poderoso si no contemplamos el fruto completo, luces y sombras de Eros. El debut de Rosalía es un estudio sobre la muerte en el que elige reflexionar quitando del olvido tradiciones, decires, cantes. Mira hacia atrás y donde todos ven cenizas, ella alumbra y siembra. Eso que suena ahí, además de una exposición vocal conmovedora, es pura formación cultural y, esencialmente, sentimental.

Si esos dos discos desafiaron las leyes discográficas —el primero emulando el clímax humeante y oscuro del tablao, el segundo la majestuosidad del teatro—, Motomami desafía las corrientes sonoras de su tiempo y quema los manuales vertiginosos y condescendientes de la época. Si jamás tuvimos tanta música a mano, también hay que decir que nunca hubo tanta música sonando prácticamente igual, guionada por algoritmos y números virtuales, cantantes que no pasan una semana sin tener lanzamientos olvidables y audiencias hambrientas de consumo que demandan siempre más. Se produce como se scrollea. Pero una motomami nunca haría eso: no solo porque no lo necesita (“No basé mi carrera en tener hits, tengo hits porque yo senté las base'”, como bien presume en “Bizcochito”), sino porque tiene en claro que el don dado responde a otras motivaciones (“Y aunque no tenga dinero, no tenga a nadie, yo voy a seguir cantando porque me nace, Yo soy la Niña de Fuego, como canta Caracol”, tal como se nos presenta en la emotiva “Bulerías”).

Todavía de gira con El Mal Querer, su plan era hacer cuatro discos: uno para seguir creciendo con el flamenco, otro de baladas, uno para experimentar musicalmente en busca de nuevos sonidos y no podía faltar uno “para ir de clubes”. La epifanía sucede al darse cuenta de que puede integrar esos deseos y hacer un solo álbum, lo que le exigiría mucho más y el resultado daría un crecimiento mayor. “No estamos nunca siendo los mismos, yo no soy la misma pero una constante es que sé mi misión en esta vida: vine a aprender y a enriquecer mi canto, mi composición”, explicó en la rueda de prensa de Motomami, antes de agregar que por esto mismo no se repite aun teniendo garantías de lo que ya le ha funcionado, porque “no es ese el objetivo de mi música”. En su orden de prioridades enumera el estudiar, hacer proyectos que permitan conceptualizar, producir en libertad, arriesgarse vocalmente, respetar los procesos y tiempos que cada etapa necesita. Explica y enumera lo obvio porque se le pregunta por las críticas que recibe, pero cuando el canon señala, el arte habla por sí mismo.

El principal elemento distintivo de Motomami respecto a los anteriores es lo lúdico, pero no para encajar perfecto en los challenges coreográficos de TikTok, que fue fuente de inspiración también acá, sino para traer un fuerte aire fresco que descoloca. Un poco de “Saoko” para todos como dosis saludable para compensar esta era de pose y especulación creativa, una desfachatez que, al fin, nos permite hablar de música sin la conformidad, comodidad ni falsa jerarquización de los géneros y sí como expresión cultural. Claro que para lograr esto hay que tener con qué, no alcanza con la fórmula de moda. Porque correrse del mandato deja demasiado espacio, el suficiente como para que el arte rompa como un volcán y no cualquiera puede hacer pie cuando la lava arde.

En este álbum lo que ilumina y quema es que lo imprevisible todavía existe y no solo dice mejor, también es lo que es porque honra, algo que repite de sus discos anteriores, a las influencias. Lejos de desentenderse de quienes hicieron el trabajo duro antes y garronear glorias ajenas, Motomami agradece y sigue narrando desde donde otros se quedaron para dar fe de una historia en común, porque “las cosas son un esfuerzo colectivo”.

Así, entre canciones, Rosalía le va pidiendo a Dios que bendiga a diferentes artistas, emblemas y leyendas. Gesto que se engrandece cuando la escuchamos decir en la provocadora “CUUUUUuuuuuute” que “Aquí el mejor artista es Dios”. La entrelínea en esta pieza susurra a todos: bájense del pony. La narrativa continúa rescatando historias e ideas amorosas, muchas tan tradicionales que cualquiera de nosotros las pudo haber oído de sus abuelos. Por ejemplo, la invocación a los ángeles, tan presentes en sus trabajos, hace aún más conmovedora la hermosa “Como un G”, un duelo de amor que se transforma en preguntas sin consuelo, augurios y nuevas promesas.

Como si con su voz cargada de sentires no alcanzara, la abuela de la artista aparece sobre el final de “G3 N15” para subrayar “lo primero es la familia”. Aunque hay algo aún “más primero”, primerísimo: de nuevo, entonces, aparece Dios para quedarse con el puesto. Lo que sí, “Segundo es chingarte”, confiesa en esa dulce oda al falo que es “Hentai”, inspirada —entre varias referencias— en las canciones de las princesas de Disney.

“Chiken Teriyaki” y “Abcdefg” son una grata sorpresa. Una Rosalía dispuesta a jugar y a divertirse, entre guiños y picardía, alimenta la regla de oro de la época: florecer en miles de memes y las más diversas viralizaciones.

Hay algo en la lectura general de Motomami que es dantesco, ese collage existencial con el que Rosalía nos resume pensamientos y experiencias de la nueva vida que viene llevando los últimos años como celebridad cae como una Divina Comedia: es tan fuerte la presencia de Dios porque también están los excesos, la banalización de la banalidad, las tentaciones, los deslices y el mismísimo “Diablo”. Y el contraste pecado/salvación no es gratis: quedan algunos rencores, algunos suspiros vengativos y varias lecciones.

“La Fama”, una colaboración genial con The Weeknd, hace cumbre justo ahí, pero imposible no citar entre estas vértices a esa obra maestra pasional que es “Delirio de Grandeza” y las pegadizas “Candy” y “La Combi Versace” (ft. Tokischa, muñeca brava dominicana). Y por supuesto que esta teoría tiene su propia Beatrice y está justo al final del álbum: “Sakura”, una belleza iluminada por la sabiduría que trae verdades incómodas y entierra mentiras reconfortantes de las que nacieron las más grandes montañas de humo.

Pero una Motomami sabe que solo se necesita la fe del tamaño de un grano de mostaza para reubicar a las montañas. Y eso hace, porque “ser una popstar nunca dura”, pero “La que sabe, sabe que si estoy en esto es para romper y si me rompo con esto, pues me romperé, ¿y qué? Solo hay riesgo si hay algo que perder”. Y aunque esta batalla ya está ganada, que Dios también la bendiga a Rosalía para que los márgenes, cada vez más chicos y siempre necesarios, nunca nos falten.

 BP