Dicen que una catedral gótica es un lugar donde un ateo se sentiría incómodo. Más allá del juego con lo gótico como estética o estetización (la tradición literaria, los consumos culturales, el género musical), más allá de la incomodidad de los personajes con la creencia (el creer y la incredulidad, la confesión de la imposibilidad de creer son fundamentales aquí), Yo soy como el rey de un país lluvioso de Edgardo Scott es, sin dudas, un lugar donde la corrección política se sentirá incómoda. Porque la valiente crítica social del libro es el acto de decir literariamente âcomo se ha sabido hacer desde hace más de doscientos años, desde una pequeña ciudad alemana, justamente, ahí nomás de donde empieza la novelaâ que no hay explicaciones, hay condiciones de posibilidad; que hay ironías que son verdades salvajes y hay verdades salvajes que pueden ser dichas y oídas poéticamente, a través de una experiencia de lectura que no ofrece pacificación, sino inquietud.
Véase la entrada del 2/9 sino: “Yo no sé cuándo fue el quiebre; cuándo y, mucho menos, cómo se fue haciendo ese agujero profundo a mis pies”. El texto continúa: “Sin embargo, presumo”; reflexiona sobre la explicación, la mentira y la decisión y recuerda e historiza (“Entonces yo podía hablar con las mujeres [...] la inhibición y el silencio vinieron después”). La literatura aquí muy especialmente habla y dice su verdad: “Pero lo importante no es eso” y, entonces, el personaje principal enuncia el saber, la experiencia y el espanto del sometimiento: “Había otra opción, otra posibilidad, aunque los dos fuimos dóciles aquella vez. Dóciles y obedientes”. Esa entrada, en la sección del libro que es un montaje perfecto entre anotaciones sobre la pulsión sexual, escenas pornográficas y poemas de Baudelaire se llama “Diario del ayer”, pero debería llamarse “con el diario del lunes”.
Los distintos tipos textuales que traman la novela (la conferencia, la declaración y los archivos escritos por una mujer; los retratos, los cuentos, los poemas escritos por un varón) no se sueldan, se tocan, pero no encajan como piezas de un rompecabezas. Tal vez esa sea la verdadera clausura del género novela-de-asesino-serial a la que alude la contratapa: su ambigüedad, su ambivalencia. Sino el absoluto, sí el pleno de la literatura: saber y no saber quién es el mal, quién es el bien, quién la moral, quién el humor (o el malhumor), quién el que sabe cómo decir las verdades que casi nadie quiere escuchar.
La literatura está hecha de desplazamientos, de virtuosismos y chistes, de lo decible y, por supuesto, de lo no dicho. Esta es una novela que empieza con “Yo soy” pero no es una escritura del yo. Una novela cuya contratapa habla de tópicos de los estudios literarios -y de los consumos culturales en general- pero no dice lo que realmente vale la pena decir al respecto: que es un libro que cumple, sobradamente, las expectativas de la experiencia literaria. Un texto que se ha presentado como el primer (o casi) relato argentino sobre asesinos seriales, aunque haya uno cortazariano (¡en un cuento que va y viene de Buenos Aires a París como el escritor!) y una casada perfecta (perfectamente asesina serial, angelical gorodischeana).
Yo soy como el rey de un país lluvioso primero cumple y, luego, evade y redobla, todo eso que se espera de una buena novela: una estructura compleja, aunque no confusa. Con regularidades, pero no simetrías predecibles. Con juegos con la temporalidad, pero sin pérdida del control. Con variaciones, pero sin repeticiones. Por esto último, justamente, la figura del asesino serial le queda chica a la novela: su personaje masculino principal es mucho más que un asesino serial, incluso, ni la serialidad, ni el asesinato son lo central en este relato. Y porque no lo son el peso textual (su volumen, su densidad, su belleza, su seducción) está cuidadosamente puesto en otras notas de las correspondencias (pues no solo hay flores del mal baudelaireanas en esta novela, también hay correspondances): los colores, las sensaciones, los sonidos. El autor ha dicho, en más de una oportunidad, que el valor de la lengua literaria es su musicalidad -y, aunque sea una idea, al menos, polémica- este libro suena, moviliza, arrulla, como la música a las fieras (¡la bestia que medita, también, escucha música!).
El último libro de Edgardo Scott por su forma y su contenido âpor su conjunción, claroâ produce cierta perplejidad: no es solo una novela sobre un asesino serial, por distintos motivos que no vale la pena adelantar a quien lea, no es un catálogo cerrado, ni una serie de casos explicados, no hay razones, justificaciones ¡ni siquiera sangre! Incluso habiendo una escena que es casi, casi un origen, casi, casi una explicación, la novela no concede el consuelo de comprender al culpable. Ni quisiera de saber, a ciencia cierta, la cantidad o el modus operandi de los crímenes efectivamente ocurridos (o no). Y, sin embargo, o justamente por eso, es un texto perfecto para animarse a pensar el entramado de misoginia, modernidad y erotismo.
La atracción que produce el diálogo textual entre los dos personajes principales, entre esas dos voces tan precisas, una la de él (el antiburgués, el hombre sin nombre, ni casa, ni barrio, ni profesión), otra la de ella (la mujer con título, nombre y apellido, que investiga, archiva, da conferencias… y hace chistes) es una de las cosas que sostiene irresistiblemente la lectura. La otra, como se dijo antes, es su deslumbrante belleza retórica. La intercambiabilidad de los roles sexogenéricos (que puede verse en la inversión de la distribución clásica de los géneros discursivos que varón y mujer producen, por ejemplo, o en las posiciones de saber y poder que detentan) es la apuesta más osada -lúcida, provocadora, escandalosa- para nuestra época sombría y luminosa a la vez: un momento en que la sociedad intenta repensarlo todo, encuentra férreas resistencias ideológicas y se sobreideologiza. La literatura, entonces, es ese espacio, ese reino o ese país, en que podemos pensar en complejidad, sosteniendo las contradicciones con inteligencia y audacia, con la serenidad que permite la belleza, las acuciantes angustias de nuestro tiempo. Porque el mundo es horrible, pero está lleno de cosas hermosas. Como esta novela.