La casa está habitada por raíces y árboles. Una maleza verde y vivaz ha crecido con determinación entre las ranuras que dejó el concreto. En las baldosas del baño se asentaron toda clase de musgos y dientes de león florecidos decoran el suelo, alimentándose de una tierra lejana que reposa debajo del cemento. Enredaderas se han colado por las ventanas y las raíces de la araucaria del jardín fracturan el piso como si nunca hubiese existido allí una estructura de hormigón capaz de sostener la genealogía entera de una familia. Por eso sería una mentira, o al menos una expresión tramposa, asegurar que la casa está vacía. Mucho vive aquí. Naturaleza rebelde y abnegada; esa es
la forma que adoptó el paso de los años. Por eso, supongo, todas las luchas contra el tiempo son luchas contra la naturaleza.
Mis pies se anticipan a la nostalgia. Nunca creí que fuera a estar en este lugar en soledad; en esta casa donde no existía el silencio. Cada instante de esta mudez me pasma, es testimonio de que he vuelto, de que mi hermano ha muerto, de que nunca me fui.
Me decido a recorrerla de nuevo. Me tomaría más que la vida entera que me queda limpiarla, aniquilar todo lo que vive ahora y hacerla habitable. Incluso si lograra dejarla revestida de un impoluto cemento reluciente, remodelada a mi antojo, no estoy seguro de que alguien pudiera vivir aquí. Esta casa está llena de fantasmas y de muertos. Si cierro los ojos escucho los pasos de papá y veo su figura larga, su perfil griego, su cinturón apretado. Papá que también murió en este sitio y yo que tampoco pude verlo. Y esta casa, que es tumba, altar y ruina al mismo tiempo.
Paso por el que era mi cuarto. Lo que queda de la estructura de la habitación está llena de grafitis que seguramente pintaron los otros, de los que Pablo me escribió tantas veces. Yo solo respondí a sus correos sobre este asunto en una oportunidad: «Por mí que la tumben, Pablo. Con lo que haya adentro».
No recuerdo su respuesta. Aunque sé que es mi memoria orgullosa que ahora, justo en nuestro cuarto, decide omitir sus palabras. Porque soy yo quien recuerda. Recuerdo sus cartas mecanografiadas; recuerdo las mías. Recuerdo sus llamadas por cobrar. Recuerdo cuando nuestras epístolas se convirtieron en correos electrónicos, e incluso sus whatsapps esporádicos. Él y su obsesión por mantener esta casa como un museo de nuestra propia tragedia. «¿Para qué?», le decía yo. «¿Para que en muchos años vengan arqueólogos a investigar nuestra miseria?». «Usted siempre va a ser un exagerado, Juan Francisco. Un doliente. Le encanta decir allá que usted es una víctima de todos nosotros. ¿Qué le hicimos que es tan horrible, tan imperdonable?», me respondía él, y ahí yo dejaba de hablarle. Así pasaban los meses, a veces los años, hasta que una noticia de vida o muerte me obligaba a retomar el contacto.
Después de los otros vino el abandono. Una casa abandonada es una mezquindad. Si cierro los ojos en este cuarto, puedo recuperar el olor de los jazmines rosados en el verano. El aroma intoxicante de los días de todavía más calor. Se me vienen a la memoria los años de las fiebres altísimas. Yo en cama, sin que nadie supiera qué tenía. Ardiendo de un fervor que me hacía delirar. Debía ser verano porque todo olía a jazmines. Estaba postrado, con el cuerpo enjuagado en un sudor frío. Venía un médico que decía palabras que yo no entendía, y papá salía por la puerta de mi cuarto con su inmensidad. Vino hasta un chamán que me hizo unos rezos. Lo trajo la tía Chela a escondidas de papá, que jamás habría hecho nada que no autorizara la Iglesia. Pero no mejoré. Las fiebres siguieron, más intensas, amenazando con desintegrar mi cuerpo escuálido y enfermizo.
Vino el cura a bendecirme. «Debe ser la voluntad de tu mamá», me dijo, y llegó a darme los santos óleos en la frente. «Si Dios así lo quiere, hijo mío, tendrás que irte». El tío Pacho, a quien teníamos que referirnos como Padre Francisco, me bendijo y yo cerré los ojos con la ilusión de que al abrirlos estuviera mi madre esperándome, con su abrazo tibio. Los apreté tan fuerte que sentí que me desmayaba de una vez. Que esa era la muerte y que mamá, que me había amado tanto más que a mis hermanos, que me había deseado tanto, había decidido que me fuera con ella. En el cielo que habité por segundos tenía un vestido que me ponía cuando nací. Allí no era el niño que resulté, sino la niña que ella había soñado. Mamá me decía que este mundo no era para nosotros; nosotros, que teníamos los mismos ojos tristes y el mismo pelo dorado, como de Niño Dios. Pero no. Los abrí y ahí seguía. Todos se habían ido, menos Pablo. El único que se quedó a mi lado, poniéndome paños de agua fría.
Recuerdo escuchar su vocecita en mi oído: «No se muera, por favor. No me deje solo en este cuarto, que a mí me da miedo la oscuridad y papá me regaña. No se muera porque después va a quedar su fantasma y va a venir a asustarme, como el de mi mamá. No se muera porque si se muere, papá no lo va a soportar y se va a encerrar otra vez. Por favor, Dios mío, no te lleves a mi hermano. Si está ahí, mamá, no se lo lleve todavía, déjelo acá con nosotros». Luego lo escuché susurrarme con más fuerza: «Si usted se va, ¿quién me va a cuidar de los indios?». Quise responderle que los indios ya se habían ido, que el tío Pacho los había traído de la selva del Catatumbo durante unas semanas nomás y que ya no iban a volver. Pero Pablo les tenía pánico. Les había temido desde la primera vez que cruzaron la puerta con sus taparrabos y sus lanzas, rodeados de monjas benedictinas que les enseñaban a rezar. Cuando Luciano y yo jugábamos a ver quién aguantaba más tiempo debajo del agua, si los indios o nosotros, Pablo solo miraba aterrado desde la esquina de nuestro cuarto. Y esas noches no pudo dormir de saber que diez indígenas motilones en proceso de evangelización acampaban en nuestro patio.
Habrá sido tan genuino su deseo y su amor que la muerte me dio mucho más tiempo y hasta se lo llevó a él primero.
2
Dijeron que había sido un milagro y que el milagro lo había hecho yo. Yo les quise explicar a papá y al tío Pacho que el milagro lo había hecho Pablo, que había rezado todas esas horas
a mi lado, pero no hubo caso. «Los niños no hablan cuando hablamos los mayores», me dijo papá, sin mirarme siquiera. Elevando la mano en el aire formó un muro invisible entre su inmensidad y mi pequeñez cuando traté de explicarle que yo no había rezado, que yo en realidad me quería ir de este mundo a cualquier otro. A cualquiera donde estuviera mamá. Entonces el tío Pacho me abrió los ojos, me revisó la boca y después me miró los dientes, como si yo fuera un perro de la calle. Por esos días había una epidemia de dengue en la ciudad y la teoría más consistente era que yo había tenido la enfermedad y que el Dios que vivía en mí la había expulsado. El tío Pacho salió del cuarto con papá y después papá volvió solo. Se agachó por primera vez en la vida para dirigirse a mí, y me dijo que el tío Pacho había exigido que me fuera al seminario, porque yo tenía a Dios en mi interior y debía seguir su camino desde ahora. Vi en los ojos de mi padre una duda cruel, una especie de compasión que nunca le había visto: una clase de pena. Empacamos la maleta mientras yo lloraba y me limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano, tratando de que no se notaran. Papá se dio cuenta, pero no me regañó por llorar. Pablo, que me ayudó a empacar, disimulaba su tristeza, y para que yo no me acongojara más, me dijo: «Allá va a ver a Luciano. Al menos no va a estar solo». Tomé su consuelo con un agradecimiento infantil y vi cómo papá cerraba la maleta de cuero empolvada.
Al otro día, apenas amaneciera, me iban a llevar a la terminal de buses para que me fuera a Bogotá. El viaje iba a durar dos días. Vino la tía Chela a preparar comida para el camino. La escuché hablando con papá en la cocina. «Es apenas un niño, Guillermo. Lo va a mandar al seminario con muchachos más grandes y apenas tiene nueve años. Está recién huerfanito de mamá. ¿A usted sí le parece?». Recuerdo la resignación de la voz de mi papá al responder que eran los designios de Dios, que no podían contradecirse.
Cuando clareó, papá vino a buscarme para que me bañara. Pablo seguía dormido y preferí no despertarlo para que pudiera descansar más. Ya en la calle, al frente de la casa, me escapé del carro y me acosté en el pavimento. «Papá, te pido por lo que más quieras que no me lleven al seminario. Te lo ruego. Voy a hacer lo que tú me digas por el resto de la vida, pero por favor déjame quedarme acá contigo y con Pablo». Lo tuteé, nunca lo hacía. Nos tratábamos de usted en esta casa. Luego me arrodillé en el pavimento caliente y las piedritas tibias se me clavaron en las rodillas. Cerré los ojos esperando la cachetada de mi papá, que me levantara del piso de un solo golpe y me dijera que no fuera tan ridículo y tan maleducado, pero él volvió a agacharse y me pidió que lo perdonara, antes de alzarme con ternura y devolverme a la parte de atrás del carro. Esas fueron las últimas palabras que cruzamos antes de que volviera por primera vez a esta casa. A esta herida.
Nunca volvió a pedirme perdón y yo nunca volví a tratarlo de tú.